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Inmigrante solitario pide reunirse con su familia antes de morir

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Todos los meses en la ciudad de Nicolás Romero, la familia de Eduardo Hernández se reúne en su tumba y, con sus guitarras, le cantan.

El sol se había puesto en un frío día de invierno cuando dos hombres de la agencia de protección civil de México llamaron a la puerta de Cecilia Rebeca Chávez.

Traían noticias sobre su esposo, Eduardo Hernández, de quien no había tenido noticias en 10 años. Estaba en California, y se estaba muriendo. Los hombres dejaron un número de teléfono para que llamara.

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Ella supo entonces que su esposo tenía cáncer de colon; el dolor agonizante había llevado a Hernández, un jornalero de 60 años, al Hospital Huntington en Pasadena. Tenía sólo unos días de vida.

La inesperada visita de los agentes había revelado, al menos, parte de un misterio para Cecilia. Su marido no estaba muerto, como ella había imaginado. No se había vuelto a casar, como habían especulado las personas en ese pueblo de casas de concreto y techos de lámina. Tampoco se había convertido en un narcotraficante.

Ahora, mientras su vida se escapaba, en un país donde no tenía familia, él tenía un último deseo: reunirse con su esposa e hijos. En el otro extremo de la línea telefónica, un amigo suyo le preguntó a Cecilia: ¿Vendrían?

Cecilia, de 54 años, no se detuvo a pensar cómo se sentía con respecto a Eduardo luego de tantos años de silencio, y mucho menos de lo que lo había causado.

Eduardo siempre tuvo un espíritu errante. Dejó su pueblo, en el centro de México, por primera vez a los 13 años para encontrar trabajo y dedicarse a la música, su verdadera pasión. Terminó quedándose con una tía en Nicolás Romero, donde Cecilia escuchó sobre él antes de conocerlo. Era guapo, le dijeron, y montaba una motocicleta.

Se casaron en 1982. A veces él le tocaba una serenata con su guitarra, especialmente el día de su cumpleaños, el 22 de noviembre, el día de la fiesta de la patrona de la música, Santa Cecilia. Una de sus canciones favoritas para cantarle era “Mary es mi Amor”, cuya letra dice: “Si un día me faltas tu, que Dios me ayude a morir”.

En Nicolás Romero, un pueblo al noroeste de la Ciudad de México, construyeron una humilde casa de ladrillo de tres habitaciones con un techo de metal corrugado. Tuvieron tres hijos: una niña llamada Ivonne y dos niños, Hugo y Alfredo.

Eduardo jugaba al fútbol con sus hijos cerca de un pequeño canal. Una vez llegado a su casa, tarde por la noche, sacaba la guitarra y les cantaba a los niños para dormirlos.

Sin embargo, no fue un buen padre. Bebía demasiada cerveza, generalmente Corona, a veces se ponía tan borracho que apenas podía practicar con la banda de música.

Eduardo trataba de ganar un poco de dinero trabajando en un concesionario de automóviles, pero tomaba mucho con el pretexto del poco dinero que tenían, dificultando la compra de comestibles, ropa o útiles escolares. En aquél tiempo, un compañero de trabajo lo emocionó con historias sobre cómo hacerse rico en Estados Unidos.

Por la escasez de dinero, Cecilia comenzó a trabajar limpiando casas.

Entonces, un día en 1989, Cecilia recibió una llamada de su hermana diciendo que Eduardo le había dejado una carta en su casa. Pensando en retrospectiva, la familia cree que él, estaba demasiado asustado para darles la noticia en persona: se había ido a EE.UU.

Todo será diferente, escribió. Prometió enviar dinero para que ella y los niños pudieran construirse una casa más bonita.

Pero Eduardo también dejó por escrito, que su esposa no lo entendía, que peleaban demasiado. Así que aseguró, que haría algo más con su vida.

Cuando se fue, Ivonne tenía 10 años, Hugo tenía 6 y Alfredo 4. Pero a los niños nunca les faltó una figura paterna. Cerca de 100 familiares de su madre viven en una colina a la que, en broma, llaman la Colonia Chávez en las afueras de Nicolás Romero. Su abuelo Braulio les enseñó respeto y disciplina. Su tío favorito, Toño, les mostró generosidad y los colmó de afecto.

Rodeados de familia, Cecilia y los niños vivían felices. Las llamadas de Eduardo fueron poco frecuentes, como lo fueron también los cheques que prometió.

Cuando Ivonne cumplió 15 años, Cecilia le pidió que pagara la quinceañera. Conseguiré el dinero de alguna manera, le dijo, y te lo enviaré más adelante. Nunca lo hizo.

Cuando una tormenta de granizo cayó en su techo e inundó la casa, Eduardo prometió enviar dinero pronto. Cecilia y los niños se quedaron con sus padres durante casi dos meses hasta que pudieron ahorrar lo suficiente para las reparaciones. No tuvieron noticias de él durante un año.

Eduardo regresó a México por unos cuantos meses en 1995 y, por última vez, en 2008. Apareció sin previo aviso y se detuvo en el umbral de la puerta. La primera vez, le preguntó a Cecilia si iba a correrlo. La segunda vez, entró detrás de su hermana como si se escondiera.

Durante estas visitas, los niños trataron de reconstruir la relación con su padre. Tocaban música juntos o veían películas en el cine local. Pero la relación era completamente superficial. Apenas lo conocían.

Durante su última visita, se quedó por ocho meses, antes de decidir de nuevo, que estaba harto de la vida en México. No podía soportar la casa, su falta de privacidad, los inodoros primitivos y la electricidad no confiable. Unos meses después de cruzar la frontera en 2008, dejó de llamar.

Circulaban los rumores: tal vez se había convertido en un narco y terminó en prisión. O tal vez había formado una nueva familia y se había olvidado de ellos.

En realidad, Eduardo trabajó durante años en las fábricas de ropa de Los Ángeles. Cuando esos trabajos se agotaron, encontró trabajo como asistente.

Cuando Eduardo estaba muriendo en Pasadena, ya había pasado una década sin hablar con su familia.

Estaba en Estados Unidos de manera ilegal, y el endurecimiento de la seguridad fronteriza en los últimos años había dificultado que los inmigrantes cruzaran ilegalmente entre los dos países. No hay indicios de que intentara volver con su familia, aunque Eduardo habló vagamente con amigos acerca de buscarlos en Facebook.

Luis Valentan, conoció a Eduardo siendo el director del Centro de Trabajo Comunitario de Pasadena, administrado por la Red Nacional de Jornaleros. Dijo que Eduardo sufría de depresión y que estaba avergonzado de enfrentar a su familia sin un centavo y derrotado.

Los problemas de salud de Eduardo comenzaron con dolor de estómago. Poco antes de Navidad en 2017, se quejó con los amigos de que estaba teniendo problemas para comer. Se había resistido a ir al médico, no sólo porque no tenía seguro médico, sino porque temía que las autoridades de inmigración lo encontraran y lo deportaran.

Cuando Valentan visitó a Eduardo, una semana después, en su apartamento, sus ojos se veían amarillentos y había perdido mucho peso. Eduardo le dijo entonces a Valentan, que no estaba seguro de que viviría para ver el año nuevo.

A tres mil millas de distancia, la hija de Eduardo soñaba constantemente con él. No recuerda exactamente lo que sucedía en estos sueños, pero le dijo a su madre que sentía como una premonición. “El dia que mi papá aparezca es porque ya nos enteramos que ya falleció o va a aparecer enfermo”, dijo Yvonne.

Ese mismo diciembre murió la madre de Eduardo. Durante años, su hermana María había mentido y le había dicho a su madre que Eduardo se había mudado a Chicago y que estaba bien. Pero después de que pasaba el tiempo y seguía sin llamar, la mentira se volvió demasiado difícil de mantener. María finalmente le reveló a su madre enferma que no había tenido noticias de su hermano desde antes de cruzar la frontera hacia Estados Unidos. La anciana murió sin saber lo que le había pasado a su hijo.

A finales de enero de 2018, Eduardo estaba internado en el hospital, sus únicos visitantes eran otros jornaleros. Le tocaban la guitarra y a veces se apretaban en la habitación hasta 15 de ellos. La última canción donde tuvo la fuerza suficiente para cantar un dueto con su enfermera en la voz, fue el famoso bolero, “Bésame mucho”.

Bésame

Bésame mucho

Como si fuera esta noche la última vez.

Cuando los médicos le dijeron a Eduardo que el cáncer era terminal, se había extendido a sus intestinos, pulmones y riñones, le pidió ayuda a Valentan para encontrar a su familia. Pasaron días recorriéndo los miles de Hugo y Alfredo Hernández que hay en Facebook.

A medida que la condición de Eduardo empeoraba, comenzó a perder la vista. Valentan necesitaba entonces, un nuevo plan. Publicó en Facebook un aviso pidiéndole a sus amigos que compartieran la historia de Eduardo con la esperanza de que llegara a sus hijos. Nada pasó.

“Comenzamos a rendirnos”, dijo Valentan.

Luego el primo de Valentan, un oficial de policía en la Ciudad de México, vio la información y le preguntó a Valentan los nombres de la esposa e hijos de Eduardo, sus fechas de nacimiento y su ciudad natal. Encontró su dirección utilizando una base de datos de la policía, pero ningún número de teléfono.

El primo rogó a la agencia de protección civil que diera el mensaje a la familia de Eduardo ese mismo día. Cuatro días después, la esposa de Eduardo y sus dos hijos volaron a Tijuana con boletos que compraron de dinero prestado, con valor de unos $ 2.000.

Los ciudadanos mexicanos en Estados Unidos a menudo piden ayuda al Consulado de México para reunirse con la familia, dijo Felipe Carrera, quien supervisa el departamento de protección del consulado en Los Ángeles.

Para aquellos con enfermedades terminales, como Eduardo, el consulado puede ayudar a los familiares en México a obtener visas de manera rápida para una última reunión.

“Hacemos lo que podemos para encontrar a las personas”, dijo Carrera.

Después de que Eduardo se volvió a contactar por teléfono con Cecilia y sus hijos, la noticia se extendió rápidamente al resto de su familia. En una conversación telefónica, su hermana María, con quien había vivido en Tijuana antes de hacer su último viaje a California, le preguntó por qué nunca los contactó.

“Lo siento perdí mi libreta de direcciones”, le dijo a ella.

Eduardo era el mayor de nueve hijos, y sus hermanos estaban devastados por no haber podido hablar con él antes. Pero un tío, cuyo hermano había ido a Estados Unidos en la década de 1960 y nunca regresó, los consoló diciéndoles. “Por lo menos ustedes saben donde está su hermano. Yo lo busque por muchos años y no, nunca lo pude encontrar”.

Cecilia, Hugo y Alfredo llegaron a la frontera en Mexicali a las 3 p.m. el 10 de febrero con cartas del hospital y del centro de trabajo de Pasadena, así como sus certificados de nacimiento. Ivonne no pudo ausentarse del trabajo y se sintió muy mal por no poder ir. Edgar, de 18 años, hijo menor de Cecilia con otra pareja, pero que consideraba a Eduardo como su padre, tampoco pudo viajar.

Cerca de la 1 de la madrugada del día siguiente, un agente les otorgó un permiso condicional humanitario para ingresar a EE.UU durante una semana.

Mientras tanto, Valentan estaba con Eduardo , que parecía tener más dolor a cada hora que pasaba. Valentan le dijo que su familia venía en camino desde la frontera. Espéralos, le dijo.

Cuando vieron a Eduardo, eran las 5 de la mañana y apenas podía hablar. Su esposa e hijos rodearon su cama del hospital, dándole palmaditas en el brazo y acariciando su mejilla.

Su última palabra fue una petición débil. “Perdónenme”, les rogó. “Perdónenme”.

No habían venido a juzgarlo. Cecilia, a pesar del resentimiento que había albergado contra él por dejarla sola y con los hijos, siempre le había dicho a sus hijos que se centraran en lo bueno.

“Aquí estamos contigo, Pa. Ya llegamos”, dijo su hijo menor, Alfredo, de 33 años.

“Deja que Dios te quite esos dolores, que te quite toda esa angustia que tienes. Ya te vas a poner bien, si? Tranquilo, Eduardo”, dijo Cecilia.

Hernández apenas podía abrir los ojos, pero levantó débilmente los brazos para abrazar a su esposa e hijos.

Hugo, de 35 años, y Alfredo pasaron el día tocando la guitarra y cantando baladas mexicanas a su padre, justo las mismas que les cantaba para dormir cuando eran niños.

Cerca de las 10:30 p.m., llamaron al hermano de Cecilia en México. Eduardo le había enseñado a tocar la guitarra cuando era adolescente, y Álvaro, a su vez, había enseñado a los hijos de Eduardo. Álvaro, empezó a tocar una de las primeras canciones que le enseñó Eduardo.

Eduardo levemente levantó la cabeza y abrió los ojos. Incapaz de hablar, él movía su boca mientras Álvaro cantaba “Tu Inolvidable Sonrisa”.

olvidaré tanto bueno

lo malo lo olvido aprisa

olvidaré tantas cosas

pero jamás tu sonrisa.

Alfredo era el único que estaba despierto, poco después de medianoche, cuando escuchó a su padre jadear. Llamó a una enfermera, luego tocó su pecho, ya había dejado de respirar.

Al día siguiente, la familia visitó el dilapidado apartamento de dos habitaciones que Eduardo había compartido con otros dos hombres. Sus paredes estaban descoloridas y amarillas, con manchas de grasa detrás de una vieja estufa, similares al alquitrán y un techo lleno de agujeros y cables eléctricos expuestos. Dormía en un colchón descolorido en la esquina de una sala abarrotada.

Finalmente entendieron, por qué Eduardo, no había ofrecido más detalles sobre su vida, por qué había hecho tantas promesas que nunca pudo cumplir.

“Mi casa está fea, pero no está así”, dijo Cecilia.

Se enfrentó a la realidad que vivió Eduardo todos esos años en EE.UU, era sólo un hombre que no tenía mucho que mostrar.

Alfredo sonrió ante las botas de cuero marrón pintadas de su padre. Hugo se rio al leer el título de un libro, “Inglés en 20 lecciones”.

Repasaron lo que mantendrían y lo que tirarían. Una caja casi llena de tarjetas de visita de Amway. Un plan de desintoxicación y vida saludable. Una copia de bolsillo del Nuevo Testamento. Un carro de juguete, “Para tu hijo”, le dijo Cecilia a Alfredo. Un dije con una imagen de la Virgen de Guadalupe.

Cecilia tomó una bolsa de plástico de medicamentos cerca de su cama: Pepto-Bismol, suplementos dietéticos, enzimas digestivas, alivio de la acidez estomacal.

“Se estaba automedicando”, dijo Valentan.

De un pequeño perchero con ruedas, Hugo escogió una camisa de botones azul claro, una chaqueta negra a rayas y pantalones negros. Después de tantos años, su lugar de descanso final estaría de vuelta en México, por fin con su familia.

Después de la iglesia, en una tarde nublada, un domingo de mayo por la mañana, una docena de miembros de la familia fueron al cementerio de Nicolás Romero. Al detenerse en una tienda de flores al otro lado de la calle, Cecilia compró dos ramos grandes de rosas y lirios por 350 pesos, alrededor de $20.

Pasaron por hileras de tumbas antes de detenerse en una pequeña parcela apretada entre tumbas ornamentadas y un mausoleo. La familia había cavado la tierra que estaba acumulada en un montículo redondeado, lo bordeada una cerca de metal negro.

El letrero de la tumba, escrita con letra blanca en una cruz de metal, decía que Eduardo sería “recordado por su esposa, sus hijos, su familia y sus amigos”.

Formando un semicírculo con tías, tíos y primos, Hugo cantó mientras sus hermanos tocaban las dos guitarras Fender de su padre que habían traído de Pasadena.

En el año que ha transcurrido desde entonces, la familia ha seguido reuniéndose en su tumba cada mes para cantar para él. Un grupo grande se reunió a principios de febrero, en torno al primer aniversario de su muerte. Dieron una serenata al hombre que habían llegado a conocer mejor en la muerte que en la vida, con una balada que podría haber sido escrita para él. Se llama “El Andariego”.

Hay ausencias que triunfan

y la nuestra triunfó

amémonos ahora con la paz

que en otro tiempo nos faltó

y cuando yo me muera ni luz ni llanto

ni luto ni nada más

ahí junto a mi cruz tan sólo quiero paz.

Para leer esta nota en inglés, haga clic aquí

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