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Meses después de la masacre en una prisión de Brasil, las familias siguen buscando respuestas -y cuerpos-

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Guilherme Figueiredo da Silva sabía que iba a morir. En una llamada desde la Penitenciaría Estatal de Alcacuz, donde el hombre de 36 años de edad cumplía una condena por drogas, le dijo a su padre que se estaba planeando una rebelión y que las autoridades no harían nada para impedirla.

Dos días más tarde, su celda se convirtió en un desolladero, mientras pandilleros de otro bloque los atacaron con cuchillos y armas, decapitaron a muchas de sus víctimas y prendieron fuego los cuerpos. El recuento oficial fue de 26 muertes, pero los sobrevivientes y familiares de los reclusos aseguran que el número fue mucho más alto.

La masacre renovó las peticiones de cambios al infame sistema penitenciario de Brasil, y agitó las promesas gubernamentales para mejorar la capacitación de los guardias y realizar otras reformas tendientes a detener las guerras entre pandillas, que se extendieron desde las calles a las penitenciarías.

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Pero más de siete meses después del hecho, el gobierno no ha hecho aún un informe completo de la violencia, y no está claro si las cárceles han mejorado su seguridad.

Tres días después de la masacre, el padre de Da Silva recibió una llamada de la esposa del compañero de celda de su hijo. La mujer quería avisarle que su esposo había visto a Guilherme muerto.

Las autoridades aún no han recuperado su cuerpo. “Fue un ataque letal, como pastorear ganado para llevarlo al matadero”, afirmó el padre, Francisco Luiz da Silva. “Nosotros, las víctimas, esperamos respuestas del gobierno. Somos nosotros quienes estamos encarcelados ahora; la sociedad quiere respuestas, la sociedad quiere paz”.

Una gran parte del problema es el creciente número de reclusos. Entre 2000 y 2014, el total de presos aumentó de 232,755 a 622,202, convirtiendo a Brasil en el poseedor de la cuarta mayor población carcelaria del mundo, detrás de los EE.UU., China y Rusia.

El incremento fue impulsado por las leyes antidrogas del país, que aplican los mismos castigos por posesión de narcóticos de bajo nivel que por el tráfico más serio. Las largas sentencias se cumplen entre pandilleros, autores de homicidios y responsables de otros crímenes violentos.

Human Rights Watch afirmó que las cárceles de todo Brasil mantienen a los presos “en celdas oscuras, húmedas y mal ventiladas”, y que la tuberculosis y otras enfermedades son desenfrenadas en ellas. En una de las prisiones visitadas por la agrupación, 60 hombres estaban amontonados en una celda que tenía apenas seis literas de hormigón.

La construcción de nuevas penitenciarías no pudo seguir este ritmo, y además pocos estados han estado ansiosos de aceptarlas.

La contratación de guardias tampoco está al día, y a menudo un solo empleado debe vigilar a más de 300 presos, según un estudio. Su entrenamiento es pobre o inexistente, y se dice que la corrupción es incontenible. Los guardias en algunas prisiones han puesto a cargo a los propios presos, y literalmente les entregan las llaves.

Eso ha permitido que las poderosas pandillas del país florezcan dentro de las penitenciarías, donde crecen las batallas y se reclutan nuevos miembros.

En 2016 se registraron 379 muertes violentas en las cárceles brasileñas, tanto homicidios como suicidios. Este año marcó algunos de los peores episodios de violencia, desde el 1º de enero, cuando miembros de la pandilla Familia do Norte atacaron al grupo Primeiro Comando da Capital (PCC) y mataron a 67 reclusos en una prisión de Manaos, al noroeste del país. Cinco días más tarde, el PCC se vengó y asesinó a 33 presos en la ciudad de Boa Vista.

Luego vino la masacre del 14 de enero, en Alcacuz. Miembros de PCC de un bloque de celdas invadieron otro pabellón que albergaba a la pandilla rival, Sindicato do Crime, en una escalada por el territorio en la ciudad costera de Natal, cerca de la prisión.

La superpoblación era un problema en los cinco edificios de la cárcel. En 2015, un juez prohibió a Alcacuz que aceptara más reclusos. En ese momento, la prisión tenía al menos 1,490, un 46% más de su capacidad.

Funcionarios manifestaron que los guardias nunca habían sido entrenados, y que los familiares y defensores de los derechos humanos los acusaron de facilitar la masacre abriendo las puertas de la prisión y suministrando armas y chalecos antibalas a los agresores. Dos semanas después de los asesinatos, el gobierno federal llevó 78 guardias de otros cuatro estados para que tomen control de las instalaciones. Con contenedores para envíos se construyó un enorme muro que separa a las bandas rivales.

Cuatro meses después, el estado de Río Grande del Norte nombró al experto penitenciario que dirigió esa iniciativa, Luis Mauro Albuquerque Araujo, como nuevo secretario de Justicia -el quinto en menos de tres años- y se le encomendó que supervise más cambios.

Desde entonces se están agregando nuevas puertas de barras de acero a los corredores, que permiten a los guardias contener peleas en un área de dos a cuatro celdas; las puertas se bloquean automáticamente al cerrarse. Para limitar el movimiento de reclusos, cada pabellón tendrá su propia enfermería, y el patio de la prisión cuenta ahora con baños. El trabajo todavía está en progreso.

Cada guardia recibió 400 horas de entrenamiento básico que incluyó autodefensa, vigilancia del patio, procedimientos de búsqueda y escolta de prisioneros.

Esa capacitación, sin embargo, despertó polémicas después de que los medios de comunicación brasileños dieran a conocer un video donde se ve a una guardia cantando una parodia de la canción “Despacito” ante un gran grupo de reclutas, sustituyendo la letra original con sugerencias de cómo los guardias deberían humillar y castigar a los prisioneros. En la imagen se lo puede ver a Araujo, quien al final del clip felicita a la mujer por su voz.

Sin embargo, el secretario rechazó las críticas y aseveró que los procedimientos que implementó -no gritar para hablar con las personas en otras celdas, horarios estrictos para las comidas y caminar sólo por el medio de los pasillos, entre dos líneas amarillas- crearon calma y un sentido de rutina en la prisión. Pero las esposas y novias de varios presos que sobrevivieron a la masacre y permanecen en Alcacuz detallaron que la situación allí sigue siendo tensa, y que esas barreras no lograron separar a las pandillas. “¿Para qué construir un muro si se permite que los pandilleros convivan con quienes no integran estas agrupaciones en un mismo lugar?”, preguntó una mujer que -al igual que el resto de entrevistados- habló bajo condición de anonimato por miedo a su seguridad y la de los reclusos.

Los familiares también advirtieron que los hombres están pasando hambre y que deben compartir comidas, que a menudo llegan en mal estado. Las literas de hormigón carecen de colchones y muchos duermen de a dos o tres en una cama, mientras que otros lo hacen en el suelo.

Los presos y sus familias han hablado de torturas, incluyendo descargas eléctricas y palizas. Varias de las mujeres relataron que durante las visitas recientes, los hombres les dijeron que los guardias los habían obligado a ponerse de pie con las manos detrás de la cabeza para poder golpearlos con bastones. “Se los golpea tanto que un pequeño ruido los hace girar la cabeza para ver dónde están los guardias”, afirmó una mujer. “Durante la rebelión deben haber muerto al menos 100 personas, pero sus familias no no hacen preguntas porque tienen miedo”.

Otra mujer, cuyo esposo fue asesinado en la masacre, aseguró que seguirá exigiendo una explicación completa acerca del hecho de violencia. “Quiero que la gente sepa lo que ocurre aquí”, expresó. “El estado no dice nada, es opresor; no quieren rehabilitar a nadie. Esa prisión es una fábrica de monstruos”.

Traducción: Valeria Agis

Para leer esta nota en inglés, haga clic aquí

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