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VICTOR FLORES

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Por SONIA NAZARIO, Redactora del Los Angeles Times

Algunos de los que viajan a El Norte son muy jóvenes.

Víctor Flores, de cuatro o quizá cinco años de edad, fue abandonado en un autobús por una contrabandista. El niño no tiene identificación, ni un número telefónico adonde llamar.

Víctor acaba en la Casa Pamar, un hogar de crianza temporera en Tapachula, México, un paso al norte de la frontera con Guatemala. El hogar alberga a niños migrantes hallados por las autoridades en aeropuertos, estaciones de autobús o en la calle. El hogar transmite sus fotografías por los canales de televisión centroamericanos con la esperanza de que sus familiares los reconozcan y los rescaten.

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El niño le da su nombre a Sara Isela Hernández Herrera, coordinadora del hogar, pero dice que no sabe cuántos años tiene, ni de dónde viene. Dice que su mamá se fue a Estados Unidos. Aprieta con todas sus fuerzas la mano de Hernández, temeroso de separarse de ella. Pide que lo abracen. Al cabo de una horas, comienza a decirle “mamá”.

Cada tarde, cuando Hernández sale de su trabajo, él le ruega, con su vocecita, que se quede, o que al menos se lo lleve con ella.

Ella le da un frasco de mermelada de fresa y le acaricia el pelo.

“Tengo a mi familia”, dice él con tristeza. “Pero están muy lejos”.

Dennis Iván Contreras, de 12 años, proviene de San Pedro Sula, y alberga la esperanza de encontrar a su mamá en San Diego. Como muchos de los muchachos más jóvenes que hacen el viaje, Dennis es intrépido y temerario.

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Ser pequeño y osado tiene sus ventajas. Pedir limosna, por ejemplo, es más fácil y fructífero. Para Dennis, colgarse de un tren de carga es como jugar en un parque de diversiones. Esconderse de las autoridades es como jugar a policías y ladrones.

Cuando su tren sale de Mapastepec, México, Dennis le enseña a José Padilla Guerra, un hondureño de 13 años de edad en busca de su madre que vive en Nueva York, cómo brincar un vagón a otro con el tren en movimiento. Dennis da unos pasos atrás para cobrar impulso. Luego toma velocidad. Con los brazos en alto como un pájaro en vuelo, salta del borde del vagón. Abre sus piernitas. Vuela una distancia de cuatro pies y aterriza. Luego se arrodilla y señala el lugar donde José tiene que caer. El tren se sacude.

“No mires para abajo”, advierte Dennis. “Nunca mires para abajo. Fíjate nomás en el lugar donde van a caer tus pies. Nomás ahí. No mires nada más”.

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José, un muchacho flaco y locuaz, está demasiado asustado.

“Ahorita”, le indica Dennis. “¡Bríncale! ¡Bríncale! Está bueno. Echate para atrás y corre.”

“Espera a que pare de sacudirse tanto”, dice José.

El tren desacelera y va bajando la marcha hasta detenerse. Entonces sí, José brinca y aterriza con facilidad del otro lado.

Dennis se ríe.

Francisco Gaspar, de 12 años de edad, originario de Concepción Huixtla en Guatemala, está aterrorizado. Se sienta en el pasillo de un centro de detención de inmigrantes en Tapachula, México.

Se limpia las lágrimas con la orilla de su camiseta de Charlie Brown mientras espera ser deportado. Su coyote lo dejó atrás en Tepic, en el estado occidental de Nayarit. “No se fijó que yo no me había subido todavía al tren”, dice Francisco entre sollozos. Trató pero no alcanzó a treparse.

Los agentes de migración lo detuvieron y lo llevaron en autobús hasta Tapachula.

Francisco se fue de Guatemala cuando sus padres murieron. Saca de los bolsillos de su pantalón un pedacito de papel con el número de teléfono de su tío Marcos en la Florida. “Yo iba a los Estados Unidos a la cosecha de chiles”, dice. “¡Ayúdeme, por favor, ayúdeme!”

Sujetando una cruz hecha a mano con cuentas de plástico que cuelga de su cuello, se levanta de su asiento y va frenéticamente de un extraño a otro que pasa por el corredor. Su diminuto pecho se agita. Su rostro se contorsiona en gestos de agonía. Llora tan fuerte que casi no puede respirar.

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Les pide a cada uno de los otros migrantes que le ayuden a reencontrarse con su coyote en Tepic. Les toca las manos. “¡Llévenme a Tepic otra vez! ¡Por favor! ¡Por favor!”

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