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COLUMNA UNO ‘Somos mexicanos y queremos regresar a donde nacimos’

(Michael Robinson Chavez / Los Angeles Times)
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Redactora del Times

Alberta Trujillo sintió que estaba por dar a luz. Despertó a su novio, Margarito García, y le dijo que tenían que ir al hospital.

Ninguno de los dos tenía auto ni licencia. Así que se abrigaron y empezaron a caminar hacia un hospital en el Este de Los Ángeles, a una cuadra de distancia. Trujillo tuvo que parar al cruzar la calle mientras García corría a la sala de emergencias a buscar ayuda.

Margarito regresó con una silla de ruedas y un asistente, y la pareja se encaminó hacia dentro del hospital. Sabían que iban a tener una niña y ya le habían puesto nombre: Nicole.

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Pero ahora los latidos del corazón de la criatura se hacían más tenues. Tan pronto llegó el médico, Trujillo empezó a pujar.

“Yo estaba preocupado”, dijo García. “No sabía qué iba a suceder”.

Nicole nació a las 4:22 de la mañana del 25 de enero. Pero no respiraba y el corazón se le había parado. Los médicos no pudieron salvarla. Minutos después, García sostenía una mano de Trujillo en la suya, tratando de reconfortarla, y entonces ella empezó a vomitar sangre.

“No dejen que lo que le pasó a la niña me pase a mí”, imploraba Trujillo, llorando.

El médico llevó a Trujillo al quirófano para tratar de contener el sangrado. Pero a la 1:00 de la tarde, ya estaba muerta.

“Yo quería morirme también”, dijo García.

Pero sus problemas no habían terminado. Mientras sufría la muerte de su novia y de su hija, García pronto descubriría que su decisión de cruzar la frontera hace cuatro años estaba a punto de traerle consecuencias.

En un momento en que la mayoría de las familias se unen en momentos como estos, hay otras, como la de Trujillo, que están separadas - debido a su decisión inicial de cruzar la frontera ilegalmente, por sus deseos de enterrar a los suyos en su tierra natal, y por el temor de nunca más poder volver si viajaban a México.

El Consulado Mexicano en Los Ángeles les paga el último viaje de regreso a los inmigrantes, si la familia no puede hacerlo. En los últimos cuatro años, el consulado ha enviado más de 1,000 cuerpos a México para ser enterrados allá. El cónsul general, Juan Marcos Gutiérrez-González, dijo que la situación de los familiares indocumentados que no pueden acompañar a los cuerpos “es la peor de la peor”.

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“Es la experiencia más directa del sufrimiento humano”, señaló.

García quería sepultar a Trujillo y a la niña de ambos en Los Ángeles. Pero el resto de la familia de ella - tanto en Estados Unidos como en México - quería enterrarla en el pueblo donde nació y donde todavía viven sus padres. Tres de sus hijos de un matrimonio anterior también viven en México.

“Mi hermana siempre luchó por tener una vida mejor aquí”, dijo Elizabeth Trujillo, que vive en Los Ángeles. “Pero somos mexicanos y queremos regresar a donde nacimos”.

Su vida en México

Alberta Trujillo dejó su pueblo de Pericotepec cuando tenía 11 años y abandonó la escuela para irse con su hermana mayor a la Ciudad de México. Se casó siendo adolescente y tuvo cuatro hijos. Su matrimonio se haría difícil durante muchos años y terminó mal, dijo su familia.

En 1999, Trujillo decidió irse al ‘Norte’, dejando a sus hijos y cruzó la frontera de forma indocumentada. Vivió en el Este de Los Ángeles, manteniéndose económicamente como cocinera de una ‘lonchera’ y vendiendo productos de belleza y Tupperware. Le envió dinero a su familia para comprar un terreno y construir una casa en las afueras de la Ciudad de México.

Trujillo regresó a México en el 2001 para ver a sus hijos, ver su casa y finiquitar el divorcio. Su hijo mayor, Miguel Ramos, vino a vivir con ella. Hablaba de construirle un segundo piso a la casa y poner una tienda pequeña cerca de allí.

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Pero al cabo de cuatro años, Trujillo decidió volver a Estados Unidos para ganar más dinero. Quería traer a sus hijos, pero sólo sus dos hijas hicieron el viaje con ella. Una de ellas regresaría a México poco después.

En la Nochebuena del 2006 en Los Ángeles, Trujillo conoció a García, quien trabajaba en la construcción y vivía con unos amigos. Ella tenía 37 años y él 26, pero empezaron a verse a pesar de la diferencia de edades. El Día de San Valentín, él le dijo que estaba enamorado de ella. No tenía mucho que ofrecerle pero le prometió cuidarla.

“Yo quería darle una vida digna de reyes y reinas”, dijo García.

Se mudaron juntos, y en la primavera Trujillo descubrió que estaba embarazada.

“Estábamos esperando a esta niña con tanta ilusión”, añadió García.

Dura decisión

El médico forense determinó que Trujillo murió a causa del fluido amniótico que le entró a la sangre, algo poco usual durante los partos. La niña murió al presentarse una placenta previa que le bloqueó la circulación de oxígeno en la sangre.

Cada noche, familiares y amigos se reunieron para rezar un rosario bajo una carpa blanca a la entrada de la casa del Este de Los Ángeles donde habían vivido García y Trujillo. Se colocaron velas y ramos de flores en torno a una foto enmarcada de Trujillo y una copia de la imagen de ultrasonido de la niña. En una de las cintas de las coronas de flores, se leía: “Descanse en paz”.

García y cuatro de los hermanos de Trujillo están en Estados Unidos como indocumentados. Regresar a México con el cuerpo hubiera sido un viaje costoso y peligroso al otro lado de la frontera, lejos de sus empleos y con hijos nacidos en el país. Decidieron enviar a la madre y a la niña a México, mientras que ellos, aunque de mala gana, se quedarían de este lado.

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García pidió ayuda al consulado mexicano, que aceptó pagar los gastos y lo remitió a una funeraria local, la Funeraria Latino Americana. El velorio y la misa se efectuaron un jueves por la noche. Al frente de la capilla, Nicole fue colocada en brazos de su madre, en un féretro negro y liso.

De pie, ante un mural de Jesucristo sobre las nubes, un sacerdote roció agua bendita sobre la cabeza de Nicole para bautizarla en la fe católica. Luego le dijo a García que se acercara al ataúd. En ese momento vio por vez primera desde su muerte a su amada y a su hija. García se persignó y volvió a sentarse, tratando de contener las lágrimas. La mañana siguiente, en la funeraria, García cargó a la niña en sus brazos y le miró su carita pálida.

“Yo no quería que te pasara esto, preciosa”, susurró al besarle la frente. “Duerme mi niña. Yo te quiero mucho, mi amor”. Seguidamente caminó hacia el ataúd. Tocó suavemente la mejilla de Trujillo y le acomodó el collar. “Algún día estaremos juntos”, dijo con la voz temblorosa. “Ahora estoy casado contigo. Eres el amor de mi vida”.

El último adiós

En Cholula, México, la hermana de Trujillo, Felicitas, y su hermano Artemio fueron a una funeraria a retirar el féretro. La familia estaba recaudando donativos para comprar uno nuevo y reemplazar el de madera que fue donado por el consulado Mexicano.

Los cuerpos viajaron en un vuelo de carga desde Los Ángeles a la Ciudad de México. Empleados de la funeraria de Cholula retiraron el féretro, lo llevaron de vuelta a la funeraria y lo bajaron del coche fúnebre.

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Mientras trasladaban el cuerpo al nuevo féretro de madera, le entregaron el cadáver de la niña a la tía. Felicitas Trujillo sostuvo a la pequeña brevemente y sólo le dijo: “Chiquita”. Entonces, tomó levemente la mano de su hermana antes de marcharse.

Felicitas dijo que ella sabía que García quería enterrarla en Estados Unidos, pero que ésta era la tierra de ella. “Yo le agradezco toda la felicidad que le dio a mi hermana”, dijo ella. “Pero toda la familia está aquí”.

En Pericotepec, un pueblo de 700 habitantes, los padres de Trujillo llevaban más de dos semanas aguardando el regreso de su hija. Cuando el coche fúnebre de Cholula llegó, justo antes de las 6:00 de la tarde, ellos estaban de pie con dos filas de parientes, con velas y flores.

“¡Aplausos!”, gritó una mujer, dando así la señal para que los otros aplaudieran y gritasen: “¡Alberta!”. En un letrero, debajo de los globos y cintas blancas y negras, se leía: “Bienvenida la difunta Alberta Trujillo Hernández”.

El triste recibimiento subrayaba la diferencia entre la forma en que son vistos los inmigrantes indocumentados en México y en Estados Unidos. En México, se les ve como héroes que trabajan duro y hacen tremendos sacrificios para mantener a los suyos.

Los tres hijos mayores de Trujillo ayudaron a llevar el féretro hasta una mesa. Anabel Ramos, de 21 años, colocó flores en torno a la mesa. Josué, de 17, bajó la cabeza hasta tocar el féretro con ella. Miguel Ramos, de 22, bajó la vista hasta el rostro de la madre y respiró profundo.

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Los padres de Trujillo dijeron que no entendían por qué ella se fue al ‘Norte’. ¿Qué puede ser más importante que estar cerca de la familia? Incluso después de conocer a García, ella pudo venir a casa con él, dijeron.

“Hubiera sido muy pobre, pero hubiera estado cerca de nosotros”, dijo su mamá, Delfina Hernández, de 66 años. “Y yo, una vez más la hubiera visto viva”.

anna.gorman@latimes.com

“La Vida en las Sombras” es una de las series de artículos ocasionales (del Times)

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