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En Irán como en los Estados Unidos, el fanatismo atacó mi individualidad, mi identidad y autoestima

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He visto el fanatismo en acción en dos oportunidades. Ahora, veo señales de una tercera vez.

Nací en Teherán, en una familia musulmana. Cuando tenía seis años, viajamos a Londres para ver a mi abuela y regresamos a casa como cristianos. Luego, por tres años en Isfahán, asistí a la escuela con una bufanda en la cabeza, que me tapaba el cuello y el pelo, y mi cuerpo estaba cubierto por un manto gris sin forma.

A menudo me jactaba de haber aceptado a Cristo una semana antes que mi madre, que a mi modo de pensar nos había conducido aquí. Me deleitaba ser diferente, una minoría perseguida, unida en espíritu con los primeros cristianos que habían muerto por su fe.

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Mi grupo evangélico en una universidad de la Ivy League atacó mi individualidad, mi identidad y autoestima, tanto como mi escuela estatal en Irán”.

En aquellos días, en nuestra iglesia clandestina, a menudo hablábamos de adoctrinamiento y cultos, porque creíamos que el Islam lo era. “Sus plegarias son frases en árabe, memorizadas”, decíamos. “Todo es un ritual; y ellos confían en lo que dicen los mullahs”.

Nuestros pastores condenaban las tácticas enloquecedoras del estado -la única fuente de noticias sancionadas, la representación de occidente como el gran Satán, la supresión de las artes, la aparentemente aleatoria aplicación de las leyes morales y la deferencia al gran líder carismático Jomeini-.

Nos maravillábamos de cómo el estado islámico usaba el miedo para reprimir y controlar, y cómo nosotros -los disidentes, los perseguidos, los creyentes- éramos los que habíamos escogido libremente. Teníamos los ojos abiertos, los corazones sintonizados con la verdad, la línea directa con Dios.

En mi escuela estatal para niñas, en Isfahán, vi que los líderes de la iglesia tenían razón. A los niños nos obligaban a permanecer en líneas perfectas cada mañana, cantando nuestra lealtad al estado, al ayatolá. Nosotros cantábamos con la fuerza de nuestros pequeños pulmones -“¡Muerte a Israel! ¡Muerte a los EE.UU.!”-, sin saber a quién maldecíamos, o tan siquiera el significado de la muerte.

Cuando intenté no participar en las clases religiosas semanales, dos maestras me retuvieron en el patio escolar durante horas. Ambas eran hermanas Basij, miembros de la milicia voluntaria, y su función central era atrapar a otras mujeres. Me advirtieron de todo lo que podría pasarme -a mí y a mi familia- si insistía en llamarme cristiana. Mi madre sería encarcelada; la golpearían y matarían.

Cuando cumplí ocho años, mi madre, mi hermano y yo escapamos a Irán. Vivimos por dos años como refugiados, luego fuimos enviados a un suburbio en Oklahoma, donde íbamos a la iglesia cada domingo. A los 10 años participé, obediente y decidida, en un círculo de mujeres y niñas, con la cabeza baja, las manos apretadas a los lados, mientras las mujeres le pedían al Señor que concediera a las chicas el regalo de las lenguas. En menos de una hora, las otras dos niñas habían llegado a un extraño éxtasis. A mí me dijeron que, simplemente, no creía lo suficiente. ¿Cómo podría creer más?, me preguntaba.

En mi adolescencia, fui invitada a asistir a un retiro llamado Chrysalis, un evento segregado por género que mis amigos elogiaban como una experiencia espiritual transformadora. Cuando llegamos, nos quitaron nuestros bolsos y relojes, y allí descubrimos que Chrysalis tenía sus propias unidades de tiempo, medidas por el espacio entre dos dedos. Estábamos desorientadas, un efecto amplificado por la eliminación de toda luz natural y por un suministro constante de cafeína y azúcar. Regresamos a nuestras camas y nos encontramos con que habían desempacado nuestros equipajes, habían acomodado nuestros pijamas y nuestros artículos de tocador, en una inquietante muestra de atención. El fin de semana estuvo lleno de confesiones e indicios de afinidad e identidad grupal, diseñados para hacernos llorar. Nadie estaba indignado.

En Princeton, me uní a Campus Crusade for Christ, un grupo que sacaba anuncios de página completa contra el derecho al aborto en el periódico universitario, y luego usaba la retórica de las minorías religiosas perseguidas como defensa. Esta gente pensaba que estaba en alguna iglesia clandestina, tal como yo había estado en Isfahán, y con el tiempo, en lugar de ofenderme ello me hizo sentir en casa. Poco después, el grupo cambió su nombre a Agape Christian Fellowship, porque la palabra “cruzada” implicaba una historia sangrienta.

La preocupación central de Agape, el objeto de la mayoría de sus conferencias y discusiones grupales, era nuestra vida sexual. Una vez, en una discusión sólo para mujeres, una virgen de 30 años habló acerca de los males de la masturbación, y de cómo sucumbir a ella garantizaría que nuestros futuros maridos no pudieran satisfacernos. Además, nos dijo que vestir provocativamente nos haría responsables por los pecados de los hombres y que no deberíamos salir con alguien si no teníamos la intención de casarnos.

Ese semestre, leí “The Handmaid’s Tale”, y no dormí por una semana.

¿No se suponía que nosotros, los cristianos, éramos libres? Me habían dicho que Jesús respetaba a las mujeres y odiaba el tratamiento que el islam les daba. Y, sin embargo, aquí había una mujer en la flor de su vida, de pie frente a un grupo de universitarias estadounidenses, en los albores de un nuevo siglo, hablando de someternos a nuestros esposos y leyendo un libro llamado “Lady in Waiting” (Mujer en espera).

Todo sonaba tan parecido a la vieja retórica del hijabi, aquellas hermanas Basij de hacía años; el brillo en sus ojos, el poder de sus lenguas. Estas mujeres, también, sólo eran maestras, sólo eran voluntarias, y sin embargo las hermanas Basij recorrían las calles de Isfahán y Teherán, deteniendo a otras mujeres, juzgando la modestia de cada prenda, la firmeza de cada hijab y el significado de cada pasatiempo.

Me tomó años comprender los paralelismos. Es tan fácil para nosotros, ciudadanos de países democráticos, creernos inmunes, en control de nuestros propios pensamientos. Unimos términos como “lavado de cerebro” a cultos y sectas radicales. Sin embargo, los cristianos modernos emplean una sorprendente variedad de herramientas para programar a sus hijos. Mi grupo evangélico en una universidad de la Ivy League atacó mi individualidad, mi identidad y autoestima, tanto como mi escuela estatal en Irán.

Reconocer el adoctrinamiento en el trabajo requiere de un ojo ajeno. Por eso es tan fácil verlo en otras comunidades, pero no en la nuestra. Está diseñado para ser invisible a aquellos que se revuelcan en su niebla tóxica. Y, sin embargo, sucede nuevamente. Vivimos en una era de fanatismo y, a pesar de todos los esfuerzos para protegernos de ella, no somos inmunes. Nadie lo es.

Después de una infancia transcurrida bajo el hijab, esto es lo que me mantiene despierta por las noches: no recibo las mismas noticias que mis vecinos conservadores. No leo los mismos artículos o escucho la misma retórica. A través del espectro político nos estamos dividiendo en burbujas y estamos renunciando a nuestro escepticismo, a nuestra curiosidad e independencia intelectual, en favor de la lealtad tribal.

En el Irán posrevolucionario también, nuestras verdades provenían de nuestras tribus -la iglesia clandestina, las maestras Basij, la mezquita local-. La programación social no ocurre en una sola sala o fuente de noticias, a sólo una docena de chicas cada vez. Es una deferencia masiva a una autoridad superior, en una amplia gama de asuntos no relacionados, vinculados con una ideología. Es una disposición a confesar, a cantar, a apagar, a sentir vergüenza por tener conclusiones diferentes. Y no luce siniestro al principio. Parece un rescate, la liberación de las responsabilidades. Es alguien que tiene las respuestas y que las ofrece, sólo si uno está dispuesto a aceptarlas.

Si desea leer la nota en inglés, haga clic aquí.

Traducción: Valeria Agis

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