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Los migrantes planean los pasos siguientes, mientras crece la tensión en Tijuana

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Para miles de centroamericanos concentrados en un complejo deportivo en Tijuana, que rebosa de tiendas de campaña y huele fuertemente a aguas residuales, el viaje solo se ha vuelto más difícil.

Después de un enfrentamiento en la frontera, el 25 de noviembre, las autoridades de Estados Unidos cerraron el Puerto de Entrada de San Ysidro durante más de cuatro horas e informaron que los 69 inmigrantes que habían logrado cruzar podrían enfrentar cargos criminales.

En los últimos días, el Comando del Norte de Estados Unidos trasladó 300 soldados a California para reforzar la seguridad limítrofe. Del lado mexicano, las autoridades arrestaron a 39 migrantes y están deportando a otros 98 vinculados con los disturbios.

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El lunes 26, el presidente Trump pidió a México que envíe a los “migrantes exaltados, muchos de los cuales son fríos criminales, a sus países”. “Háganlo en avión, háganlo por autobús, háganlo de la manera que deseen, pero NO van a ingresar a EE.UU. Si es necesario, cerraremos la frontera de forma permanente. ¡Que el Congreso financie el MURO!”, tuiteó.

Hablando con reporteros en Gulfport, Mississippi, el lunes, Trump afirmó falsamente que tres agentes de la Patrulla Fronteriza fueron “muy gravemente heridos” por rocas y piedras durante la escaramuza del domingo. Advirtió que consideraría cerrar la frontera si hubiera más violencia, y sugirió que algunas de las personas fotografiadas con niños eran “captores”, no sus padres, porque es “más seguro” estar con un menor.

La secretaria de Seguridad Nacional, Kirstjen Nielsen, afirmó que nadie resultó herido en el enfrentamiento del domingo. Añadió que la caravana incluye a más de 600 delincuentes condenados —aunque no está claro cómo los han identificado— y que una “mayoría abrumadora” de los migrantes del grupo no son elegibles para recibir asilo.

Para muchos de los que han realizado el viaje de 2,700 millas a Tijuana, desde América Central, los disturbios en la frontera y la reacción política que le siguió agregaron otra capa de miedo y ansiedad a una situación ya agonizante.

“No estoy tratando de saltar el muro”, expresó Dennis Martínez, un hondureño de 34 años que busca asilo en Estados Unidos. “Muchos de nosotros no queremos eso. ¿Por qué debemos ser castigados por lo que unos pocos han hecho?”

Este lunes, el polvoriento complejo donde se alojan más de 5,700 migrantes estaba lleno de tiendas de campaña y casas improvisadas, hechas con cajas de cartón, toallas y bolsas plásticas para basura. Cientos de personas se alineaban para comer, mientras otras colgaban su ropa mojada en los árboles. Algunos se bañaban en las duchas instaladas al aire libre; policías federales mexicanos armados rodeaban el campamento con camiones blindados.

Un hombre hondureño le preguntó a una pareja dónde podía inscribirse para recibir asilo. La mujer sacudió la cabeza y volvió a tender sus prendas en una cuerda que se extendía de un árbol a otro.

Los niños corrían alrededor de un parque infantil, deslizándose por toboganes de hierro rojo y amarillo. Un pequeño se acercó a un transeúnte y le pidió un peso.

A medida que caía el sol, cientos de inmigrantes se alineaban para recibir la cena distribuida por los infantes de marina de México. Sobre un trozo de hierba, un grupo de hombres jugaba a las cartas. Otros buscaban hacer unos pocos pesos vendiendo cigarrillos, porciones de pizza o fruta recién cortada. Algunos dormitaban. En otras áreas, las familias debatían en silencio los siguientes pasos.

Ninguna de las opciones es fácil: esperar meses y tener la oportunidad de presentar una solicitud de asilo en EE.UU. —los funcionarios en el cruce de San Ysidro generalmente no aceptan más de 100 por día—; quedarse y trabajar en Tijuana, o regresar a casa.

Las autoridades de inmigración mexicanas están presentes en el refugio desde que los inmigrantes comenzaron a llegar, y ofrecen viajes gratis a Centroamérica.

Regresar sería admitir la derrota y volver a las mismas condiciones empobrecidas —por lo general, violentas— que causaron la partida de muchos de ellos en primer lugar.

Pero quedarse en Tijuana quizás no resulte mucho mejor.

Aunque la economía está en auge en esta extensa ciudad fronteriza de 1,8 millones de habitantes —las fábricas bajas cubren las colinas desiertas al este de la ciudad—, Tijuana también enfrenta una crisis de violencia. Más personas fueron asesinadas aquí en 2017 que en cualquier año anterior, y el récord ya fue superado en 2018. La violencia se centra principalmente en los barrios marginales, donde los inmigrantes centroamericanos probablemente terminarían viviendo.

Quedarse también significa esperar en un sitio que se ha vuelto cada vez más hostil a los inmigrantes, a pesar de que la mayoría de sus residentes emigraron desde otras partes de México, y que la ciudad integró con éxito a otras grandes oleadas de migrantes, provenientes de China e Irak y, más recientemente, Haití.

“A los mexicanos de aquí les molesta nuestra presencia”, remarcó Martínez. “Nos miran de arriba abajo. Hubo protestas. Algunos no nos quieren aquí”.

El hombre hondureño inicialmente pensó en quedarse en Tijuana para encontrar empleo, pero ahora se da cuenta de que la metrópoli fronteriza no es segura para extranjeros como él. “Estoy escapando de una situación peligrosa”, expuso. “¿Por qué me pondría en peligro otra vez?”

Henry José Juárez, de 16 años, fue golpeado en la cabeza por un envase de gas lacrimógeno durante el enfrentamiento del domingo, y sufrió varias quemaduras de segundo grado cuando el contenedor explotó. El lunes, cojeaba alrededor del complejo deportivo con una sola muleta y su cabeza estaba vendada, además de su pie izquierdo y su hombro derecho.

Pese a sus heridas, Henry, un migrante de El Salvador que lleva en Tijuana una semana, no tiene planes de regresar. “No hay muchos empleos en mi país, y están muy mal pagados”, dijo. “Vinimos solo a trabajar”.

Otros se sintieron desilusionados por el viaje al norte. Después de casi dos semanas de vivir en la colmada ciudad de carpas, Ulices Díaz hizo algo que nunca imaginó cuando salió de Honduras en octubre, con una mochila pequeña y grandes sueños: firmó una orden de deportación voluntaria para regresar a casa.

Díaz, de 29 años, se perdió su décimo aniversario de boda y extraña a su familia. Se sintió traicionado tanto por los líderes de la caravana, que organizaron a los migrantes para marchar a la frontera el domingo, como por los agentes de Estados Unidos, que los rechazaron con tanta violencia.

“Nos atacaron como si fuéramos terroristas”, expuso. “Soy una persona pacífica. Está claro que no somos queridos aquí”.

Astrid López, de 14 años, narró que sus padres consideran regresar con ella a Honduras. La joven estaba en el puente fronterizo durante los enfrentamientos del domingo, y se ahogó con el gas lacrimógeno. “Están cansados y asustados”, dijo acerca de sus padres.

Sin embargo, Astrid los presiona para que se queden. Solo en Estados Unidos, les dijo, podría cumplir su sueño de estudiar. La adolescente, desgarbada y vestida con ropa donada, amaba ir a la escuela, pero se vio obligada a abandonar sus estudios hace un par de años para trabajar en un restaurante porque sus padres no podían pagar la matrícula.

La vida en la caravana ha sido una aventura; a veces aterradora, a veces divertida. Las noches en Tijuana son muy frías, y ellos no saben que ocurrirá después. Pero indicó que todo eso es mejor que regresar a un destino bien conocido en Honduras. “Sólo quiero estudiar”, aseguró Astrid. “Sólo quiero algo más”.

Linthicum y Carcamo informaron desde Tijuana, Tchekmedyian desde Los Ángeles. Los redactores de planta del Times Molly Hennessy-Fiske y Noah Bierman, así como Sandra Dibble, del San Diego Union-Tribune, contribuyeron con este informe.

Para leer esta nota en inglés, haga clic aquí.

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