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Pueblo guatemalteco llora a sus muertos y el final de su sueño americano

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Cándido Antonio Romero escuchó una voz mientras yacía atrapado entre los muertos y los heridos, en medio de gemidos de dolor y súplicas de ayuda. “¡Levántate!”, le gritaron.

Tres días antes, Romero, su amigo Carlos Hernández y al menos ocho de sus vecinos -todos ellos adolescentes o muy jóvenes- habían abandonado la aldea de Nica, en el oeste de Guatemala, con uno de los muchos contrabandistas que guían a los migrantes a Estados Unidos.

Ahora, su sueño americano había terminado al igual que docenas de otros inmigrantes, en un camión volcado sobre un tramo aislado de la carretera, en el sur de México.

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En su estado semiconsciente, Romero se preguntó si se trataba de una alucinación, o si estaba a punto de respirar por última vez.

La voz -tal vez de un rescatista, quizás una exhortación interna, no estaba seguro- le dijo: “¡No es tu momento de morir!”.

Unas semanas antes, un cabecilla de operaciones de contrabando había llegado a Nica en busca de clientes.

Estados Unidos fue durante mucho tiempo una vía de escape de esta aldea agrícola empobrecida, de alrededor de 7.000 habitantes, muchos de los cuales tienen parientes allí. Por ejemplo, el padre de Romero vive en Michigan y lleva más de una década enviando dinero a casa para apoyar a su esposa y sus seis hijos. Tiempo atrás, llevó al pueblo una bandera de Estados Unidos, que ahora adorna el exterior de la casa familiar; una de las muchas que reciben remesas en ese lugar.

Romero, un mecánico desempleado de 20 años de edad, no dudó ante la oportunidad de unirse a su padre, quien accedió a pagarle al contrabandista $6.500 por el viaje a Michigan. “Mamá, te estás haciendo mayor, quiero apoyarte”, le dijo Romero a Cármen Chávez.

Hernández, de 24 años, el mayor de cuatro hermanos, sintió la urgente necesidad de ayudar a su familia y planeaba establecerse en Atlanta. Algunos de sus amigos que ya están en EE.UU acordaron prestarle dinero para pagar al contrabandista.

Los migrantes que salieron de Nica el 4 de marzo se conocían casi desde que habían nacido. También habían escuchado lo suficiente sobre las redes de contrabando -utilizadas por la mayoría de los centroamericanos con destino a Estados Unidos- para saber que el viaje podía ser peligroso.

Cada viajero llevaba una mochila con un cambio de ropa, agua, comida y otros artículos esenciales.

Nica se encuentra a pocas millas de la frontera con México, pero el coyote explicó que el grupo se encontraría con menos policías mexicanos y patrullas de inmigración si ingresaban a México a unas 55 millas al norte de La Mesilla, una ciudad fronteriza guatemalteca y centro de contrabando.

Tomaron autobuses públicos hasta allí y durmieron por una noche en un hotel. Los compañeros de viaje permanecieron juntos mientras el grupo crecía con inmigrantes de otras partes de Guatemala.

Finalmente, cruzaron hacia México en la madrugada del 6 de marzo, en varios vehículos; luego pasaron la noche cerca de la ciudad de San Cristóbal de las Casas.

Al día siguiente, unos 60 hombres y 10 mujeres subieron a la bodega de carga de un Ford Super Duty, un camión de tres toneladas, comparable a una furgoneta de tamaño mediano.

Los hombres viajaban de pie y las mujeres se sentaron en el suelo. Hernández usó su cinto para improvisar una correa de la cual sujetarse mientras el camión aceleraba.

Romero y Hernández quedaron asombrados por la cantidad de gente que viajaba y el calor que hacía dentro del vehículo, donde no había luz natural e ingresaba muy poco aire una vez que se cerraban las puertas.

“Prácticamente no había forma de respirar”, recordó Hernández. “Estábamos uno encima del otro. No podíamos ver dónde nos llevaban”.

Los migrantes se balanceaban hacia adelante y hacia atrás mientras el camión avanzaba por una serie de curvas. Por temor a un accidente, Hernández se quitó la camisa y se cubrió la cabeza.

A pesar de un dolor de cabeza punzante, Romero logró dormir erráticamente durante una hora. “Cuando me desperté, noté que el conductor había perdido el control”, recordó.

El impacto abrió las puertas del camión y expulsó a los pasajeros hacia una zanja. Eran las 6:30 p.m., y ya estaba oscuro. Hernández y Romero se desmayaron, luego volvieron en sí en medio de un espectáculo de desesperación, parecido al de un campo de batalla.

“¡Todos vamos a morir!”, gritaba alguien.

“Sentía un dolor agudo y no podía levantarme”, relató Hernández, quien terminó en la zanja. “Veía a todos los muertos alrededor del camión. Había [heridos] que decían: ‘¡Ayúdame! ¡No quiero morir! Por favor, sácame de aquí’. “Había gritos de terror, como de una pesadilla”.

Romero pensó que todo podía ser un mal sueño.

“Levanté la cabeza y comencé a respirar”, recordó. “Me dolía el brazo [izquierdo] y me dije a mí mismo: ‘Está bien, si tienen que cortarme el brazo, que así sea; quiero vivir...”. Vi a todos los muertos y empecé a suplicar por mi vida”.

Entonces prestó atención a la voz que lo urgía a levantarse, y vio la figura ensangrentada y torpe de su amigo Félix Cash López. “Lo llamé: ‘Félix! ¡Félix!…’ Pero no podía hablar. Ya se estaba muriendo”.

Los voluntarios tardaron aproximadamente media hora en llegar a la escena del accidente, a unas 30 millas al noroeste de San Cristóbal.

Los rescatistas usaron cuerdas para arrastrar a los heridos por la pendiente empinada desde el río Bombana. Colocaron a Hernández en una ambulancia, junto con una mujer gravemente herida. “¡Duele! ¡No quiero morir!”, gritó ella una y otra vez; luego hubo silencio. La mujer murió antes de que llegaran al hospital.

En total, precisaron las autoridades, el accidente dejó 23 muertos y 33 heridos, todos de Guatemala. Las autoridades mexicanas están investigando la red de contrabando, incluido el conductor, que escapó del lugar.

En Nica, las familias ansiosas empezaron a enterarse de lo ocurrido con sus seres queridos; corría el rumor de que Hernández y Romero habían sido asesinados.

“Los vecinos vinieron y me dijeron: ‘Su hijo ha muerto’”, recordó Hermelinda Chávez Hernández, de 40 años. “Estaba tan asustada, que oré: ‘Dios mío, no te lo lleves’”.

Pero una enfermera del hospital en México llamó para informar que su hijo había sobrevivido. Hernández estaba hospitalizado por graves contusiones en el lado derecho de su cuerpo, y el hombro.

La madre de Romero tardó dos días en saber que el joven estaba vivo, aunque gravemente herido. Los vecinos que habían viajado a México le enviaron el mensaje.

Tres días después del accidente, llegó el primer grupo de cuerpos: cinco ataúdes apretados en un coche fúnebre. Romero y Hernández viajaban en el asiento delantero.

En total, el pueblo perdió cinco hombres y dos mujeres.

Los familiares llevaron a cabo funerales privados, con los ataúdes adornados con flores en simples patios traseros, iluminados por velas. Algunos pobladores hablaron de la dificultad de persuadir a los jóvenes para que no se aventuren al norte.

“Me aferro a mis hijos, pero no es fácil”, afirmó Reina López, de 46 años, madre de cuatro hijos, en el servicio funerario de Óscar Adán Mazariegos, de 29 años. “Nuestros hijos estudian, pero no hay trabajo para ellos aquí”.

López consolaba a la esposa de Mazariegos, Hedi Paz, de 24 años y embarazada de nueve meses, quien acunaba a su hijo de un año, Óscar. “¿Qué va a hacer ella ahora?”, se preguntó López. “¿Cómo va a llegar a fin de mes, una joven madre sin marido?”.

A pocas cuadras de distancia, chicos con uniformes escolares despedían a Félix Cash López -quien pronto hubiese cumplido 18 años- otra víctima fatal del accidente, al igual que su primo, de 19 años. Ambos esperaban unirse a sus familiares en Atlanta, donde Cash López estaba entusiasmado por conocer a Lesli, la bebé de cuatro meses de su hermano, parte de una nueva generación de estadounidenses con raíces en Nica. “Su sueño, y el mío, era llegar un día allí y abrazar a nuestra sobrina”, afirmó su angustiada hermana, Loreni Magnolia Cash López, de 16 años.

Dentro del ataúd de su hermano, la joven colocó algunas posesiones preciadas, incluyendo una navaja plástica y el escudo del equipo de fútbol de Barcelona. Encima del ataúd colocó una foto de ella junto a la de su hermano con un corazón.

Bajo un sol abrasador, las cortes funerarias serpenteaban lentamente por las calles profundas hasta el cementerio municipal, donde banderines de papel descoloridos y cruces marcan las tumbas.

Mujeres con rostro adusto ayudaban a transportar el ataúd de Yésica Andrés Pérez, quien viajaba a Estados Unidos para estar con su prometido, nativo de Nica. La joven tenía 17 años.

Los ataúdes de los dos primos adolescentes fueron levantados en medio del cortejo, que llevaba flores. Un coro de mujeres entonó cantos de libros de oraciones y un altavoz emitió un lamento de la banda sonora de una película guatemalteca:

“Fui en busca del sueño americano.

Para trabajar y ayudar a mis hermanos…

Pero el destino no me dio la mano.

Y un día, sin imaginar, una tragedia acabó con mi sueño”.

El número de centroamericanos que llega a la frontera de Estados Unidos aumenta, a pesar de los peligros y los esfuerzos intensos de la administración Trump para desalentarlos. Nadie aquí cree que eso cambiará.

“Le digo al presidente Trump: ‘La gente de Nica y Guatemala nunca dejará de ir a Estados Unidos, no importa cuántas barreras construya’”, aseguró Andrés Avelino López Santos, un doliente de 53 años, que pasó 15 en Estados Unidos y tiene tres hijos allí. “La necesidad nos impulsa”.

La escasez aquí sigue siendo grande. No hay un maestro de tiempo completo en la preparatoria. Los pozos están contaminados, las aguas residuales corren a través de corrientes fétidas y los residentes dependen de cultivos de maíz, frijol, yuca y bananas para subsistir. Escuálidos perros y cerdos compiten con aves demacradas por los restos de comida.

Para muchos, el accidente puso fin a las esperanzas de algo mejor en Estados Unidos. “Quería tener mi propia casa, mi esposa, hacer mi vida allí”, afirmó Romero en el exterior de su hogar, sentado en una silla de plástico, con las franjas y estrellas de la bandera estadounidense detrás de él.

Ahora, planea saborear su “segunda oportunidad de vida” y no tiene intención de volver a viajar al norte, un sentimiento replicado por Hernández. “Vi la muerte muy cerca”, afirmó este último, haciendo un gesto de dolor y padeciendo al respirar, desde la sombra de un almendro, en el patio de su casa familiar. “Fue la primera vez que lo intenté, pero todo salió muy mal”.

La corresponsal especial Liliana Nieto del Río, en Aldea Nica, y Cecilia Sánchez, de la oficina del Times en Ciudad de México, contribuyeron con este artículo.

Para leer esta nota en inglés, haga clic aquí

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