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En Venezuela, la comida no solo es una necesidad extrema, también se convirtió en una herramienta política clave

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Carmen Salas, una madre de tres hijos en el extremo sur de la ansiosa capital venezolana, poblado por gente de clase trabajadora, vagó por el vasto mercado conocido como Coche, en busca de gangas.

Finalmente, optó por tres kilogramos de maíz para hacer harina para arepas, un alimento parecido a una tortilla. El precio: aproximadamente 2,100 bolívares, el equivalente a casi 66 centavos de dólar estadounidense. Era todo lo que podía permitirse.

“Al menos con esto, mi familia puede comer por tres o cuatro días”, afirmó Salas, tomando su bolsa. “Pequeñas porciones, por supuesto”.

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Venezuela se encuentra en medio de una crisis política, social y económica mientras dos gobiernos luchan por la legitimidad, tanto dentro del país como en el extranjero.

El 4 de febrero, España, Gran Bretaña y otras naciones europeas se unieron a Estados Unidos para reconocer el autoproclamado gobierno interino del líder opositor Juan Guaidó, cuyo sorprendente ascenso en enero representa el desafío más serio que el presidente Nicolás Maduro y su gobierno socialista han enfrentado hasta el momento.

Pero en medio de la disputa internacional, muchos venezolanos tienen una preocupación más importante: la grave escasez de alimentos.

Las fotografías de personas que hacen cola para comprar arroz, harina y otros artículos básicos subsidiados se han convertido en imágenes icónicas de la transformación de esta nación —alguna vez rica— de 32 millones de habitantes, en un lugar donde casi el 90% de la población vive en la pobreza.

Un estudio publicado en febrero de 2018 por investigadores de tres universidades aquí detectó que los venezolanos perdieron un promedio de peso de 24 libras en el año anterior, y que casi una de cada cuatro personas comía dos veces al día, o menos.

“En tres o cuatro años de crisis, el deterioro ha sido monumental”, señaló María Ponce, coautora y socióloga de la Universidad Católica Andrés Bello, cuando el estudio se dio a conocer.

Cualquier discusión sobre comida en Venezuela es, inevitablemente, política. Cada lado en el enfrentamiento actual culpa al otro por la escasez de alimentos, y cada lado acusa al otro de manipular la comida con fines políticos.

El gobierno de Maduro remarca regularmente que la escasez de alimentos y medicinas es consecuencia de una “guerra económica” y un “bloqueo” de EE.UU., así como de las empresas venezolanas que acumulan productos y “sabotean” las entregas para aumentar los precios.

“Son unos desvergonzados”, regañó Maduro a los principales proveedores de alimentos en 2018, advirtiendo que se tomarían “medidas radicales” contra aquellos que no cumplieran con los controles de precios gubernamentales que, según prometió, ayudarían a un “milagro económico”.

Unos meses más tarde, se desató la furia cuando videos que mostraban a Maduro y la primera dama, Cilia Flores, festejando con un famoso chef en un prestigioso restaurante de carnes en Estambul, Turquía, se volvieron virales en las redes sociales. El presidente, a quien también se veía fumando cigarros de su reserva personal, se encontraba en una parada temporal en su regreso, después de un viaje oficial a China en busca de ayuda para su país, hambriento de fondos.

“Mientras los venezolanos sufren y mueren de hambre, Nicolás Maduro y Cilia disfrutan de uno de los restaurantes más caros del mundo, todos con el dinero robado del pueblo venezolano”, escribió por Twitter en ese momento Julio Borges, quien era jefe del Congreso antes de exiliarse en Colombia.

Durante el fin de semana, Guaidó extendió un acuerdo con Estados Unidos para abordar la escasez mediante la importación de alimentos, medicamentos y otra ayuda humanitaria.

Pero Maduro rechazó la asistencia de una nación que, según él, está planeando un golpe de estado en su contra. “Venezuela no es un país de mendigos”, afirmó en un mitin a favor del gobierno, a principios de febrero.

Sus críticos remarcan que la incompetencia, la corrupción y las políticas equivocadas —incluidas las expropiaciones y los controles gubernamentales sobre los precios y la conversión de divisas— han reducido tanto la producción nacional de alimentos como las importaciones.

También culpan a las pandillas vinculadas al gobierno por el secuestro de camiones llenos de productos, que a veces terminan en el mercado negro, y señalan que oficiales militares de alto rango y otros leales a Maduro han desviado fondos de los contratos de alimentos.

“Durante años, Maduro ha usado los alimentos como una herramienta para controlar a Venezuela”, escribió el senador estadounidense Marco Rubio (R-Florida) por Twitter el domingo. “Él ha convertido el hambre y la enfermedad en armas”.

Los críticos retratan la clásica iniciativa de distribución de alimentos de Maduro —los Comités Locales de Abastecimiento y Producción (CLAP)—, como una forma de manipulación social destinada a aumentar los votos para el partido gobernante en los días de elecciones.

El propio Maduro llamó al programa su “arma más poderosa”, y afirmó que fue clave para reducir el hambre.

Implica la entrega mensual de cajas de aceite de cocina, arroz, pasta y otros alimentos básicos a millones de hogares a costos muy reducidos, “un precio justo”, ha dicho Maduro.

“Por contraste, en el capitalismo [las empresas] fijan los precios”, aseveró poco después de la presentación del programa, en 2016.

Los alimentos subsidiados se han vuelto esenciales para muchos a medida que la economía empeora. Pero el programa también fue objeto de una investigación penal en México, donde se originan muchos de los productos alimenticios. En 2018, la oficina del fiscal general allí informó que había desbaratado un círculo de empresarios mexicanos y venezolanos que se beneficiaban ilegalmente con CLAP al adquirir artículos de baja calidad en México, exportarlos a Venezuela a precios remarcados para luego revenderlos aún más caros.

Guaidó acusó a los participantes de “traficar con la miseria de los venezolanos”; Maduro defendió el programa y puso en duda las acusaciones.

La raíz de la escasez de alimentos es la hiperinflación y la deflación salarial. La comida está disponible en las grandes cadenas de tiendas, mercados de barrio, restaurantes caros y cafés de lujo. Pero en un país donde el salario mínimo ahora es equivalente a aproximadamente $6 al mes, pocas personas pueden pagarla. Al tipo de cambio actual, una botella de ketchup Heinz, uno de los productos importados favoritos aquí, cuesta alrededor de $9.

“La gente no compra como antes; no puede, los precios cambian todos los días”, comentó Aurelio Rizzo, carnicero en el mercado de Coche. “En el pasado, la gente compraba un kilo de cada corte de carne. Ahora, si compran un kilo en total es mucho”.

Rizzo, de 72 años, era adolescente cuando llegó a Venezuela desde Sicilia, con sus parientes, en 1961, una época en que Venezuela era un destino próspero para los inmigrantes europeos.

Hoy, la gente huye en masa, y uno de los artículos más populares en su tienda es la piel de pollo, que se vende por el equivalente a casi seis centavos de dólar por libra. “Solíamos regalarla para las mascotas”, dijo un carnicero, sacudiendo la cabeza. “Ahora es para la gente”.

Salas debió vender su auto para alimentar a sus hijos.

“Desafortunadamente, lo que obtuve por el vehículo solo cubrió dos meses de gastos”, dijo la mujer, de 45 años y exempleada de una oficina gubernamental.

Después de soportar años de crisis, ya no tiene esperanzas de que las cosas mejoren pronto. “Los venezolanos todavía estamos muy divididos”, expuso. “Necesitamos estar más unidos. ¿Qué siento ahora? Siento una profunda tristeza, un silencio sombrío”.

Mogollón es corresponsal especial. Patrick J. McDonnell, reportero de planta, contribuyó con este artículo.

Para leer esta nota en inglés, haga clic aquí.

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