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Criando una familia con la basura de Pasadena

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Redactora del Times

Aún no han dado las 3 a.m., Juana Rivas echa mano a su carrito de súpermercado y pasa de la acera a la oscuridad.

Se resguarda del frío con una sudadera y una chamarra, así como un sombrero rosado y unos guantes que compró en una tienda de 99 centavos. Sólo los ladridos de un perro interrumpen el silencio.

Rivas llega a la primera casa, levanta la tapa del basurero y alumbra hacia adentro con su linterna. Nada.

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“No hay. No hay,” dice ella.

Mira al interior de otro basurero. Nada. Camina en zigzags hacia delante y hacia atrás por la calle, parando en cada casa en pos de latas de aluminio, botellas de cristal, recipientes plásticos, cualquier cosa que ella pueda cambiar por dinero en el centro de reciclaje local. Mete las manos dentro, sacude el contenido por si oye el sonido clave de una botella de cerveza o el sonido hueco de un cartón de leche. Nada.

Le entra ansiedad. Su esposo y cuatro hijos dependen de ella. Al cheque por $2,300 por el alquiler de su casa en Pasadena le falta una semana. Ya tuvo que pedir una extensión para el pago del gasóleo. El cable y el teléfono ya fueron desconectados.

Ella acelera el paso. Las bolsas plásticas atadas al carrito suenan al pasar unas contra otras. Las ruedas chirrían al pasar sobre los guijarros de la calle.

Unos minutos después, halla una lata vacía de Sierra Mist, unas cuantas botellas plásticas de agua y varias botellas de cerveza Foster. Lo echa todo en su carrito vacío.

“Hay días malos y días buenos,” dice Rivas, de 48 años.

A medida que camina hacia la próxima casa, dice, “Va a ser un día malo.”

Rivas sabe lo que la gente piensa, que ella registra los basureros de sus vecinos en busca de dinero para drogas o alcohol. Ella sabe lo que dicen de ella -- rastrojera, buscona, ladrona.

“Hay gente que me mira con cara de, ‘No vales nada. No eres nadie’ ”, dijo ella.

Durante 13 años, dice ella, ha recolectado latas y botellas “para pagar la renta, mis cuentas. Lo hago por necesidad.”

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Ella ha buscado trabajos más estables, incluso limpiar oficinas de noche. Pero hoy en día, hay más compañías pidiendo papeles de inmigración, papeles que ella no tiene.

Además, recolectar rastros paga bien, dice ella. Cuántas más horas le dedica, más gana. Su prueba está en los recibos del centro de reciclaje: 22 de octubre: $70.12, 12 de diciembre: $143.08, 4 de enero: $134.91. En general, en un año ella puede ganar entre $20,000 y $25,000. Combinado con lo que gana su esposo y lo que contribuyen los hijos, pueden pagar la renta y poner comida en la mesa.

Rivas es parte de la incipiente economía clandestina -- los cientos de miles de inmigrantes del sur de California que limpian casas, podan céspedes y friegan platos, que ganan un dinero marginal y pagan muy poco, o nada, en impuestos. Su historia refleja las contradicciones que hacen de la inmigración ilegal un punto álgido. Ella infringió la ley para llegar aquí y drena recursos municipales al quedarse aquí. Sin embargo, trabaja duro, muy duro, para que sus hijos no tengan que hacer lo mismo.

Todos los días se levanta a las 2:30 a.m., a sabiendas de que tan sólo una hora más de sueño significa menos dinero. Camina millas y millas, incluso cuando llueve, incluso cuando está batallando contra la gripe.

“Si falto un día, no me alcanza,” dice ella.

Su única compañía es el locutor hispanohablante El Piolín, Eddie Sotelo de la KSCA-FM (101.9), que la entretiene mediante un radio portátil que uno de sus hijos le regaló hace dos años.

Los hombros y las piernas le duelen de empujar el carrito cuesta arriba y cuesta abajo. La manos le tiemblan de la artritis. Esta mañana tiene dos dedos vendados con esparadrapo blanco. Hace dos años tuvo que ir a una sala de urgencia para que le suturaran una laceración que le hizo un pico de botella en un antebrazo. Salió con varios puntos y una vacuna antitetánica. El servicio de emergencia Medi-Cal cubrió el tratamiento.

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“Yo no sé cuánto tiempo podré seguir haciendo esto,” dijo ella. No obstante, ella no sabe qué otra cosa haría. Así que continúa.

A menudo, los dueños de casa le gritan: ¡Vete de aquí! ¡No me andes en la basura!

Rivas nunca se enfrenta a ellos. Baja la cabeza y dice en su inglés limitado “I sorry. I sorry,” y sigue de largo. Sabe lo que pasaría si no lo hiciera. Los vecinos llamarían a la policía y ella terminaría multada.

Hará unos tres meses, un agente de la policía la paró cuando iba con su carrito cerca de su casa. Le dijo que las latas pertenecían a la ciudad y que ella estaba infringiendo una ordenanza de la ciudad. Pero en vez de multarla, sólo le aconsejó que se fuera en otra dirección.

La policía de Pasadena y funcionarios de obras públicas dicen que parar a los rastrojeros no es una prioridad, en parte porque los materiales terminan siendo reciclados. Pero Gerald Weber, supervisor de mantenimiento de las calles, dice que la ciudad pierde dinero cada vez que un rastrojero saca una botella del basurero de alguien. Weber calcula que los recolectores sustraen un 5% de la ganancia anual de $400,000 que recibe la ciudad por concepto de reciclaje.

“Técnicamente, están robando,” dijo él. “Una vez que está en la acera, se convierte en propiedad de la ciudad”.

Rivas dice que la policía debe hostigar a los expendedores de drogas y las prostitutas en vez de ella.

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“Estamos trabajando honorablemente,” dijo ella. “No estamos robando. La policía nos debería dejar trabajar.”

Rivas se crió en Durango, México, y cruzó ilegalmente a Estados Unidos en 1982 con sus dos hijos mayores. Conoció a su esposo, Luis Ángel, y tuvieron dos hijos más.

Tras años de limpiar casas, Rivas empezó a recolectar latas en 1995. Estuvo separada temporalmente de su esposo y necesitaba ganar más dinero. Al principio sentía vergüenza al registrar los basureros. Pero ahora, ella dice que prefiere ser su propia jefa.

Muchos de los residentes de su ruta la conocen. La saludan cuando ellos salen a trabajar. Una vez, en Navidades, una mujer le dio $20. A veces, le entregan bolsas con los reciclables.

Cuando ella termina el día, a eso de las 11 a.m., limpia su casa y lava la ropa. Para relajarse mira películas en español en un pequeño televisor que tiene en la cocina. Pero casi nunca duerme por el día, excepto los fines de semana, que es cuando ella se recupera y se prepara para la próxima semana.

Un sábado por la tarde reciente, le cocinó carne con pico de gallo a sus hijos mientras éstos se aprestaban a salir con sus amigos. Del cuarto del más pequeño salía música a todo dar. Pasaba por la calle el camión de un heladero. Sus perros entraban y salían de la casa.

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Mientras cortaba los vegetales, Rivas señalaba cosas que había encontrado en su trabajo y llevado a casa en su carrito de súpermercado -- macetas, candelabros, canastas, una puerta para los perros.

Rivas dice que ella quiere que sus hijos, de 16 a 25 años, tengan carreras. Los hijos dicen que aprecian los sacrificios que su mamá hace por ellos. Los mayores, un jardinero ornamental y un agente de préstamos, contribuyen lo que pueden para pagar la renta de la casa de cuatro cuartos. Y Ángel, que tiene su tarjeta verde, gana unos $300 semanales en un almacén Food 4 Less. Pero la familia no podría sobrevivir sin los ingresos de Rivas.

Vivir en otra parte del condado sería más barato, pero Rivas dice que ella y sus hijos prefieren Pasadena por ser un lugar seguro y tranquilo.

Ángel todavía se preocupa, sin embargo, de que su esposa ande por las calles en horas de la noche.

“Es peligroso,” dijo él. “Yo preferiría que ella tuviera un empleo estable.”

Aura Ángel, de 18 años, también teme por su mamá. Cuando Rivas sale de madrugada, Aura le dice, “Que Dios te bendiga, Mami. Ten cuidado.”

Aura dice que ella a veces tiene que defender a su mamá cuando sus amistades preguntan por qué ella registra los basureros de la gente.

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“Yo les digo que es un trabajo como cualquier otro,” dijo ella.

José Rivas, de 20 años, dijo que él ahora respeta lo que hace su mamá, pero que no siempre se sintió de esa manera. Hace unos cinco años, un amigo lo estaba llevando en su auto a la escuela cuando pasaron a la mamá con su carrito. José bajó la cabeza y se hizo el que no la vio. Todavía se siente mal de acordarse de lo que hizo.

Años después, él trató de hacer el mismo trabajo, pero sólo duró un día.

“Fue verdaderamente duro,” dijo, mientras planchaba una camisa en la mesa de la cocina. “Parecía imposible poder llenar el carrito.”

José Rivas dijo que él quisiera ganar más dinero y ayudar más con la renta para que su mamá no tenga que trabajar tan duro.

“Imagínate que yo pudiera comprarle una casa así a mi mamá,” dijo él. “Ella podría ir de compras, mirar telenovelas. Eso es, pues, uno de mis sueños.”

Cada semana, Rivas sigue sus rutas fijas: las calles en torno al Rose Bowl un día, el norte hacia Altadena el próximo, y así, alrededor de la ciudad. Sin una licencia ni un auto, ella camina a todas partes. No sabe cuántas millas camina, pero hay días en que se pasa hasta siete horas en pie.

Esta mañana, atraviesa las calles cerca de su casa. Como todavía no ha encontrado muchas latas ni botellas, le preocupa que alguien le haya madrugado el vecindario.

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Los otros son sus competidores, pero también sus compañeros. La llaman la “súpermujer.”

“Dicen que camino rápido, que vuelo,” dice ella.

Poco después de dejar ella la casa, la suerte de Rivas empieza a cambiar, encuentra botellas de Bud Lite, latas de Fanta de fresa, botellas de ketchup y de aceite de canola, botes de mantequilla de cacahuate. A veces, ella agarra la linterna con la boca para dejar las manos libres para hurgar. Otras veces se dobla, metiéndose de cabeza dentro de un basurero, casi despegando los pies del piso.

Cuando accidentalmente deja caer al suelo un certificado de “estudiante del mes” o un periódico, los recoge y los vuelve a colocar dentro, poniéndole la tapa encima como es debido.

“Si riegas la basura, o la dejas en el suelo, la gente se enfada,” dice ella.

En una casa, una nota escrita a mano encima de un contenedor azul de reciclaje dice, “Basura.” Ella abre y mira dentro de todas formas.

A eso de las 6:30 a.m., Rivas ha completado su ruta. Su carrito está lleno y por el costado le cuelgan varias bolsas plásticas, pero ella no ha recolectado tanto como esperaba.

Camina de vuelta a casa, ahora un poco más lento, y estaciona su carrito al costado de la casa. El carrito lleno -- un carrito de súpermercado, grande y fuerte que Rivas dice haber hallado en la calle -- huele a cerveza rancia, a leche agria y alimentos podridos. Rivas no lo nota. Entra, se quita la chamarra y la sudadera y bebe una taza de café instántaneo.

Al cruzar de la calle, Ana González dice que ella respeta lo que su vecina hace para ganarse la vida, sobre todo porque los alquileres en el vecindario se han puesto tan altos.

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Algunas mañanas, cuando González no puede conciliar el sueño, mira por la ventana y ve a Rivas salir de la casa a las 3 a.m., con el carrito.

“Yo no sé adonde va,” dijo ella. “Pero hay días en que no regresa hasta el mediodía.”

Un día, se encontraron en el mercado y Rivas venía con bolsas llenas de pan, jugo, leche y frijoles. González dijo que le sorprendió cuánto Rivas había podido comprar con sus ganancias diarias.

Tan sólo unas horas después, Rivas estaba de vuelta en la puerta, esta vez camino del centro de reciclaje. Allí abren a las 10 a.m. y ella no quiere ser la última en la cola.

A su llegada, Rivas saluda a varias personas, entre ellas un hombre que recicla para complementar sus ingresos del Seguro Social y una mujer que comenzó a reciclar cuando le falló la vista y perdió su empleo en una fábrica.

“¿Dónde dejaste el carrito?” le pregunta un hombre en español.

“Allí,” responde Rivas, apuntando tras sí.

“¿Por qué tan poquito?” dice él.

“¡Porque tú no me dejaste nada!” bromea ella.

En el centro hay un letrero con los precios de lo que valen los reciclajes. Las latas de aluminio son lo más valioso ($1.56 por libra), las botellas de cristales valen lo menos (11 centavos por libra). Ella puede calcular cuánto ganará por el número de bolsas y la altura de su montón.

Si hubiera tenido un buen día, iría al otro lado del estacionamiento al comprar pilas para la linterna, guantes nuevos, leche, frijoles o tortillas. En días muy buenos, compra carne o incluso un regalito para uno de sus hijos. Hace poco llevó a casa un balón de fútbol para el más pequeño.

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Hoy, sin embargo, no es uno de esos días. Vierte sus latas y botellas en un contenedor azul de basura de gran tamaño, y poco a poco van cayendo los recipientes de ketchup y soda. Clink. Clink. Clink. Clink.

Cuando llega al frente de la línea, el empleado pesa los recipientes y suma el total. Le entrega un recibo y $50.30.

“Poquito,” dice ella, sacudiendo la cabeza.

A Rivas le consuela saber que hay otro carrito lleno en casa. Salió la noche antes, de 6 a 11 p.m., por un vecindario diferente.

Ella regresará al centro de reciclaje más tarde en el día, con la esperanza de un total mayor.

Por el momento, agarra su dinero, y se lo mete en un bolsillo. Luego toma sus cosas, se despide de los demás y sale empujando su carrito vacío camino de su casa.

anna.gorman@latimes.com

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“La vida en las sombras” es uno de una serie de artículos ocasionales.

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