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En los EE.UU. de Trump, más empleadores son acusados de usar los controles inmigratorios como arma

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Las horas serían largas, el sol ardería, la comida sabría fatal. Óscar Iván Contreras sabía qué esperar mientras el autobús avanzaba hacia Estados Unidos.

Había estado en este vehículo antes, con destino a California y al trabajo temporal de recoger arándanos. Fueron las matemáticas las que lo habían traído ahora: el pago de seis horas como trabajador legal y temporal de Munger Brothers LLC, el mayor productor de arándanos de Norteamérica, equivalía al salario de una semana en el estado mexicano de Nayarit.

Pero casi tan pronto como Contreras y otros 600 trabajadores mexicanos llegaron al Valle Central de California, se dieron cuenta de que el año anterior había sido muy diferente. Era la primavera de 2017, y EE.UU. había cambiado.

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Los gerentes de Munger estaban más gruñones, dijo, y más exigentes. Durante muchos días, los trabajadores no almorzaban hasta las 3 p.m., y cuando llegaba la comida, a menudo estaba en mal estado o no era suficiente, narró Contreras.

Munger no suministraba suficiente agua potable ni baños en una de sus instalaciones, lo cual derivó en una multa de $6,000 del estado. Los empleados se veían obligados a trabajar incluso cuando estaban enfermos o heridos.

En última instancia, la compañía despidió a docenas de ellos cuando abandonaron el trabajo por un día, después de que un hombre colapsara en los campos.

En todo momento, quienes se quejaban escuchaban un nuevo refrán de los supervisores de Munger, sintonizado con la era de las estrictas políticas inmigratorias del presidente Trump: “Regresa a México”.

Esta respuesta a cada queja “era una manera de recordar al trabajador que la empresa tiene el poder de despedirlos y enviarlos a casa”, según una declaración jurada presentada por Sierra Giovanna, quien administró el programa de trabajadores invitados de Munger antes de ser despedida, en agosto de 2017.

La declaración jurada fue presentada en una demanda federal en la que los trabajadores acusan a Munger, con sede en Delano, California, de tráfico laboral.

El trato que Munger dio a sus trabajadores invitados en 2017 generó multas de los reguladores en los estados de California y Washington, y una investigación federal realizada por el Departamento de Trabajo, que según los funcionarios está en curso.

La compañía se negó a responder preguntas para este artículo, pero dijo en un comunicado después de que los trabajadores presentaran la querella, en enero pasado, que pretende “pelear enérgicamente” contra sus reclamos. “Todos los empleados son bien tratados y se les paga bien”, aseguró la compañía.

Según una presentación judicial, Munger niega todo mal proceder y alega que la producción de los trabajadores invitados fue “extremadamente baja”, posiblemente porque algunos de ellos intentaban obligar a otros a reducir la velocidad.

Según la presentación de la empresa, Munger proporcionaba comida suficiente para alimentarse, pero algunos de los empleados en 2017 eran quisquillosos e intentaban utilizar el sistema para recibir atención médica gratuita o de bajo costo.

Entre las cosechas de arándanos de 2016 y 2017, algo cambió en EE.UU. Durante el primer año de Trump como presidente, los arrestos de personas sospechosas de estar en el país sin autorización se incrementaron en un 41%, avivando el temor a la deportación en las comunidades de inmigrantes.

Tales detenciones se aceleraron aún más en 2018, aumentando un 55% con respecto a 2016. Otras políticas de la administración erosionaron las protecciones contra el tráfico laboral —obligar a las personas a trabajar por la fuerza, el fraude o la coerción— según los abogados de inmigración.

En resumen, señalan los defensores de los trabajadores, la ofensiva de inmigración de Trump se convirtió en el mejor amigo del ‘jefe desagradable’. Aterrados por “la migra”, más trabajadores soportan trabajos no remunerados, lesiones no tratadas y diversas formas de abuso mental y físico, según David Weil, quien fue director de la División de Salarios y Horas del Departamento de Trabajo de Estados Unidos durante la presidencia de Obama.

“Las industrias que dependen de la mano de obra inmigrante han sido envalentonadas por las políticas antiinmigrantes de la administración Trump”, expuso Victor Narro, director del Centro Laboral de UCLA, un instituto de investigación académica.

“Se trata de maximizar la rentabilidad al no pagar el salario mínimo o no ofrecer a los trabajadores las protecciones laborales a las que tienen derecho”.

Es imposible cuantificar cómo está cambiando el comportamiento de los empleadores, pero los datos de la Oficina del Comisionado de Trabajo de California ofrecen un vistazo al tema.

Desde la toma de mando de Trump, en enero de 2017, la agencia ha recibido al menos 172 denuncias que afirman que los empleadores amenazaron con tomar represalias contra los trabajadores en función de su estatus migratorio, lo cual es ilegal según las leyes federales y de California. Desde 2014 hasta 2016, esa oficina recibió solo 29 reclamos de este tipo.

El marcador de los nuevos casos sugiere lo descarados que algunos empleadores se han vuelto:

  • El jefe de un instalador de azulejos amenazó con llamar a los agentes de Inmigración y Control de Aduanas, justo en medio de una audiencia en la oficina del Comisionado de Trabajo. “Hay que dejar de hacer esto por los ilegales”, le rogó al personal del comisionado, quien lo multó con $20,000.
  • La dueña de una tienda de vitaminas le dijo a una empleada que reclamaba un pago retroactivo que “usaría al presidente Donald Trump” para repatriar a la trabajadora, de acuerdo con los hallazgos del comisionado. La propietaria luego envió un mensaje de texto a la empleada: “¡Viva Donald Trump!” La multaron con $5,000.
  • Un colocador de paneles de yeso ganó un reclamo por el pago atrasado de una semana contra una empresa contratista general, cuyo propietario le respondió con un enojado mensaje de texto: “Adivina qué, esto no ha terminado, ahora es mi turno”, decía el texto, lleno de vulgaridades. “TRUMP VIENE A LA CIUDAD. Para deportarte”. El comisionado de trabajo impuso una multa de $100,000 por las represalias, la mitad de la suma fue para el trabajador. Eso provocó otra respuesta del propietario, esta vez en Facebook. “Creo que TRUMP es el mejor presidente de la historia, pero todavía tenemos problemas”, escribió. “¿Por qué los mexicanos ilegales tienen más derechos que los contratistas que trabajan duro?”

Esto no ocurre sólo en California. Audrey Richardson, abogada laboral de Greater Boston Legal Services, ve casos mucho peores: los trabajadores se mantienen esencialmente en una condición servil. “No creo que sea una exageración llamar a algunos de los casos que vemos como esclavitud Trump”, dijo.

La Casa Blanca y el Departamento de Trabajo de Estados Unidos no respondieron a las reiteradas solicitudes de comentarios.

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A pesar de que el endurecimiento de la administración en la frontera ha provocado el uso de gases lacrimógenos y disturbios, el programa de trabajadores invitados agrícolas que atrae a extranjeros a Estados Unidos con visas temporales creció rápidamente. Según los datos del gobierno, los productores de bayas como Munger son la principal fuente de demanda para ellos, y representaron más del 10% de los 200,049 puestos certificados en 2017 y de los 242,762 en 2018.

En 2017, Munger pagó a Óscar Contreras y el resto de los trabajadores invitados alrededor de $13 por hora, una tarifa establecida por el Departamento de Trabajo federal, las regulaciones estatales y los sindicatos.

Los empleadores que utilizan el programa de trabajadores invitados tienen una serie de obligaciones. Deben cubrir los costos de los empleados para viajar a Estados Unidos una vez que estos hayan completado la mitad del período del contrato, y luego cubrir el regreso a casa al final del plazo.

Deben proporcionar alojamiento y tres comidas al día, a un costo mínimo para los empleados, y brindarles un seguro de compensación para cubrir enfermedades y lesiones.

Para Contreras, como para miles de otros centroamericanos, no todas las razones para venir al norte eran económicas. Un verano en Estados Unidos ofrecía al menos un escape temporal de Nayarit, un rincón de México donde el arresto de Joaquín “El Chapo” Guzmán había provocado una guerra asesina entre cárteles rivales.

Contreras quería una vida mejor. Se fue a California para apoyar a sus tres hijos pequeños y tratar de ganar suficiente dinero para pagar la matrícula y estudiar imágenes médicas. “Soy un desertor de la universidad”, afirmó. “Quería volver a estudiar y terminar mi carrera”.

Poco después de comenzar a trabajar, una aparente reacción alérgica generó una hinchazón en su cara y cerró su garganta, relató Contreras. Su cabeza palpitaba con el calor, pero siguió adelante. También observó a otro obrero, Jesús Solórzano León, tratar de seguir trabajando pese a una parálisis facial inexplicable y repentina.

Leon dice que gastó lo último de sus ahorros en copagos para las inyecciones y las facturas médicas, antes de rendirse. Munger se negó a pagarle el regreso a casa, y los compañeros de trabajo se hicieron cargo de su boleto de autobús, relató León, cuyo ojo derecho caído le valió el apodo de “Pirata”.

Munger, en su respuesta a la denuncia de los trabajadores, niega haber enviado a trabajadores enfermos a México sin pagar por su transporte.

Los trabajadores aseguran que sus jefes tenían poca simpatía por tales dolencias. “Usted vino aquí a sufrir, no para tener vacaciones”, le dijo una supervisora de la compañía, llamada Jéssica, a los empleados, de acuerdo con declaraciones juradas presentadas en la demanda por tráfico de mano de obra. Un hotel para los trabajadores cerca de Stockton estaba plagado de chinches, contó Giovanna, la exgerente laboral de Munger.

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Después de la cosecha de California, la mayoría de los trabajadores de Munger eran transportados en autobús 900 millas al norte, a otra de las plantaciones de arándanos de la empresa en Sumas, Washington, llamadas Sarbanand Farms.

Estaban alojados en un campamento estilo cuarteles, encerrados por una valla ciclónica con un guardia en la puerta. Las amenazas y el abuso empeoraron allí, narraron los trabajadores.

En ese lugar, una supervisora de Munger, Nidia Pérez, les advirtió que solo aquellos “en su lecho de muerte” podrían faltar al trabajo, según las declaraciones juradas de los empleados. La advertencia fue reforzada al ver a los agentes de Aduanas y Protección de Fronteras de EE.UU. en SUV identificados, patrullando en el exterior del campamento, que se encuentra a pocos kilómetros de la frontera con Canadá.

En su respuesta a la queja de los trabajadores, Pérez, quien es una de las querelladas, admite que le dijo a los trabajadores que no falten al trabajo “a menos que estén muriendo”, pero niega haber querido decir que no debían tomarse días por enfermedad o reportar problemas médicos a los supervisores.

La presión para recoger frutos más rápido se intensificó cuando las temperaturas de mediados de verano llegaron a los 90 grados y el humo de los incendios forestales canadienses envolvió los campos. Un jefe declaró que cualquier trabajador que no recogiera dos cajas de bayas por hora sería deportado, según la declaración jurada de un empleado, que no menciona al supervisor.

De acuerdo con los documentos judiciales, en el comedor del campamento, los supervisores marcaban las manos de los trabajadores en la fila del buffet, para asegurarse de que nadie volviera por un segundo plato. Cuando se acababa el alimento, algunos trabajadores no comían.

Munger a menudo servía carne en mal estado y huevos revueltos con tres días de antigüedad, según María Gallardo, quien trabajaba en Sarbanand como cocinera y mesera en agosto de 2017. Cuando Gallardo le dijo esto a una de las supervisoras, ésta le respondió: “No importa”, contó ella. Mientras la población del campamento se triplicaba a casi 600 trabajadores, el presupuesto de alimentos no crecía, relató.

La mujer les daba a los trabajadores tortillas extra y segundos platos cuando podía, pero cree que la mayoría se quedaba con hambre.

“Era muy injusto”, recordó Gallardo, quien fue despedida después de 10 días en el puesto. En las recientes presentaciones judiciales, Munger alegó que su comida era nutritiva y que los trabajadores se quejaban solo porque algunos tenían gustos diferentes. “Los empleados costeros preferían los mariscos”, dice una presentación. “Otros preferían carne asada”.

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Un hombre en Sarbanand estaba particularmente delgado. Gallardo recordó que Honesto Ibarra solo comía unos pocos frijoles, sin arroz ni carne. Ella le preguntó por qué. “Simplemente no me siento bien”, le respondió él.

En verdad, Ibarra tenía diabetes y aparentemente se había quedado sin medicina en el campamento. En documentos judiciales, los funcionarios de la compañía dicen que él nunca les había revelado su condición.

El 1 de agosto, Ibarra no se levantó para trabajar. Le dijo a un asistente de la oficina de Munger que le llevó las tres comidas a su cama ese día, que le dolía la cabeza y quería dormir. Llamó a México y le dijo a su esposa que iba a renunciar y volver a casa, según Corrie Yackulic, la abogada de la familia Ibarra, quien reside en Seattle.

A la mañana siguiente, un gerente de Munger, Javier Sampedro, rechazó el pedido de Ibarra de que la compañía lo ayudara a volar a su casa y le ordenó volver al trabajo, según uno de sus compañeros, Bárbaro Rosas, uno de los dos demandantes nombrados en la querella. Más tarde ese día, Ibarra se desplomó en el campo.

Sampedro le pidió al asistente de la oficina que llevara a Ibarra a la sala de emergencias, pero éste se negó al notar su letargo y su respiración agitada. En cambio, llamó al 911, según los documentos de la investigación del estado de Washington obtenidos por Bloomberg.

Los compañeros de trabajo de Ibarra exigieron información sobre su condición, en una reunión con Sampedro la noche siguiente. Advirtieron al gerente que otros también podrían colapsar sin más agua y sombra. Algunos preguntaron por qué Munger proporcionaba atención médica solo después de que los empleados estaban gravemente enfermos.

El 4 de agosto, aproximadamente 60 de los empleados no se presentaron a trabajar, diciendo que estaban en huelga por mejores condiciones laborales.

Un día después, Munger los despidió. Los funcionarios de la compañía citaron “insubordinación” y les dijeron a los trabajadores que tenían una hora para abandonar el campamento antes de que la compañía llamara a la policía y los agentes de inmigración para que se los llevaran, de acuerdo con los documentos judiciales. Óscar Contreras estaba entre los despedidos.

Mientras tanto, Ibarra, de 28 años, estaba en estado de coma en un hospital de Seattle. El hombre murió dos días después. La causa del deceso fueron las complicaciones de la diabetes, según el médico forense. Una investigación estatal posterior descubrió que su muerte no estuvo relacionada con las condiciones de trabajo.

Después de su fallecimiento, la esposa de Ibarra, Brenda, y sus tres hijos, fueron desalojados de su hogar en el estado rural mexicano de Zacatecas, y tuvieron que mudarse a una choza de dos habitaciones, sin electricidad, según Yackulic, su abogada. Recientemente solicitó una pensión por viudez del sistema de compensación para trabajadores del estado de Washington, informó la letrada. Munger no le ha dado nada, remarcó.

La empresa refirió las preguntas sobre la muerte de Ibarra a una declaración emitida por Sarbanand Farms, en agosto, que dice que la firma “apoyó plenamente a su familia durante este trance”, y agrega: Estamos comprometidos con el bienestar de todos los trabajadores.

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La mayoría de los empleadores que usan el programa de visa temporal H-2A cumplen con sus reglas, pero algunos sin escrúpulos manchan al resto, indicó Jason Resnick, vicepresidente y asesor general de Western Growers, que representa a los agricultores en California, Arizona, Nuevo México y Colorado.

“Sabemos que los estadounidenses no están dispuestos a participar en la mano de obra de una agricultura intensiva a cualquier salario, pero si vamos a alimentar a este país, tendremos que confiar en la mano de obra extranjera”, expresó Resnick.

“No queremos que los trabajadores sean explotados o se les nieguen beneficios. Cuando alguien infringe intencionalmente las reglas, se echa a perder todo el programa”, agregó, refiriéndose a la industria en general, no específicamente a Munger.

Así se aplique a trabajadores invitados, residentes permanentes o ciudadanos nativos, un principio fundamental de la legislación laboral estadounidense es que todos los titulares de empleos, independientemente de su estatus migratorio, disfrutan de igual protección ante empleadores abusivos.

Si bien es ilegal contratar inmigrantes que no están autorizados para estar en el país, es igualmente ilegal pagarles menos del salario mínimo, escatimar en horas extras o hacer que trabajen en condiciones inseguras.

Después de la elección de Trump, señala Irasema Bravo López, su trabajo se volvió insoportable. Estaba acostumbrada a los largos turnos de almacenamiento de estantes en MD Gas & Foods, en Guerneville, en el condado de Sonoma, pero las cosas empeoraron rápidamente, relató.

El propietario, Mangal Dhillon, le hacía trabajar más horas por menos dinero, según ella; hacía turnos de 18 horas, siete días a la semana. Después de que un cliente le arrojó una taza de café caliente en lo que ella consideró un incidente con motivación racial, Dhillon le dijo que se pagara una ambulancia al hospital, relató. Ella no podía. En lugar de eso, consiguió que un amigo la llevara.

“Cuando escuchamos sobre deportaciones y separaciones familiares en las noticias, sí, estas cosas permiten a los empleadores maltratar a las personas”, aseveró López. “Eso es lo que me pasó a mí”.

Finalmente, ella descubrió que el empleador había reducido su sueldo en $28,000 durante más de ocho meses, en 2017. La mujer renunció y presentó un reclamo por robo de salario ante el estado. En su última visita a la tienda para entregarle las llaves a Dhillon, éste le dio un ultimátum, según contó ella: retirar el reclamo salarial o enfrentarse a los agentes de inmigración.

“Si me lastimas, tendré que lastimarte a ti”, afirma que él dijo. López agregó una denuncia por represalia a su queja, y llegó a un acuerdo por $5,000. El reclamo salarial está pendiente. Dhillon no respondió las repetidas solicitudes de comentarios para este artículo.

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Tradicionalmente, Estados Unidos ha sido considerado como un santuario para las víctimas del tráfico laboral.

Por ley, las víctimas inmigrantes pueden solicitar visas especiales “T” que les permiten trabajar en el país durante cuatro años y solicitar la residencia permanente. Históricamente, incluso si tal visa de tráfico era denegada, los solicitantes no estaban en peor situación. Pero eso terminó en 2018.

La administración Trump anunció en junio que cualquier persona a quien se le rechazara una visa “T” debía presentarse en el tribunal de inmigración para su deportación. Mientras tanto, según los abogados de inmigración y laborales, el gobierno está haciendo más difícil calificar para dichos visados.

La ley federal establece que podrá considerarse “cualquier evidencia creíble” para determinar si un trabajador inmigrante fue víctima de trata, un lenguaje que ha dado amplia libertad a los solicitantes. Pero ahora los funcionarios de la administración Trump están regando a los solicitantes con pedidos de evidencia, revocando efectivamente cualquier beneficio de la duda, sostienen los abogados.

En julio, el gobierno rechazó una solicitud de un hombre de 24 años de edad que afirmaba que los contrabandistas lo habían llevado a él y a su familia al otro lado de la frontera cuando tenía seis años. Según el gobierno, los inmigrantes que se ofrecen como voluntarios para ser traficados se ponen en tal situación y no tienen derecho a una restitución sin evidencia de abuso extremo.

Las afirmaciones del hombre —quien dijo que su padre se vio obligado a trabajar como jornalero sin paga, mientras él limpiaba baños con lejía y sin guantes—, no fueron lo suficientemente graves, consideraron los funcionarios.

Tales nuevos obstáculos han hecho que algunos trabajadores tengan miedo de aplicar. María, una empleada doméstica filipina que prefirió no dar su apellido, fue traída a Boston en 2017 para cuidar de los cuatro hijos de una familia.

Su contrato especificaba que trabajaría 40 horas a la semana, con dos días de descanso, por $2,500 al mes. En cambio, sus empleadores le pagaban $550 al mes por trabajar 110 horas a la semana, sin descanso, afirmó ella. La familia retuvo su pasaporte, le prohibió salir de la casa sola y le impidió tener su propio teléfono, contó María.

Ahora, después de hallar un grupo de asistencia legal de Boston que podría ayudarla, María se enfrenta a una opción agonizante: ¿debería denunciar a la familia y solicitar una visa “T”, trabajar ilegalmente en Estados Unidos o irse a casa, a Filipinas?

“Esta persona ha pasado por una situación increíblemente abusiva, que se ajusta absolutamente a la definición de tráfico laboral”, afirmó Richardson, abogado de Greater Boston Legal Services. “Sin embargo, es sumamente estresante porque no sabemos qué hará el [Departamento de Seguridad Nacional] de Trump”.

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En su denuncia de tráfico contra Munger, los obreros mexicanos invitados en el estado de Washington afirman que los gerentes los obligaban a trabajar con “un esquema común de amenazas y una práctica habitual de abusar de la ley para mantenerlos en el campo”.

Las amenazas de repatriación estaban tan institucionalizadas que los trabajadores creían que no tenían más remedio que sufrir abusos o arreglárselas para volver a casa, explicó Joe Morrison, abogado de los obreros, de Seattle. También sabían que al marcharse antes, se arriesgarían a ser incluidos en una lista negra por los reclutadores de mano de obra para otras compañías de Estados Unidos.

Óscar Contreras regresó a Nayarit, donde gana alrededor de $60 por semana en la construcción y sueña con el título universitario que esperaba obtener. No tuvo noticias del reclutador de Munger este año. Tiene expectativas del reclamo de los trabajadores, que fue presentado como una demanda colectiva en Seattle, pero los daños monetarios “son casi secundarios”, afirmó. “Las familias solo querían una disculpa o algún tipo de reconocimiento de que lo que hicieron estuvo mal”.

Munger aseguró que no hizo nada malo. Dice que el paro laboral después del colapso de Ibarra no fue una huelga, sino solo docenas de trabajadores que llegaron tarde en la misma mañana y, por lo tanto, fueron despedidos por insubordinación.

Sampedro, el supervisor acusado de enviar a Ibarra de regreso al campo antes de que colapsara, aseguró en una declaración jurada que muchos trabajadores ya estaban enfermos cuando salieron de México y “aceptaron el puesto simplemente para tratar de obtener tratamiento médico gratuito o a bajo costo”. Agregó que todas las quejas médicas de los trabajadores eran tomadas en serio y que él o su asistente hicieron hasta 15 viajes con los empleados al médico ese verano.

Después de la muerte de Ibarra, los investigadores del Departamento de Trabajo e Industrias del estado de Washington entrevistaron a docenas de empleados. Muchos declararon que se sentían obligados a trabajar mientras estaban enfermos y heridos, según los documentos de investigación estatales obtenidos por Bloomberg.

“Muchos empleados expresaron que no informaban nada por temor”, escribió un investigador en una nota. “Se les decía que, si causaban problemas o se quejaban de algo, nunca más serían contratados para regresar”.

El estado impuso a Munger una multa de casi $146,000 por proporcionar descansos y períodos de comida insuficientes, la sanción más grande jamás impuesta por esas violaciones en el estado de Washington. Un abogado local, que actúa como juez estatal temporal en Bellingham, Washington, cerca de Sarbanand Farms, redujo la multa de la compañía a la mitad, alegando que la empresa mantenía un buen historial.

Mehrotra, Waldman y Levin escriben para Bloomberg.

Para leer esta nota en inglés, haga clic aquí.

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