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Después de 30 años, El Gran Burrito se prepara para su despedida

El Gran Burrito in East Hollywood
Después de 30 años en una concurrida intersección, el dueño de El Gran Burrito, Pedro Dávila, se prepara para despedirse de su restaurante en East Hollywood.
(Mariah Tauger / Los Angeles Times)

Después de 30 años en una concurrida intersección en East Hollywood, un querido antro abierto las 24 horas, El Gran Burrito, se prepara para cerrar sus puertas. Los dueños tienen un contrato de arrendamiento de mes a mes y el sitio pronto será el hogar de un complejo de viviendas asequibles.

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“WE SERVE TORTAS BREAKFAST BURRITOS ANYTIME”, grita un letrero en mayúsculas, y durante mucho tiempo esa proclama pintada en rojo en el costado de El Gran Burrito fue cierta.

“¡Treinta años!” dice el dueño del restaurante, Pedro Dávila, con los ojos brillantes. “Tuvimos el orgullo de decir: ‘30 años y nunca cerramos’”.

Luego vino la pandemia.

Hasta marzo, su local en East Hollywood servía especialidades de la casa, incluyendo su fuerte, tacos de carne asada, las 24 horas del día desde el extenso edificio amarillo cerca de la intersección de Santa Mónica Boulevard y Vermont Avenue.

Por la noche, el olor a pollo carbonizado chisporroteando en un asador exterior a menudo se esparcía por el vecindario, magnetizando a los pasajeros del metro cuando salían de las escaleras eléctricas subterráneas. Pero entonces la gente comenzó a quedarse en casa, las ventas se redujeron y, para minimizar las pérdidas, el lugar de solo efectivo comenzó a cerrar entre las 10 p.m. y las 6 a.m.

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“Me dio una profunda tristeza”, dijo Dávila, suspirando. “Pero seguimos aquí”.

El Gran Burrito owner Pedro Davila
El propietario de El Gran Burrito, Pedro Dávila, y su esposa, Guadalupe, la chef del restaurante desde hace mucho tiempo, no pudieron anticipar la pandemia, pero se han estado preparando para grandes cambios. El edificio que alquilan será demolido para dar paso a un proyecto de viviendas asequibles.
(Mariah Tauger / Los Angeles Times)

Aunque Dávila y su esposa, Guadalupe, la chef del restaurante desde hace mucho tiempo, no pudieron anticipar la pandemia, han tenido un par de años para prepararse para la realidad de que un gran cambio se avecinaba para su amado restaurante. Si los planes se mantienen según lo programado, el edificio que los Dávila han alquilado desde 1990 será demolido en algún momento antes de finales de 2021, cuando está previsto que comience la construcción de un proyecto de viviendas asequibles.

El complejo de 187 apartamentos, unidades alquilables reservadas exclusivamente para hogares de bajos ingresos, así como algunos espacios comerciales en la planta baja, es una asociación entre el desarrollador sin fines de lucro Little Tokyo Service Center y Metro, que ha dicho que el proyecto proporcionará nuevas opciones de sombra y asientos en su concurrida estación de Vermont/Santa Mónica.

La necesidad inmediata de opciones de vivienda más asequibles cerca de la intersección es innegable: las familias viven en sus camionetas estacionadas en las calles laterales, la gente arrastra colchones abandonados a los lugares con sombra para tomar siestas por la tarde y un recuento reciente encontró que cerca de 4.000 personas en el distrito del consejo están experimentando falta de vivienda.

Dávila, que vive a unas pocas cuadras al oeste del restaurante, dijo que notó que el número de personas que duermen en las aceras del vecindario aumentó drásticamente hace cuatro años. Tanto sufrimiento, comentó, incluso antes de la pandemia.

“Para muchas personas, no hay luz al final del túnel”.

Sobre todo, el empresario de 70 años, que creció en un rancho en el estado mexicano de Puebla, dice que está agradecido por las largas vidas y carreras que él y Guadalupe, de 61 años, han construido juntos a lo largo de los años, primero con una serie de camiones de tacos que atravesaron las tierras del sur y finalmente dentro de estas paredes amarillas.

“Estamos a gusto”.

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Desde su restaurante en la esquina, Dávila ha observado cómo el vecindario ha evolucionado.

Recuerda a las familias armenias que vivían al final de la calle en la década de 1990 y a los innumerables clientes que ha atendido: estudiantes de Los Angeles City College, enfermeras del Hollywood Presbyterian, inmigrantes centroamericanos que lo entrenaron con cariño para que pusiera la salsa picante a un lado.

Fácilmente puede marcar una lista de negocios cercanos que han cerrado desde entonces, incluyendo una oficina de dentista, una tienda de panqueques y un lugar que vendía parabrisas. Cuando se inauguró la parada del metro en 1999, se dio cuenta rápidamente de que la mayoría de la gente no se detenía para comer, sino que corría a la parada de autobús al otro lado de la calle. Aprendió que los seres humanos siempre están en movimiento.

“Los pobres corren para tratar de salir adelante, y los ricos siguen corriendo porque no quieren que los pasen”.

Dávila, que es católico, dijo que él y su esposa a menudo pedían a Dios que pusiera en su camino a personas a las que debían servir. Al principio de la pandemia, colocó un cartel ofreciendo un plato de comida gratis a cualquiera que lo necesitara, pero finalmente lo retiró, notando que algunos parecían estar abusando de la oferta.

Hace doce años, Oswar Pérez, que entonces tenía 18 años, le pidió trabajo a Dávila, pero le explicó que no sabía cocinar ni tampoco barrer el piso. Su ahora jefe vio potencial en él, dijo Pérez, y desde entonces le ha enseñado cosas sabias, incluyendo uno de sus proverbios favorito, “Cosechas lo que siembras”.

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“Te vamos a enseñar”, le dijo Dávila ese día. “Aprenderás”.

Antes de la pandemia, el restaurante tenía un ajetreo matutino, una fiebre de almuerzo y luego otra oleada de clientes a las 6 p.m., mientras las familias se instalaban en mesas al aire libre, compartiendo horchata y costillas en salsa verde.

Pero tal vez el turno más ocupado de todos llegaba después del anochecer.

“Como la mayoría de los grandes lugares de tacos de Los Ángeles”, escribió Jonathan Gold en un perfil de 1996, “El Gran Burrito es menos notable por la comida que se sirve dentro del restaurante que por la comida que se sirve en el patio en las noches y los fines de semana”.

Durante años, el área exterior se llenó especialmente los fines de semana después de la hora de cierre en un grupo de clubes de baile gay cercanos, recordó Dávila, diciendo que creó un elemento de menú especial llamado “el burrito gay”, esencialmente un burrito normal con queso encima, por gratitud a la leal base de clientes LGBTQ.

“Los clientes gays son los que realmente hicieron del negocio un éxito”, dijo, con orgullo.

"El burrito gay" at El Gran Burrito
El propietario de El Gran Burrito, Pedro Dávila, creó un platillo especial para el menú llamado “el burrito gay” para mostrar su gratitud por sus leales clientes LGBTQ.
(Mariah Tauger / Los Angeles Times)

Gran parte del crédito pertenece a su esposa, comentó, quien perfeccionó muchas de sus recetas a través de llamadas telefónicas de larga distancia a México.

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“¿Cómo se hace el menudo?” Guadalupe le preguntó una vez a su madre.

“Mija, si lo haces con amor te saldrá bien”, respondió su madre. “Si no, no lo hará”.

El restaurante es como un segundo hogar, dice Guadalupe, explicando que cuando sus cinco hijos eran más pequeños solían pasar el rato en la pequeña oficina junto a la cocina antes y después de la escuela, durmiendo la siesta bajo el escritorio de madera. Mientras salía a hacer recados a lo largo de los años, la gente a veces la reconocía, relata Guadalupe, preguntando si era “la señora del Gran Burrito”.

“Les dije: ‘No, soy la señora de Don Pedro’”, enfatizó, mientras su esposo se reía entre dientes.

La pareja se conoció en Los Ángeles y se casó a mediados de la década de 1970.

Con un préstamo de $10.000 de un amigo convertido en socio, los Dávila compraron suministros de cocina y un camión de tacos que bautizaron como “Tacos El Conquistador”. Con su amigo y otro colega de un trabajo anterior en un restaurante, los Dávila comenzaron a vender comida en una concurrida avenida en Lincoln Park.

Su negocio floreció, especialmente a altas horas de la noche cuando los restaurantes estaban cerrados, y en un año, Dávila pagó el préstamo. Entonces, una mañana temprano en 1977, un grupo de hombres se apresuró a subir a la camioneta, robando dinero y cortando el antebrazo izquierdo de Dávila con uno de sus cuchillos de cocina. Cuando el camión fue atacado de nuevo seis meses después, sabían que era hora de seguir adelante.

Pasaron temporadas en Santa Mónica y luego en Pico-Union, donde los clientes leales les dijeron que disfrutaban de la comida pero que no les gustaba que los traficantes de drogas clasificaran sus alijos en mesas que Dávila había instalado cerca. Una noche, cuando tenían el camión estacionado fuera de la discoteca El Sombrero en North Hollywood, Dávila vio a un tipo borracho que se acercaba a él.

“¡Oye!”, gritó el hombre. “¡Dame mi gran burrito!”

La frase se quedó y se convirtió en “El Gran Burrito”.

En 1987, deseoso de tener un local fijo, Dávila alquiló un lugar en Santa Mónica Boulevard y Virgil Avenue. El negocio floreció, especialmente en las noches de partidos de fútbol soccer o boxeo. Durante una pelea publicitada entre el campeón mexicano Julio César Chávez y el boxeador puertorriqueño Héctor “Macho” Camacho, tanta gente se amontonó alrededor del televisor del restaurante que se esparcieron por la acera.

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Pronto, un vehículo rojo pasó e hizo un giro en U. Un empleado del departamento de bomberos llegó y Dávila, quien dijo que es propenso a enfrentar las cosas de frente, se presentó como el propietario. El hombre le dijo que podía cerrar voluntariamente o ser cerrado, así que Dávila se acercó inmediatamente al altavoz que usaba para anunciar los pedidos de comida.

“¡Señores, discúlpenme!” gritó Dávila. Perdónenme, pero la ley está fuera, dijo, y tenemos que cerrar esto.

“¡Nooooo!”, suplicaron. “Espera. Ya casi termina”.

Todavía sonríe ante la imagen de unas 300 personas enfurruñadas fuera del restaurante antes de que la pelea terminara.

Al poco tiempo, la dueña del edificio le dijo a Dávila que tenía la intención de vender la propiedad a la ciudad, así que buscó una nueva ubicación a unas pocas cuadras al oeste. Hizo un trato con dos inmigrantes paquistaníes que tenían una tienda de 99 centavos, subarrendándoles el edificio.

Era 1990 y, después de algunas renovaciones serias, El Gran Burrito abrió oficialmente en sus actuales instalaciones.

A lo largo de los años, cuando el alquiler pasó de $3.000 a $3.500 y más tarde a $10.000, Dávila esperaba comprar el edificio, pero el antiguo propietario no quería venderlo, expuso. Durante mucho tiempo el restaurante tuvo contratos de arrendamiento por varios años, pero en los últimos años, dijo, ha operado con un contrato de mes a mes, sabiendo que, en algún momento, la construcción del nuevo proyecto comenzará.

Será doloroso decir adiós. Pero los hijos de la pareja esperan continuar el restaurante familiar en otro lugar, dijo Dávila, y después de décadas de trabajo, a él y a su esposa les vendría bien un descanso.

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Por ahora, están concentrados en superar la pandemia.

En una mañana reciente, Dávila metió la mano en su bolsillo derecho y sacó dos billetes de cinco dólares doblados y dos billetes de uno: $12 en ventas en lo que va del día, dijo, cuando antes de la pandemia, habría estado más cerca de los $400.

El restaurante ha reducido las horas de trabajo y ha pasado de 16 a 8 empleados, expuso Dávila, añadiendo que muchos antiguos empleados le dijeron que no podían ganar lo suficiente con un horario reducido y que necesitaban encontrar nuevos empleos. Él lo entendió. Guadalupe dijo que le preocupa cómo los trabajadores comerán con sueldos reducidos.

“No sabemos qué pasará”, manifestó. “Lo que Dios quiera”.

Un jueves por la mañana, un cliente se asomó a la televisión sintonizada a Univisión, que estaba emitiendo un segmento sobre niños latinos que han muerto a causa de COVID-19. El hombre suspiró, antes de pedir huevos rancheros. Detrás del mostrador, Rosa Ávila, de 60 años, se limpió las manos con su delantal negro.

“Mi primer y único trabajo”, dijo Ávila, explicando que ha trabajado para los Dávila desde 1987, poco después de que se mudara a Los Ángeles desde el estado mexicano de Durango.

Sus tres hijos crecieron con los hijos de los Dávila, relató, y tiene muchos recuerdos en este edificio, incluyendo años de fiestas navideñas, cuando los empleados y sus familias se reunían para comer jamón horneado y ensalada de macarrones. Los Dávila han sido jefes extremadamente comprensivos, comentó, y aunque sabe que la pandemia ha sido profundamente desalentadora para ellos, agradece a Dios que El Gran Burrito haya logrado mantenerse abierto.

Un cliente espera para ordenar dentro de El Gran Burrito.
(Mariah Tauger / Los Angeles Times)

En una mesa afuera, José Sandoval, de 65 años, abrió su recipiente para llevar y vio cómo el vapor levitaba sobre un montón de huevo y chorizo. El ahora retirado valet, que emigró de El Salvador en 1973, vive cerca y comenzó a venir al restaurante hace décadas, cuando estaba en Virgil Avenue.

“Siempre lo he seguido”, dijo, señalando a Dávila, “porque la comida es buena y los precios son razonables”.

Aprecia especialmente las recargas de café gratis.

“Intenta conseguir una recarga en 7-Eleven”, bromeó. “Aquí nos tratan bien”.

Mientras Dávila limpiaba una mesa cercana, sonrió a Sandoval.

“Buen provecho”.

“Gracias, amigo”.

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