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Asiste a UC Berkeley, pero vive en una casa móvil sin calefacción ni drenaje; pronto deberá buscar un nuevo refugio

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Ismael Chamu se despierta al amanecer, tiritando por el frío de la mañana. Se levanta del suelo de una pequeña casa móvil, donde duerme junto a su hermano menor y muy cerca de sus dos hermanas, que comparten la única cama.

Mientras prepara el desayuno, el olor a huevos revueltos y aguas residuales se combinan. No hay conexión de drenaje, por lo tanto, cuando el tanque de almacenamiento está lleno, como hoy, todos aguantan hasta que puedan llegar a una estación de servicio cercana.

“Date prisa para que ustedes puedan comer”, Ismael, de 21 años, le dice a sus hermanas Jocelyn, 14, y Yazmín, 17.

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A las 7:40 a.m., Ismael acompaña a sus hermanas a la escuela preparatoria, una caminata de 30 minutos a través de Hayward, un territorio de pandillas, justo al sur de Oakland. En la puerta de la escuela, las abraza y les dice adiós. Luego se dirige a sus clases en UC Berkeley, la universidad de investigación pública más elitista del país.

Ismael tiene el aspecto de un estudiante universitario típico, con su mochila, jeans negros y un elegante corte de pelo. Pero tiene una carga enorme sobre su espalda.

El joven es uno de los cientos de miles de estudiantes universitarios de California afligidos por la crisis inmobiliaria del estado. Constantemente lucha para encontrar refugio y comida suficiente para él y sus hermanos mientras trabaja en el campus, lidera un club de estudiantes y trata de obtener una licenciatura en sociología.

En los últimos 18 meses, ha dormido en sofás y pisos, en remolques y áticos. Desde noviembre, él y su hermano Edward, de 20 años, alquilan una casa móvil de 20 por 8 pies, estacionada en un camino de entrada a Hayward. Sus hermanas se unieron a ellos en enero después de que sus padres cayeron en dificultades en el Valle Central y se vieron obligados a vivir en su automóvil.

Pero Hayward ha prohibido la vida en casas móviles. La familia debe ser desalojada de forma inminente. Y entonces la lucha comenzará de nuevo. “Haces lo que tienes que hacer”, dice Ismael con seriedad.

La ayuda financiera cubre la matrícula para el creciente número de estudiantes de bajos ingresos del estado, pero generalmente no cubre el costo total de la vivienda. Muchos campus de UC se encuentran en algunos de los mercados inmobiliarios más caros.

Un estudio reciente de la Universidad de California estimó que 13,000 de los 260,000 alumnos del sistema han tenido problemas con la vivienda inestable. Esa conjetura proviene de dos encuestas de 2016, en las cuales el 5% de los casi 70,000 estudiantes que respondieron expresaron que habían dormido en el sofá, vivido en la calle o encontrado refugio temporal en vehículos, moteles o lugares para acampar en algún momento desde que se inscribieron.

Cal State estima que aproximadamente 41,000 universitarios tienen viviendas inestables; en Los Angeles Community College District, aproximadamente 44,000.

La presidenta de la UC, Janet Napolitano, planea construir 14,000 camas asequibles para 2020 y ha otorgado a cada uno de los nueve recintos universitarios del sistema $3 millones para ayudarlos con las necesidades de vivienda. Los campus de UC y Cal State intentan apoyar a los estudiantes con despensas de alimentos, planes de comidas compartidas, jardines dentro del campus y préstamos de emergencia.

Pero todo el mundo está de acuerdo en que los esfuerzos no son suficientes.

Ismael llega a Berkeley después de un viaje de 90 minutos, en un viaje que realiza a pie y en un tren del sistema de tránsito rápido del Área de la Bahía. Al llegar, entra en un campus con grandes edificios y un campanario, secoyas y un arroyo. Cuando llega, la lluvia se detiene, las nubes se disipan y el sol se asoma.

Es loco estar en California, dice Ismael.

El chico es hijo de un trabajador migrante que nunca pasó el primer grado en una comunidad indígena en el estado de Guerrero, en el sur de México. Su familia se mudó más veces de lo que Ismael puede recordar. Nació en San Diego, luego vivió en el sur, donde su padre cortó árboles de Navidad en Carolina del Norte y recogió tabaco en Carolina del Sur.

Ismael era el único mexicano en su clase, pero un par de chicos blancos se hicieron amigos de él. “Dijeron que era un buen mexicano”, relata, ”porque era inteligente”.

Cuando tenía 14 años, la familia se trasladó a Hayward con la promesa de un lucrativo trabajo de construcción. Vivieron con una tía durante unos meses, hasta que la mujer los echó. Luego vinieron cambios de escuelas y hogares: un departamento rosa en Hayward, la casa de un amigo en San José, un tráiler en Los Baños.

Ismael fue a tres distintas preparatorias y de alguna manera logró sobresalir, a pesar de que se despertaba la mayoría de las mañanas a las 4 a.m., para ayudar a su padre en trabajos de jardinería antes de ir a clases. Tomó ocho cursos de Colocación Avanzada, aprobó seis de los exámenes y acumuló un GPA de 4.0.

Su impecable récord académico, ayudado quizás por su ensayo personal sobre cómo no permitiría que las dificultades lo derroten, lo ayudó a convertirse en uno de los afortunados admitidos en Berkeley en 2014, apenas un 18% de los 74,000 solicitantes.

El joven pensó en no ir, para poder ganar dinero para su familia. Pero fueron sus padres, y un consejero de la preparatoria, quienes lo impulsaron. “Mi papá está muy orgulloso”, asegura. ”Él siempre dice: ‘Mi hijo está en Berkeley’”.

A las 12:30 p.m., Ismael está en su clase de sociología urbana, escuchando atentamente la conferencia de la profesora Joanna Reed sobre el efecto de la gentrificación en las comunidades de bajos ingresos. El planea trabajar con Reed en un proyecto de investigación sobre el creciente número de californianos que viven en casas móviles y la reacción violenta contra ellos. “Es todo lo que yo estoy viviendo ahora”, reconoce.

Después de clase, Ismael se dirige a la despensa de alimentos del campus, que rebosa de pasta, arroz, frascos de salsa de espagueti, latas de sopa y baguettes. Toma una caja de cereal de avena y una lata de sopa de frijoles negros, y luego se retira.

“Ese lugar me pone triste”, confiesa.

¿Por qué? Sus ojos se enrojecen, y se echa a llorar.

“Tenemos bonitos retratos y murales que hablan de acabar con la falta de vivienda, pero el problema no desaparece”, dice. “Trato de hacer lo mejor que puedo, pero todavía no salgo adelante. Avanzas un pie y das un gran salto hacia atrás. No puedes vivir así”.

A veces, el estrés es abrumador. Ha tenido que llamar a la policía por su casero, que desea desalojarlo. Le faltan créditos para graduarse a tiempo esta primavera porque abandonó dos clases para cuidar a sus hermanas. Combinados, los ingresos mensuales de Edward e Ismael son de aproximadamente $1,000, con eso apenas cubren la renta del remolque, de $650, las tarifas de bombeo de aguas residuales, la comida y el transporte. No puede calificar para cupones de alimentos porque no tiene una dirección permanente y ha gastado la mayor parte de un préstamo educativo de $20,000 para ayudar a su familia.

Pasados unos momentos, vuelve a tener su cara alegre. “He caído muchas veces, pero siempre me he levantado”, asegura.

Ismael quiere ir a la escuela de posgrado y eventualmente convertirse en maestro. Su mayor sueño, dice, es proporcionar a sus padres un lugar digno para vivir.

El almuerzo implica una de muchas opciones difíciles. A él le gustaría un menú asiático de $6, pero en lugar de ello usa un cupón de Subway y obtiene pollo con bacon derretido. Se siente culpable cada vez que derrocha para sí el dinero que podría usar en su familia.

Su clase de la tarde sobre la desigualdad urbana global se cancela, al igual que la reunión vespertina de United Children of Immigrants, el club de estudiantes que él comenzó. Entonces comienza la larga caminata de regreso a Hayward para encontrarse con sus hermanas. Se da cuenta de que viaja 60 millas por día, cinco a pie y el resto en transporte público.

Esa tarde debe llevar a Jocelyn de vuelta a la preparatoria para una reunión, a las 6 p.m., sobre un programa enfocado en la preparación para la universidad y las artes multimedia. Para cuando se encuentran cerca de la casa móvil, son las 5:50 p.m., está frío y oscuro.

Ismael está agotado. Por un momento, hablan de faltar a la reunión. Pero deciden lo contrario, y así emprenden otra larga caminata.

Son las 8:45 p.m. cuando regresan a casa. Ismael lava los platos, pero se detiene cuando oye el borboteo. A veces, la tubería se obstruye y el agua sale por el desagüe de la ducha hacia la cabina. Después de unos minutos, el agua caliente corre fría. Yazmín tiene que esperar una hora para que se caliente y así ducharse.

Edward trabaja como gerente de una tienda de aceite de oliva de San Francisco mientras toma clases en Chabot College. Él es el último en llegar a casa; alrededor de las 9:30 p.m. Saca huevos para cenar. Ismael mira y protesta: “Usa un huevo, ¿de acuerdo? Solamente tenemos tres”.

Mientras las parrillas están encendidas, la estufa portátil debe permanecer apagada. Mantener ambas encendidas corta la electricidad.

Todos se acomodan para hacer tarea mientras la lluvia suena fuerte en el techo de la casa móvil. Yazmín se sienta en la cama, preparándose para una prueba AP del gobierno en el sistema judicial. En la mesa pequeña, Ismael trabaja en un ensayo de mitad de período mientras Jocelyn termina los dibujos sobre su vida para su clase de español. Uno la muestra con el ceño fruncido, los puños apretados contra las sienes. “Cuando llegamos, nos mudábamos constantemente”, dice el pie de foto.

Entre estudios, hablan sobre la escuela, su cabello, la lluvia. Yazmín le dice a Edward que tenga cuidado con su consumo de sal. Edward le dice a Ismael que no se distraiga con su teléfono celular.

“Quiero abrazarme a ustedes”, dice Jocelyn, arrojándose entre Edward y Yazmín en la cama. Ella rasca la cabeza de su hermano. “Eres como un gato”.

A las 12:15 a.m., Ismael cubre a sus hermanas con una manta. Coloca una sudadera con capucha como almohada, apaga la luz y se deja caer al suelo para dormir.

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