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Capítulo Cuatro: La Fe Lleva a los Pobres a Correr Para Regalar Comida

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Desde lo alto del vagón de carga en marcha, Enrique ve la figura de Cristo.

En los campos del estado de Veracruz, entre campesinos y burros cargados con caña de azúcar, se alza imponente un cerro. En la cima se yergue una estatua de Jesús. Tiene 60 pies de altura, y está vestido de blanco con una túnica rosa.

La estatua tiene los brazos abiertos, que parecen extenderse hacia Enrique y sus compañeros de viaje en los techos de los vagones cargueros.

Algunos miran la estatua en silencio. Otros susurran una plegaria.

Son los comienzos de abril del 2000 y han recorrido casi un tercio de la longitud de México. Son un puñado de inmigrantes que viajan en estos furgones, pipas y tolvas. Enrique tiene 17 años de edad. Es uno de los aproximadamente 48,000 menores centroamericanos y mexicanos que se calcula que viajan solos cada año a Estados Unidos. Muchos van en busca de sus madres, quienes los dejaron para ir a El Norte a buscar trabajo y nunca regresaron.

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Muchos piensan que han llegado tan lejos gracias a su fe religiosa. Rezan en los techos de los trenes. En las paradas se arrodillan junto a las vías, pidiendo a Dios ayuda y guía. Le piden que los mantenga vivos hasta alcanzar El Norte. Le piden que los proteja de los bandidos, que los asaltan y los apalean; de la policía, que los extorsiona; y de los agentes mexicanos de migración, que los deportan.

Muchos llevan Biblias pequeñas envueltas en bolsas de plástico para que no se mojen. Garabatean los márgenes con nombres y direcciones de las personas que los ayudan. Dicen que con frecuencia la policía las registra en busca de dinero que robarles, pero generalmente les devuelven las Biblias.

Algunas páginas están particularmente gastadas. Por ejemplo la del Salmo 23, que reza en parte: “Aunque pase por el valle de sombra de muerte, no temeré mal alguno, porque tú estás conmigo; tu vara y tu cayado me infunden aliento”. O el Salmo 91: “No te sucederá ningún mal, ni plaga se acercará a tu morada. Pues El dará órdenes a sus ángeles acerca de ti, para que te guarden en todos tus caminos”.

Algunos rezan una plegaria especial, “La oración a las Tres Divinas Personas”. Son sólo siete versos, lo suficientemente corta para recitarla en un momento de peligro. Dios no se va a molestar si le rezan apresurados.

Enrique se trepa al techo de un furgón esa noche. A la luz de las estrellas, ve a un hombre arrodillado, rezando inclinado sobre su Biblia.

Enrique se baja.

No le pide ayuda a Dios. Con todos los pecados que ha cometido, no cree tener derecho de pedirle nada.

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Dadivas

Lo que sí recibe son obsequios.

Enrique espera lo peor. Viajar en los trenes por el estado de Chiapas, al que los inmigrantes llaman “la bestia”, le ha enseñado que cada mano levantada puede arrojar una piedra. Pero aquí, en los estados de Oaxaca y Veracruz, descubre que la gente es amistosa. “Así somos”, señala Jorge Zarif Zetuna Curioca, diputado estatal de Ixtepec.

Quizá no todos son así, pero la generosidad de espíritu abunda. Muchos residentes dicen que esta bondad está arraigada en las culturas zapoteca y mixteca. Además, algunos dicen que los actos de solidaridad son una buena manera de protestar contra la política mexicana respecto de la inmigración ilegal.

Poco después de ver la estatua de Jesús, Enrique está solo sobre una tolva. Ha caído la noche y, al pasar por un pueblito, el tren hace sonar su melancólico silbato. Enrique mira para abajo hacia un lado del tren. Una docena de personas, en su mayoría mujeres y niños, salen corriendo de sus casas cerca de las vías. Llevan unos envoltorios pequeños.

Algunos de los migrantes se asustan. ¿Les arrojarán piedras? Tratan de pasar desapercibidos sobre los techos del tren. Enrique ve a una mujer y a un muchacho que corren junto a su vagón.

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“¡Órale, chavo!”, le gritan.

Le arrojan un paquete de galletas. Es el primer obsequio que Enrique recibe.

Enrique extiende una mano y se aferra a la tolva con la otra. El paquete de galletas vuela a varios pies del muchacho, rebota contra el vagón y cae a tierra.

Ahora, a ambos lados de las vías, mujeres y niños arrojan bultitos a los inmigrantes que están encaramados en los techos de los vagones. Corren rápido y apuntan con cuidado, casi siempre en silencio, tratando de no errar.

“¡Ahí va uno!”

Enrique mira hacia abajo. Son la mujer y el muchacho que había visto antes. Le arrojan una bolsa de plástico azul. Esta vez la bolsa aterriza de lleno en sus brazos.

“¡Gracias! ¡Adiós!” responde en la oscuridad. No sabe si los extraños, que desaparecen en un abrir y cerrar de ojos, lo habrán escuchado.

Abre la bolsa. Adentro hay media docena de panecillos.

La generosidad lo deja atónito. Pareciera que los veracruzanos salen a dar en muchos lugares donde el tren aminora la marcha para tomar una curva o para pasar por una aldea. A veces, 20 ó 30 personas salen de sus casas junto a las vías y corren hacia el tren. Sonríen, luego gritan y arrojan comida.

Los pueblos de Encinar, Fortín de las Flores, Cuichapa y Presidio son particularmente conocidos por su generosidad. Esta no es la clase de lugar donde podría esperarse que la gente alimente a los forasteros. Un estudio del Banco Mundial encontró que el 42.5% de los 100 millones de habitantes de México vive con $2 o menos al día. En las áreas rurales como esta, 30% de los niños de cinco años o menos comen tan poco que atrofia su crecimiento, y las personas que viven en las casas humildes junto a las vías suelen ser los más pobres.

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Las familias arrojan suéteres, tortillas, pan y botellas de plástico que han llenado con limonada. Un panadero con sus manos cubiertas de harina arroja los panes que le sobran. Una costurera arroja bolsas llenas de emparedados. Un adolescente arroja plátanos. El dueño de una tienda arroja galletas, pastelitos del día anterior y botellas de agua de medio litro.

Un joven, Leovardo Santiago Flores, arroja naranjas en noviembre, cuando estas abundan, y sandías y piñas en julio. Una mujer encorvada, María Luisa Mora Martín, de más de 100 años de edad, se vio reducida a comer la corteza de su árbol de plátanos durante la Revolución Mexicana. Ahora, se esfuerza para llenar con sus manos nudosas bolsas con tortillas, frijoles y salsa para que su hija, Soledad Vásquez, de 70 años, pueda correr por la pendiente rocosa y lanzarlas con esfuerzo hacia el tren.

“Si tengo una tortilla, doy la mitad”, señala uno de los que lanzan la comida. “Sé que Dios me dará más”.

Otro indica: “No me gusta pensar que yo he comido y ellos no”.

Y otros afirman: “Ver a esta gente conmueve. Conmueve a uno. ¿Se puede imaginar todo lo que han recorrido?”

“Dios dice: cuando te vi desnudo, te vestí. Cuando tuviste hambre, te di comida. Eso es lo que Dios enseña”.

“Hace bien dar algo que ellos tanto necesitan”.

“Es que cuando me muera, no podré llevarme nada. Así es que ¿por qué no voy a dar?”

“¿Y si algún día nos pasa algo malo a nosotros? Tal vez alguien nos dará una mano”.

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Carga nueva

Enrique tiene hambre pero teme que la media docena de panecillos que le arrojaron sea toda su buena suerte en este viaje y por eso los guarda para después.

Una hora más tarde, el tren se acerca a una ciudad: Córdoba.

Va cambiando el tipo de carga que lleva el tren. Ahora es mercancía de gran valor y que se daña más fácilmente: transportan carros Volkswagen, Ford y Chrysler. Por eso los guardias de seguridad controlan los vagones cargueros y tratan de capturar todos los polizontes para entregarlos a las autoridades. Lo que es más importante, según Cuauhtémoc González Flores, funcionario de Transportación Ferroviaria Mexicana, si se cae o muere un migrante por lo general hay que parar el tren por varias horas hasta que lleguen los inspectores, y detener el tren cuesta $8 por minuto.

Junto a las vías aparece un arroyo de aguas residuales. El tren se está acercando a Córdoba. Los inmigrantes se beben toda el agua que tienen porque no pueden correr rápido cargando las botellas. Se anudan los suéteres o las camisas de repuesto alrededor de la cintura. Enrique agarra su bolsa de panes. A las 10 p.m. le llega la señal: el aroma familiar de la planta tostadora de café que está al lado de la estación de ladrillo rojo. Cuando el tren baja la velocidad, Enrique salta del tren y huye corriendo.

Se sienta sobre una acera, una cuadra al norte de la estación. Dos agentes de policía se le aproximan.

Quedarse quieto es mejor que tratar de escapar. Enrique esconde el pan en una grieta. Se traga el miedo y se hace el indiferente.

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Los agentes, vestidos con uniformes azul marino, se dirigen derecho a él.

Enrique se queda inmóvil, sin pestañear siquiera. Los policías pueden intuir el miedo. Enseguida se dan cuenta si uno es indocumentado. Tienes que mantener la calma, se dice Enrique a sí mismo. No puedes mostrar el miedo ni tratar de esconderte. Tienes que mirarlos fijo a los ojos.

A diferencia de los que arrojan comida, los policías no traen obsequios. Desenfundan sus pistolas.

“Si corres, disparo”, le dice uno de ellos, apuntándole al pecho.

Se llevan a Enrique y a otros dos muchachos más jóvenes que andaban cerca a un almacén de ferrocarril grande y tenebroso, donde otros siete agentes ya tienen a 20 migrantes.

Es una redada de las grandes.

Los ponen en fila contra la pared. “Saquen todo lo que tengan en los bolsillos”.

Enrique sabe que sólo un soborno evitará que lo deporten a América Central. Tiene 30 pesos, unos $3, que ganó moviendo piedras y barriendo cerca de las vías en Tierra Blanca. Ruega que sea suficiente.

Un oficial lo palpa y le dice que se vacíe los bolsillos.

Enrique deja caer su cinturón, una gorra de los Raiders y los 30 pesos. Lanza una mirada a sus compañeros migrantes. Cada uno está parado junto a un montoncito de pertenencias.

“¡Sálganse! ¡Váyanse, ya!”

No lo van a deportar. Pero se detiene. Junta valor y dice. “¿Me pueden devolver mis cosas, mi dinero?”

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“¿Qué dinero?”, responde el agente. “Olvídalo, a menos que quieras que tu viaje termine aquí”.

Enrique se da vuelta y sale del almacén.

Aun en Veracruz, donde los extraños pueden ser tan bondadosos, no se puede confiar en las autoridades. En el pueblo cercano de Fortín de las Flores, el jefe de la policía estatal no quiere hacer comentarios sobre el incidente.

Enrique, ya exhausto, recupera su bolsa de panecillos, se sube a un camión de plataforma y se duerme. Al amanecer oye un tren. Trota junto a un vagón de carga y se trepa sin soltar los panes.

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Las montañas

Las vías, que en este tramo están mejor cuidadas, comienzan a subir una pendiente. El aire se vuelve más fresco. El tren pasa entre cañas de bambú de 60 pies de altura. Atraviesa un humo blanco y hediondo que proviene de una fábrica de la corporación Kimberly-Clark. Esa planta se dedica a convertir bagazo de la caña de azúcar en pañuelitos Kleenex y papel higiénico.

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En Orizaba cambia la tripulación del tren. Enrique le pide a un hombre que está parado cerca de las vías: “¿Podría darme un peso para comprar comida?” El hombre le pregunta sobre las cicatrices que tiene, producto de una golpiza que le dieron a bordo de un tren hace poco más de una semana. Luego le da 15 pesos, aproximadamente $1.50.

Enrique corre a comprar un refresco y queso para comer con sus panecillos. Mira hacia el norte y ve la nieve sobre el Pico de Orizaba, la cumbre más alta de México. A diferencia de las calurosas y húmedas tierras más bajas, aquí va a hacer mucho frío, especialmente de noche. Enrique se pone a mendigar y consigue dos suéteres. Antes de que el tren salga, corre de vagón en vagón buscando en los huecos de los extremos de las tolvas, donde los viajeros a veces tiran ropa. En uno encuentra una manta.

Cuando el tren comienza a moverse, Enrique comparte el queso, el refresco y los panecillos con otros dos muchachos que también se dirigen a Estados Unidos. Uno tiene 13 años y el otro tiene 17. En silencio, Enrique vuelve a agradecer los panecillos a los que le arrojaron comida.

Disfruta con la camaradería: la forma en que los viajeros se cuidan unos a otros, cómo trasmiten lo que saben, cómo comparten lo que tienen. Esta camaradería a menudo es la diferencia entre la vida y la muerte. “Si fuera solo, podría ir más rápido al norte”, piensa Enrique, “pero quizá no llegaría”.

Las montañas se vislumbran cada vez más cercanas. Enrique invita a los dos muchachos a compartir su manta. Juntos mantendrán mejor el calor. Los tres se apretujan sobre el techo de una tolva, entre una rejilla y una abertura. Enrique se hace una almohada con harapos. El vagón se mece y se duermen con el ritmo suave de las ruedas.

El tren entra en un túnel, el primero de 32 en las Cumbres de Acultzingo. Afuera brilla el sol y adentro es tan oscuro que los viajeros no pueden verse las manos. Gritan: “¡Ay! ¡Ay! ¡Ay! ¡Ay!” Y esperan el eco. Enrique y sus amigos siguen durmiendo. De vuelta a la luz de día, el tren avanza pegado a una ladera. Abajo hay un valle repleto de campos de maíz, rábanos y lechuga, cada uno de un tono distinto de verde.

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El Mexicano es el túnel más largo. El tren pasa ocho minutos sumergido en la oscuridad del túnel. Un humo negro envuelve los techos de los vagones. El humo quema los pulmones y hace arder los ojos. Enrique cierra los ojos, pero la cara y los brazos se le tiñen de gris. Sale de su nariz un tizne negruzco. Los maquinistas temen al Mexicano. Si la locomotora se recalienta, tienen que parar el tren. Los polizontes se abalanzan hacia los arcos de salida para respirar el aire limpio.

Cuando el tren sale del túnel, se empieza a escarchar el exterior de los vagones. Los viajeros se sienten adoloridos y tiritan. Se les parten los labios y sus ojos pierden brillo. Se abrazan. Se estiran las camisas sobre la boca para calentarse con su propio aliento. Cuando el tren baja la velocidad, corren a su lado para entrar en calor. Al caer la noche, algunos de los migrantes mayores toman whisky. Si se pasan con la bebida, pueden caerse del tren. Otros arman fogatas con ropa vieja y basura en las angostas salientes sobre las ruedas de las tolvas, o se paran en las columnas de humo Diesel caliente que despide el tren.

Al amanecer el tren comienza andar por terreno llano. A milla y media sobre el nivel del mar, el tren acelera a 35 millas por hora. Enrique despierta. Ve cactos cultivados a ambos lados. En frente se alzan dos enormes pirámides, es la metrópolis azteca de Teotihuacan.

Luego empieza a ver interruptores y semáforos. Urbanizaciones. Un cartel anuncia el balneario de aguas termales Paraíso. Una cuneta de aguas residuales. Taxis.

El tren reduce la velocidad para entrar a la estación de Lechería. Enrique se prepara para correr.

Ha llegado a la Ciudad de México.

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La desconfianza

La hospitalidad de Veracruz ha desaparecido.

Un ama de casa frunce la nariz al hablar de los inmigrantes. Lo piensa dos veces antes de destrabar la puerta de metal del alto cerco de estuco. “Les tengo miedo. Hablan raro. Son sucios”.

Enrique empieza a tocar en las puertas pidiendo comida. En la Ciudad de México, donde el crimen es un problema endémico, la gente es a menudo hostil. “No tenemos nada”, le dicen, casi siempre sin siquiera abrirle la puerta, en una casa tras otra.

Finalmente, en una casa, Enrique recibe otro obsequio: Una mujer le ofrece tortillas, frijoles y limonada.

Ahora debe esconderse de la policía estatal que vigila la estación de Lechería, un barrio industrial al noroeste de la Ciudad de México. Se agacha para entrar en un caño de concreto de tres pies de diámetro.

A las 10:30 p.m. llega un tren que va hacia El Norte. De la Ciudad de México en adelante, el sistema ferroviario es más moderno y los trenes andan tan rápido que pocos migrantes viajan en los techos. Enrique y sus dos amigos eligen un furgón abierto. Si los encuentran adentro, será difícil escapar, pero cuentan con que hay pocos retenes de la migra en el norte de México. Los muchachos cargan cartones para usar de lecho y mantenerse limpios.

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Enrique ve una manta sobre una tolva cercana. Sube una escalerilla para agarrarla y escucha un zumbido por encima de su cabeza. Los cables aéreos tendidos arriba del tren tienen carga eléctrica por un tramo de 143 millas rumbo al norte. Antes se usaban para locomotoras que ya no funcionan, pero los cables todavía conducen 25,000 voltios para evitar el vandalismo. Hay carteles que advierten: “Peligro: Alto Voltaje”. Pero muchos de los migrantes no saben leer.

Ni siquiera hace falta tocar los cables para morir electrocutado. Desde los cables puede extenderse un arco de electricidad de hasta 20 pulgadas. Sólo hay 36 pulgadas de distancia entre los cables y los vagones cargueros más altos, que son los que transportan automóviles. En las oficinas ferroviarias de la Ciudad de México, las computadoras trazan las rutas de los trenes con líneas azules y verdes. Por lo menos una vez cada seis meses las pantallas titilan y se apagan. Es un migrante que se ha electrocutado al subir al techo de un vagón, causando un cortocircuito. Cuando las computadoras vuelven a activarse, las pantallas muestran con rojo el lugar del cortocircuito.

Enrique sube al vagón tolva. Agarra con cuidado una punta de la manta y jala hacia abajo. Luego se arrastra hasta su furgón y se acomoda en una cama que él y sus amigos han construido con paja que encontraron dentro del vagón.

Los muchachos comparten una botella de agua y otra de jugo. El tren se abre camino por una niebla densa y Enrique cae en un sueño profundo, demasiado profundo.

No oye que la policía detiene el tren en medio del desierto central de México. Los agentes vestidos de negro encuentran a los muchachos en la paja, acurrucados bajo la manta. Los llevan a su jefe, quien prepara guiso sobre un fogón. El jefe los palpa para ver si tienen drogas. Entonces, en vez de arrestarlos, les da tortillas, agua y pasta de dientes para que se aseen.

Enrique está asombradísimo. El jefe les permite volver a subir al furgón y les dice que se bajen del tren antes de San Luis Potosí, donde 64 agentes de seguridad ferroviaria vigilan la estación.

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A media mañana, Enrique ve dos antenas con luces rojas que titilan. Los muchachos saltan del tren media milla al sur del pueblo.

Enrique había elegido hasta ahora seguir siempre su rumbo. Pero aquí el paisaje es demasiado desolado para vivir de la tierra, y mendigar es muy arriesgado. Le hace falta trabajar para sobrevivir. Además, no quiere llegar a la frontera sin un centavo. Ha escuchado que los rancheros estadounidenses balean a los mendigos.

Sube trabajosamente una colina hasta la casita de un fabricante de ladrillos. Con buenos modales, Enrique pide comida. El fabricante de ladrillos le brinda todavía más: si Enrique trabaja, le dará comida y un lugar donde dormir.

Enrique acepta muy contento.

Algunos inmigrantes dicen que los mexicanos explotan a los indocumentados y les pagan una fracción del salario acostumbrado de 50 pesos, unos $5 por día. Pero el fabricante de ladrillos le ofrece más que eso: 80 pesos al día, y le da ropa y zapatos.

Enrique trabaja durante día y medio en la fábrica de ladrillos, una de 300 que bordean las vías en el extremo norte de San Luis Potosí. Los obreros vierten arcilla, agua y estiércol seco en grandes pozos. Se arremangan los pantalones y apisonan la mezcla lodosa como si pisaran uvas para hacer vino. Una vez que el lodo se convierte en una pasta marrón firme, la vuelcan en moldes de madera. Luego vacían los moldes sobre el suelo plano y dejan que los ladrillos se sequen al sol.

Dentro de hornos grandes como habitaciones, se apilan los ladrillos formando pirámides. Debajo de los hornos arde el fuego alimentado con aserrín. Cada lote de ladrillos se cocina durante 15 horas y al hacerlo despide nubes de humo negro hacia el cielo.

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El trabajo de Enrique es palear arcilla. Enrique pasa la noche con uno de sus amigos del tren sobre el suelo de tierra de un cobertizo.

“Tengo que llegar a la frontera”, le dice Enrique.

¿Debería tomar otro tren? Ha recorrido 990 millas en trenes de carga, desde Tapachula, cerca de Guatemala. ¿Se le acabará la suerte?

Su patrón le dice que le conviene tomar una “combi”, un minibús Volkswagen, hasta pasar un puesto de control que se encuentra 40 minutos al norte del pueblo. Las autoridades no revisan las combis, le explica el fabricante de ladrillos. Luego debe tomar un autobús a Matehuala, y allí quizá pueda conseguir que alguno de los camioneros lo lleve hasta Nuevo Laredo, junto al Río Grande.

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El camionero

Enrique recibe su paga de 120 pesos. Gasta unos pocos pesos en un cepillo de dientes.

Toma una combi, la cual pasa sin problemas por el puesto de control. Enrique paga 83 pesos para tomar un autobús a Matehuala. Afuera de la estación de autobuses, ve a un hombre de aspecto bondadoso.

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“¿Me puede ayudar?” pregunta Enrique.

El hombre le da un lugar para dormir. Enrique camina a la mañana siguiente hasta una parada de camiones de carga. “No tengo dinero”, le dice a cada chofer que ve. “¿Me puede llevar lo más al norte que vaya?”

Uno tras otro le reponden que no. Si aceptaran, la policía podría acusarlos de contrabandear. Los conductores dicen que ya tienen bastantes preocupaciones con los agentes que colocan drogas en sus camiones y luego exigen sobornos. Lo que es más, algunos de los camioneros temen que los migrantes los asalten.

Finalmente, a las 10 a.m., da con un chofer de camión que está dispuesto.

Enrique sube a la cabina de un vehículo de cinco ejes que transporta cerveza.

“¿De dónde eres?” pregunta el chofer.

De Honduras.

“¿A dónde vas?” El conductor ya ha visto a otros muchachos como Enrique. “¿Está tu mamá o tu papá en Estados Unidos?”

Enrique le cuenta de su madre.

“Puesto de Control a 100 Metros”, reza un cartel en Los Pocitos. El camión espera en fila. Luego avanza muy lentamente. Los agentes de la policía judicial le preguntan al conductor qué lleva. Le piden documentos. Miran a Enrique con curiosidad.

El conductor tiene una respuesta lista: es su asistente.

Pero los agentes no le preguntan.

Un poco más adelante, los soldados revisan cada vehículo en busca de drogas y armas. Dos reclutas sin experiencia les indican que sigan. Ajeno al parloteo de la radio del camión, Enrique se queda dormido. El chofer pasa otros dos puestos de control. Ya cerca del Río Grande, se detiene a comer. Le compra a Enrique un plato de huevos, frijoles refritos y un refresco--otro obsequio.

Para Enrique, viajar en camión es como un sueño.

Al acercarse 16 millas antes de la frontera, ve un letrero: “Reduzca la Velocidad. Aduana de Nuevo Laredo”.

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No te preocupes, le asegura el camionero, la migra sólo registra los autobuses.

Otro letrero anuncia: “Bienvenidos a Nuevo Laredo”.

Enrique se baja del camión. Con los 30 pesos que le quedan, toma un autobús que recorre el sinuoso camino hasta la ciudad.

Otra vez lo acompaña la fortuna. En la Plaza Hidalgo, en el corazón de Nuevo Laredo, Enrique ve a un hondureño que había conocido en un tren. El hombre lo lleva a un campamento a orillas del Río Grande. A Enrique le gusta el campamento. Decide quedarse hasta que pueda cruzar.

Al atardecer de ese día, Enrique fija la mirada más allá del Río Grande y contempla Estados Unidos. El territorio al otro lado del río se cierne como un misterio.

Su madre vive allá, en alguna parte. Ella también se ha convertido en un misterio. Era tan pequeño cuando ella se fue que casi no recuerda su rostro: cabello rizado, ojos color chocolate. Su voz es un sonido lejano en el teléfono.

Enrique ha pasado 47 días empeñado sólo en sobrevivir. Ahora, al pensar en ella, le sobrecoge la emoción.

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Proximo: Capítulo Cinco

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