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Ya exigimos demasiado de los profesores; no pidamos que estén al frente de los niños con armas de fuego

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En las últimas semanas, las constantes demandas de los estudiantes de Parkland, Florida, resonaron en la preparatoria suburbana de Oregon donde enseño artes plásticas. Un grupo de chicas de último año, impulsadas a la acción por los horrores en Marjory Stoneman Douglas High, organizaron una huelga. Yo escuché mientras los alumnos demandaban a gritos por campus más seguras y el fin del miedo en el aula. Aunque estaba profundamente orgullosa de los manifestantes, me enfrenté a una brutal realidad: ni mis alumnos ni yo nos sentimos seguros en la escuela.

Los tiroteos siguen sucediendo. ¿Cuándo será nuestro turno? ¿Cuándo la desesperación tomará la forma de un adolescente con una pistola y convertirá nuestra escuela en una galería de tiro?

Hemos practicado el simulacro durante años. Cerramos y bloqueamos las puertas, apagamos el interruptor de la luz y luego nos acurrucamos sobre el suelo, en los rincones más oscuros del aula: 36 adolescentes y un adulto intentan estar lo más callados posible. Esperamos el traqueteo de la manija de la puerta, y luego se termina. Todo está despejado.

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Después hago una broma, trato de cambiar el estado de ánimo y reanudar la clase. Sin embargo, un efecto sombrío de estos procedimientos es la normalización de una amenaza tan anormal, que es difícil de asimilar. Nos hemos insensibilizado al verdadero horror de lo que estamos poniendo en práctica. Espero que los alumnos capten la seriedad del simulacro sin internalizar el miedo. Pero no lo pueden evitar, y yo tampoco.

Al comienzo del semestre, les di a mis nuevos estudiantes un cuestionario. Les pregunté: “¿Qué es lo que realmente los estresa?”. Una respuesta fue: “Que podría morir en este edificio”.

No puedo expresar lo que es caminar a tu lugar de trabajo cada mañana preguntándote si hoy será el día. No puedo explicar la inquietud que siento cuando tengo que enfrentarme a ese alumno, el que hace piezas de arte perturbadoras, que no sonríe ni interactúa con sus compañeros, para decirle que necesita atenuar la violencia en su trabajo. ¿Es este el niño que regresará a buscarme más tarde, armado y listo para vengarse?

Me imagino que todos los nuevos maestros comienzan sus carreras profesionales listos para llevar a un grupo de estudiantes heterogéneos del desorden a la excelencia académica. Si uno quiere tener éxito dentro del sistema, sin embargo, esa ilusión debe eliminarse. Casi un tercio de los nuevos maestros abandonan el cargo en el tercer año, cuando los desafíos de la profesión (las largas horas, la constante planificación y calificaciones, las preocupaciones interminables por satisfacer las necesidades de los alumnos) se vuelven insostenibles.

En mis primeros años en el trabajo, mi viaje diario a casa a menudo parecía una sesión de terapia sin terapeuta. Repetía cada oportunidad perdida, cada desafío interpersonal, y luego lloraba. No podía llegar a todos. Parte de la enseñanza siempre será sobre el fracaso: la falta de conexión, la imposibilidad de darse cuenta, la falta de atención a las necesidades matizadas y específicas de todos los alumnos. Era un juego de números en el que siempre perdería, y una verdad que tuve que aceptar para convertirme en una educadora más efectiva.

Sin embargo, el arquetipo del maestro mártir (que trabaja durante la noche, es capaz de revertir cualquier marea y contrarresta de forma sobrehumana los problemas de nuestra sociedad), es algo en lo cual hemos creído como cultura. Y después de Parkland, ¿recibir un balazo no es la máxima expresión de este arquetipo?

Estoy impresionada por los maestros de Stoneman Douglas que murieron para salvar las vidas de sus estudiantes. Pero cuestiono las motivaciones de aquellos, incluido el presidente, que los consideran íconos. Valorizar a los docentes como salvadores es más fácil que honrar la profesión de maneras que realmente importan. Los héroes no necesitan aulas de menor tamaño, o cuentas de jubilación adecuadas. La verdad es que esos profesores nunca debieron haber tenido que arriesgar la vida por sus alumnos. No era su trabajo; no somos guerreros, somos maestros.

Este año en el aula ha sido el más exigente de mi vida. No por las materias que enseño, el tamaño de mi clase o la carga de trabajo, sino por la creciente infelicidad de mis alumnos. Muchos admiten sufrir de depresión y ansiedad, o expresan un temor latente sobre el futuro. ¿Y cómo puedo argumentar contra eso? Cuando te agazapas regularmente en la esquina de un aula oscura, practicando para tu propia muerte, es difícil tener esperanza.

Ya no sueño ingenuamente con cambiar las vidas de cada uno de mis alumnos. Mis objetivos se han reducido: hacer que se interesen en aprender, en escuchar, en ser defensores de sus causas (especialmente para los más marginados), en crear un espacio para la investigación y la expresión. Si lo hago bien, al menos los ayudaré a encontrar sus propias voces. Pero, créanme, es una tarea de Sísifo. Son adolescentes, después de todo.

La escuela es el lugar donde experimentan con las nobles promesas del Sueño Americano, y les transmitimos el mensaje de que pueden ser y hacer cualquier cosa. Estudia mucho, haz amigos, encuentra tu camino y tu talento, y el mundo será tuyo. Pero, ¿y si todo eso resulta notablemente fuera de alcance? ¿Y si la escuela, por más que lo intentemos, es solo un implacable recordatorio del fracaso y no de la posibilidad?

Para algunos, el estrés emocional es demasiado pesado, las heridas son demasiado grandes y su invisibilidad es demasiado completa. ¿Puede alguien sorprenderse de que los más descontentos, los que pensaron que el sueño fue hecho a su medida, regresen a la institución que los defraudó, trayendo su desilusión con ellos, y a veces un rifle AR-15? Apretar el gatillo es el último acto personal que estos muchachos (hasta ahora todos han sido varones, y la mayoría de ellos blancos) tienen para ofrecer.

Querido Estados Unidos: me has dado una tarea imposible y me has condenado por mi fracaso para llevarla a cabo. Ahora, tú, o al menos el presidente, la NRA (Asociación del Rifle) y varios políticos, me aseguran que puedo redimirme sosteniendo un arma, disparando y despejando la desesperación. Pero no sostendré esa arma, y no puedo ser ese escudo. No puedo salvar a mis alumnos en sentido figurado; tampoco puedo salvarlos físicamente.

Exigimos demasiado a los maestros, a las escuelas y a los niños. Algunos estudiantes pueden prosperar, muchos más sobrevivir, pero eso no hace que el mundo que hemos construido sea menos peligroso o difícil. Estamos sacrificando a nuestros hijos por falsas promesas, y nos preguntamos por qué siguen regresando con armas en sus manos.

Belle Chesler enseña en Beaverton, Oregon. Una versión más larga de este ensayo aparece en TomDispatch.com.

Traducción: Diana Cervantes

Si quiere leer este artículo en inglés, haga clic aquí:

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