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Para las sobrevivientes de agresión sexual, la confirmación de Kavanaugh no es un infierno de fuego, sino de hielo

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El infierno —sus contornos, cualidades y disputada existencia— es una fuente perdurable de fascinación para muchos de nosotros, los mortales. San Agustín, el obispo y filósofo del siglo IV, escribió que “el abismo, que también se conoce como un lago de fuego y azufre, será fuego material”.

Mil años más tarde, el poeta Dante Alighieri describió el Infierno en el cual su narrador viaja a través de nueve círculos concéntricos del averno. En esta narración, sin embargo, todo se vuelve cada vez más frío a medida que se acercan al núcleo, donde encuentran a Satanás atrapado en un bloque de hielo hasta su cintura.

Varios siglos después de eso, Robert Frost consideró el fuego y el hielo como formas de tortura; “cualquiera sería suficiente”, concluyó (la Biblia, por su parte, no sugiere ninguna de ellas).

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Durante las audiencias de Kavanaugh, a finales de septiembre, que para muchos de nosotros resultaron insoportables, pensé en Frost, Alighieri y San Agustín.

El fuego requiere avivar; para establecer una llama eterna debe haber madera, gas o maleza, continuamente disponibles para su consumo. El hielo es menos exigente; sólo se necesita un clima frío todo el año.

Usted puede, como se entusiasmaban los telemarketers en la década de 1990, ‘configurarlo y olvidarse’. Esta semana, me di cuenta: es hielo, no fuego, lo que busca el partido republicano.

Los líderes republicanos, particularmente los senadores Charles Grassley, Mitch McConnell y Lindsey Graham, no nos odian —me refiero a quienes hemos sido agredidas, a quienes deseamos controlar nuestro propio futuro reproductivo, etcéctera—.

No exactamente. El odio implica un compromiso. Su deseo más ferviente es legislarnos hacia un espacio desde el cual no podemos ser escuchados, y luego olvidarnos.

Por supuesto, nosotras nunca los olvidamos. Son tan ruidosos; ocupan tanto espacio. Brett Kavanaugh se puso rojo y exigió nuestro respeto. Graham miró con desdén y señaló, y luego despidió a una sobreviviente aconsejándole que “acuda a la policía”.

El presidente Trump nos dice a las mujeres —a quienes ciertamente no nos está yendo muy bien— que estamos muy bien.

Él exige ser escuchado más que cualquier otro mandatario moderno. Como si sus irascibles tuits y sus crueles mitines no fueran suficientes, ahora aparece en nuestros teléfonos sin nuestro consentimiento; no es posible cancelar la suscripción del Sistema de Alerta Presidencial.

Los hombres comunes también nos obligan a reconocerlos. Cuando caminamos solas temprano en la mañana, o esperamos el autobús tarde en la noche, susurran o gritan cosas.

Si los ignoramos, el comportamiento se intensifica. Exigen ser vistos, incluso cuando nos aterran. Exageramos, ¿verdad? Esto no sucede muy a menudo, ¿cierto? Los varones no pueden ver el acoso callejero porque cuando están con nosotras, rara vez sucede; lo repito: porque están con nosotras.

El hecho de que sea invisible para ustedes no niega el hecho de que nos sucede a muchas de nosotras cada semana de nuestras vidas.

Luego están los rostros de quienes nos abusaron directamente. Soy afortunada porque, aunque puedo traer el recuerdo inmediatamente, no experimento flashbacks regulares de mi ataque más traumático.

Hay muchas mujeres que se ven obligadas a reconocer a sus abusadores años y décadas más tarde, cuando inesperadamente ven sus caras en los reflejos de las ventanas, en las pesadillas y entre los transeúntes.

Por supuesto, hay otras cuyos abusadores se mueven en sus círculos sociales o dentro de sus propias familias, siempre presentes.

Christine Blasey Ford recordó el rostro de Brett Kavanaugh durante 35 años. Si creemos en su testimonio, él nunca evocó ni olvidó el de ella.

Como progresistas, no insistimos lo suficiente en que el debate sobre el aborto a gran escala es sobre el control social. Si una tiene hijos cuando es joven, antes de ganarse la vida de manera sustancial, es más probable que deje la fuerza laboral o suspenda su educación.

Así, es más probable que no no sea vista en los mundos en los que operan estos poderosos varones: en las salas de juntas, en el Senado, en la Corte Suprema.

Las mujeres estamos enojadas, sí, pero también nos sentimos invisibles. Tengo ganas de imprimir camisetas que digan: “Desnudé mis traumas y todo lo que obtuvimos fue esta Justicia pésima”.

Porque, ¿quién puede escuchar a una persona decir que fue agredida, abusada o maltratada y, después de una “investigación” simulada, elevar al acusado a un nombramiento de por vida en el tribunal más alto del país? Nadie trataría a alguien así, a menos que no lo vea como una persona.

Solo se puede tratar a alguien así si, para uno, se trata de un inconveniente pasajero.

Para leer esta nota en inglés, haga clic aquí.

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