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Algunos migrantes regresan a sus hogares, mientras otros miles se dirigen hacia el norte en una nueva caravana

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Daniel Rodríguez Perdomo tuvo que soportar calamidades como el frío, hambre, enfermedad, miedo y soledad cuando se unió a miles de centroamericanos que se dirigieron a la frontera Tijuana-San Diego el otoño pasado.

Y a pesar de tener primos en Tijuana y un trabajo en un lavado de autos, el migrante de 24 años regresó a Honduras hace días; no quería quedarse en México y ya no tenía esperanzas de poder cruzar a Estados Unidos.

“Me siento tan solo aquí, extraño a mi familia, a mis amigos, no me siento bien”, comentó mientras se preparaba para regresar a San Pedro Sula, como parte de un grupo de tres docenas de centroamericanos que viajarían desde Tijuana de regreso a sus países, gracias a un programa dirigido por la Organización Internacional para las Migraciones (IOM por sus siglas en inglés).

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Conforme miles de migrantes centroamericanos continúan avanzando hacia el norte en la tercera caravana grande en menos de un año, un flujo más pequeño, pero constante ha ido en la dirección opuesta.

Incluso después de hacer el arduo viaje a Baja California, han regresado cerca de 1,300 miembros del grupo de unos 6,000 migrantes que llegaron el otoño pasado, dijo Rodulfo Figueroa delegado del Instituto Nacional de Migración de México en Baja California. Agregó que la gran mayoría, más del 90 por ciento, lo ha hecho voluntariamente.

La mayor parte ha regresado después de entregarse al gobierno mexicano. Pero un grupo más pequeño ha recibido asistencia de la Organización Internacional para las Migraciones, en un programa financiado por la Oficina de Población, Refugiados y Migraciones del Departamento de Estado de Estados Unidos.

Hasta el 15 de enero, la oficina de la OIM en México había realizado 520 regresos asistidos, de los cuales 127 salieron de Tijuana.

La mayoría entró en contacto con la OIM en El Barretal, el refugio provisional administrado por el gobierno federal mexicano al este de Tijuana.

Antes de ser aceptados fueron entrevistados para asegurarse de que no enfrentarían algún peligro en su país. De igual forma, necesitaron documentos de viaje de sus países de origen y documentación de las autoridades mexicanas.

“Algunas personas se han dado cuenta de que esto no cumplió con sus expectativas, o tal vez tienen una situación familiar que los hace regresar a casa”, señaló Christopher Gascón, quien dirige la oficina de la OIM en la Ciudad de México.

Los migrantes no son simplemente regresados, sino que reciben apoyo durante el viaje, incluyendo comidas y asistencia psicológica.

“Están completamente acompañados en todo momento”, dijo Gascón. Al viajar con la OIM, “una de las grandes diferencias es que no hay detención, ni presencia en una estación migratoria”, indicó.

Nelson Jesús Ceballo de 18 años platicó que se unió a la caravana del pasado mes de octubre, con la esperanza de encontrar trabajo en Estados Unidos y poder enviar dinero a su madre y cuatro hermanos en la región de Copán en Honduras.

“Ese fue el sueño, pero las cosas se complicaron”, dijo. Como muchos, se dio cuenta de que cruzar a Estados Unidos no sería fácil. La última gota que derramó el vaso llegó el día de Año Nuevo, explicó, cuando un grupo de unos 150 migrantes instigados por activistas de Estados Unidos se apresuraron a acercarse a la valla fronteriza y se encontraron con gases lacrimógenos.

“Nos aventaron gas a todos, incluso a los niños”, relató. “No me gustó, le dije a mi primo que no quería cruzar aquí”.

Ceballo fue parte del último grupo de la OIM integrado por 32 hombres y tres mujeres que tomaron un vuelo de Aeroméxico desde Tijuana y llegaron horas más tarde a Tapachula, en el sur de México cerca de la frontera con Guatemala. Desde allí, siguieron vía terrestre a sus destinos finales en Honduras, Guatemala y El Salvador. Unos días después todos estaban a salvo en casa.

El día de su partida, sus bolsas de equipaje estaban llenas con ropa donada para llevarse a sus hogares. Mientras una lluvia constante caía afuera del refugio del Padre Chava, que está cerca de la valla fronteriza de Estados Unidos, comieron con avidez arroz y carne, lo que sería su última comida caliente antes del viaje. Sus sentimientos iban desde la ira hasta la tristeza pasando por la resignación, ante la perspectiva de regresar a los lugares de donde habían huido originalmente. Algunos mencionaron que sentían algo de alivio.

Si bien muchos miembros de las caravanas han dicho que temen por sus vidas en sus países, los miembros de este grupo dijeron que fue la pobreza y la falta de oportunidades lo que los impulsó a migrar.

Rodríguez estaba viviendo con su padre en Rivera Hernández, un área con alto índice de criminalidad en San Pedro Sula, pero dijo que había logrado mantenerse alejado de las pandillas. Tenía trabajo en una fábrica de camisetas donde ganaba 1,500 lempiras por semana, un poco más de 61 dólares.

Un primo lo incitó a unirse a la caravana. “La gente me dijo que cruzar sería fácil”, señaló. Durante diez días “estuve pensando, pensando y pensando, y cuando llegó el momento, no quería ir, pero mi primo me dijo: ‘Te ayudaremos, cruzaremos juntos’”, continuó. “Pero luego vi que no fue así”.

Luis Enrique Rodríguez, un trabajador de 36 años de Guatemala, dijo que por muchos años estuvo pensando en irse a trabajar a Estados Unidos. “Yo veía que la gente que llegaba de allá construía sus casas y compraba su propia tierra”, explicó. “Y yo no tengo mi propia casa, o mi propia tierra”.

Cuenta que durante su viaje hacia la frontera “hubo un momento en que pensé que ya no podía seguir, pero en ningún momento pensé en regresar”.

Una vez que llegó a la frontera se dio cuenta de lo difícil que sería cruzar. Dijo que intentó cruzar tres veces por una abertura en la cerca fronteriza en el este de Tijuana. Relató que al momento de cruzar se topaba con agentes de la Patrulla Fronteriza y soldados de Estados Unidos que le gritaban: “No América, no América”, y siempre tenía que regresar a México.

Los miembros del grupo que regresaron tenían entre 18 y 64 años de edad. Varios habían vivido anteriormente en Estados Unidos y otros habían sido deportados. Pero muchos dijeron que esta había sido la primera vez que salían de sus países.

Noé Cañas, un conductor de autobús de 35 años de la región de La Paz de El Salvador, estaba fuera de su país por primera vez.

Puso su nombre en una lista de solicitantes de asilo en la frontera de Estados Unidos, pero sabe que tiene pocas posibilidades de obtener el estatus de protección. Las dos veces que intentó saltar la frontera, contó que fue capturado por agentes de la Patrulla Fronteriza de Estados Unidos. “Me encontraban y me llevaban al muro, alzaban una escalera y me decían que regresara”.

“Estoy regresando, en manos de la voluntad de Dios”, dijo Cañas, padre divorciado con dos hijos. “No quiero cruzar, y terminar encerrado durante meses. Vine a trabajar, y si eso no es posible, entonces regresaré, pobre, y veré qué puedo hacer”.

Yojana Cruz, de 19 años, dijo que estaba ansiosa por regresar. “Honduras no es el mejor país del mundo, no hay empleos, hay pandillas, pero es mi país”, señaló. Tiene esperanzas de seguir estudiando, tal vez encontrar un trabajo como ingeniera. “Voy a encontrar un camino en mi país”, remató.

Otros dijeron que no veían ninguna esperanza allá en su país, y estaban decididos a irse de ahí.

“Hay mucha corrupción en mi país”, dijo Giovanni Sosa, un operador de equipo pesado que una vez vivió en Houston. Si Estados Unidos no es una opción, entonces “en cualquier lugar, Canadá, China, donde sea”, agregó.

Víctor Manuel Balderramos, de 18 años, estaba con una gran sonrisa, feliz de volver a ver a su madre y con la esperanza de reanudar sus estudios. Pero su padre de 50 años, agricultor en la región de Olancho y con el mismo nombre que su hijo, expresó que planea intentarlo otra vez.

“Voy a volver, pero no aquí, tal vez a través de otro lugar en la frontera, tal vez por Monterrey”, afirmó.

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