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‘Aquí no es así’: Reseña de ‘Olinka’ de Antonio Ortuño

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La arena que cubre la pirámide de Bronce,

es la arena de un desierto que aterra

—y cuando se levanta, pesa como una ola inmensa que aplasta—

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y va subiendo hasta cubrir el bronce de la pirámide

—que no tiene espíritu—

Y su materia va sepultándose sin defensa alguna

bajo la fuerza de la arena de un desierto que aterra.

La arena que cubre la pirámide de bronce, Nahui Olin (Carmen Mondragón)

Para un alma eterna, cada piedra es un altar.

Aquí no es así, Caifanes

‘Olinka’ (Planeta, 2019) la nueva novela de Antonio Ortuño (Guadalajara, 1976) es una radioscopia de un mundo que ya no conocemos, en un presente que nos parece completa y absurdamente ajeno, distante, donde la tecnología y la música se han convertido en los gadgets (dispositivos) indispensables para proyectar la estupidez.

‘Olinka’ o “El Lugar donde es”, representa una estampa social de la época, vista a través de los ojos de un expresidiario, que tras quince años de encierro, se encuentra con una ciudad (Guadalajara) dominada por las grúas y amurallada por el hormigón, regida por innumerables torres de Babel que no terminan nunca de construirse, a falta de un lenguaje coherente.

No existe escritor que haya realizado, a través de la narrativa, una interpretación geológica y topológica tan precisa de una ciudad como lo hace Antonio Ortuño en ‘Olinka’, en donde describe una “Nueva Olimpia” de cabrestantes y elevadores, una “bacteria hambrienta” llamada Guadalajara, ciudad a la que no hay que ir a su encuentro, porque la ciudad siempre te encuentra a ti.

En ‘Olinka’, se narra la creación histórica de un emporio, el inicio de su urbanismo, la instauración y el desarrollo, el incremento y la reconstrucción de una metrópoli sedentaria, la primera aparición del monstruo, la especialización del arte del engaño y el ascenso de poderosas élites políticas: “a los dueños de Guadalajara les urgía, al parecer, reconstruirla, capa por capa, y hacerla de treinta pisos.

Un gigantesco pastel de concreto, vidrio verdoso y lámina brillante, pudriéndose al sol”. Así se nos presentan zonas de la urbe, como lo son Los Colomos y sus atalayas infinitas, la acrisolada Colonia Providencia, el Regency Park, el Country Club y todo el noroeste de Zapopan, donde desfilan “mujeres con tetas de látex y narices recortadas a fuerza de bisturí”.

¿Se recupera lo que no se da por perdido?, se pregunta el protagonista Aurelio Blanco, Yeyo el Odiado, El Perro, el solitario, “un cacto. Un neumático al fondo de una cuneta. Un ladrillo sin construcción alrededor”, insulso gladiador urbano en un sincrónico circo romano.

Combatiente que tras salir de prisión, tratará de enfrentarse con los cerdos. Quince años de reclusión bastan para que el mundo mute y se vuelva irreconocible. ¿Qué nos ofrece el nuevo mundo?, ¿qué cosas del pasado merecen ser recuperadas? Aurelio sabe muy bien que de lo perdido, lo que aparezca, y se lanza al ruedo: un esclavo, un criminal, un condenado, un prisionero que ansía recuperar su vida, su posición legal y social frente a una arena enardecida.

El de ‘Olinka’ es un terreno completamente espinoso, extraño y paradójico, donde Blanco figura como un protozoario perdido en el mar espeso de la información y las relaciones sociales modernas: “era un mensaje de Estrella, tardó un par de minutos en entender donde debía picar la pantalla para encontrarlo.

La abogada le enviaba la sonrisa de un muñequito y una fotografía oscura y barrida de algo que Blanco terminó por identificar, bajo un examen detallado, como sus senos. El ex presidiario se quedó un minuto junto a la puerta del ascensor, admirándolos. El mundo, sin duda, había cambiado”.

Olinka, el lugar generador de movimientos positivos, donde surge la agitación, la agitación turbia del agua, de la flor, la ciudad de los artistas, una ciudad ecuménica, diseñada por la mente del pintor y escritor tapatío Gerardo Murillo (1875-1964) aka ‘Dr. Atl’.

Villa a construirse en Pihuamo, al sureste de Jalisco, un terreno que ya era descrito por los tarascos como “El Lugar de los Señores” o “El Lugar del Trueque”, en esta localidad, Atl había proyectado su Ciudad de la Cultura Universal, donde pretendía que radicaran sabios y artistas de todo el mundo, un complejo de edificios organizados por áreas y oficios: pintores, escritores, arquitectos, músicos, escultores, bailarines, fotógrafos, cineastas… Una comunidad dedicada al mejoramiento del mundo y a la unión de éste a través de las bellas artes, como parte de un socialismo utópico.

Al final, Olinka, el Reino Secreto, El Lugar Donde Es, no fue más que un no lugar, el proyecto no realizado de una ciudad, donde se gestó la violencia y no la exegesis creativa y pacífica, como la vislumbró Murillo.

La ‘Olinka’ de Antonio Ortuño es la de un movimiento de cambio en el ciclo social, el del caos, la quinta era de la humanidad. A ese abismo, al fondo de la barranca más profunda (Huentitán), al infierno de la corrupción, regresa el Perro, Aurelio, el gladiador contemporáneo, para vengarse de todos aquellos que lo confinaron a la oscuridad, buscará las cabezas de todos aquellos que ordenaron su arresto y su posible ejecución.

Pero la corrupción yace en todas partes, y un sólo perro no puede otear toda la basura del mundo.

A diferencia de otros trabajos del autor, ‘Olinka’ es su dispositivo narrativo más silencioso, y manejar el silencio es más difícil que manejar la palabra.

Apenas unos murmullos, unos cuantos rumores lejanos y la música dadaísta en su concepción más peyorativa: “todas las canciones decían más o menos las mismas cosas. Buena, culo, mueve, estás”. Y pequeños guiños a lo que podría ser un hard rock (rock pesado): “su música era puro ruido y la puso tan alta que ella tuvo que taparse los oídos y exigirle a gritos que la quitara”. O una “música de mierda” para acompañar arrancones de camionetas.

El testimonio más exacto a una canción en concreto, refiere a un tema compuesto por Hans Zimmer (“Maximus”) para una película de Ridley Scott: “Estrella puso a sonar una música ambiental, una serie de piezas de guitarra; alguna de ellas le recordó a Blanco el tema de una película que no logró identificar aunque por un segundo creyó haberla recordado y hasta quiso vocalizar su nombre: ¿Gladiador?”.

Prevalece, eso sí, su repudio a esas “fuerzas de seguridad” encargadas de mantener el orden público: “hizo la ruta a la prisión hundido en el asiento trasero de la camioneta. A cada lado le sentaron a un agente ministerial tan enorme como un cerdo al que hubieran elegido para la matanza. Olían a sudor; ambos, y a otra cosa más acre que quizá fuera un tufo a orines ya incorporado a su bouqué de policías”. Fuck the police!

Vivimos en un mundo poblado de estructuras: una mezcla compleja de construcciones geológicas, biológicas, sociales y lingüísticas que no son más que acumulaciones de materiales forjados y templados por la historia, escribió Manuel de Landa en ‘Mil años de historia no lineal’ (1997), en ese cosmos de estructuras del tiempo, habita uno de los héroes modernos más sagaces de la literatura universal: Aurelio, el contador público que se convirtió en esclavo, el esclavo que se convirtió en gladiador, el gladiador que desafió al cacique.

Ésta es una gran historia, la historia de un terreno inestable construido sobre muchos estratos y sacudido por temblores y erupciones violentas. ‘Olinka’ es la historia de una no ciudad, una ciudad que dejó de existir una vez que se le puso nombre, ese nombre es su lápida, y dentro de esa lápida surge el verdadero movimiento, el de los muertos, los puntos focales en los que diversas intenciones, reflexiones y contribuciones individuales convergen y de los cuales, irradian nuevos significados y nuevas ideas.

Sí, es el mismo mundo, pero nada se ve igual, como escupe Tom Waits en “Make it Rain!”.

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