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El aprendizaje remoto ha creado una nueva audiencia para un antiguo ritual: llorar en la escuela

A mom helps her daughter working on a laptop at her desk, as her other daughter works on the bed
Sofía Quezada ayuda a sus hijas Priscilla, izquierda, y Paulette Guerrero con una clase virtual desde su casa en Boyle Heights. Problemas técnicos en el primer día de clase hicieron llorar a Priscilla, de 9 años.
(Al Seib / Los Angeles Times)
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Durante la segunda semana de aprendizaje a distancia, Ezra Karpf, de 6 años, hizo clic en el botón “reactivar” en la pantalla de su computadora para poder hacerle una pregunta a su maestro. No funcionó.

La frustración de Ezra hervía a fuego lento, luego alcanzó su punto máximo y después explotó.

“¡No puedo reactivar el sonido! ¡No puedo activar el sonido yo mismo!”, gritó repetidamente hasta que su madre se acercó corriendo.

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La clase se detuvo. El niño se movió fuera de la pantalla, como un actor frustrado que sale del escenario, llorando ante su audiencia digital absorta.

“Mi hijo estaba llorando en el suelo”, relató su madre, Courtney Patterson, de 44 años, de Silver Spring, Maryland. “No quería volver a clase. No deseaba que la clase lo viese llorar”.

El llanto ha sido un ritual de la vida escolar desde tiempos inmemoriales. Nerviosismo del primer día, miedo escénico durante una primera obra, encuentro con un acosador o que el mejor amigo lo deja por otro amigo.

Pero nunca antes el simple acto de un niño llorando había tenido una audiencia tan amplia y heterogénea: maestros, padres, compañeros de estudios y otros participantes en el experimento que es el aprendizaje remoto en la era del nuevo coronavirus.

La tecnología, que a tantos niños les encanta, se ha convertido en un pregonero que explota su dolor.

A medida que la pandemia se prolonga, Zoom y otras plataformas utilizadas para enseñar a los niños han proporcionado un escenario para las crisis emocionales. Algunos pequeños logran salir de la pantalla mientras las lágrimas fluyen; otros dan la espalda a la pantalla de la computadora, tirando de sus camisas para secar las lágrimas en un intento a menudo infructuoso de ocultar sus sentimientos.

“Están pasando tantas cosas para cualquiera”, dijo Yalda T. Uhls, profesora adjunta de psicología y directora ejecutiva del Centro para Académicos y Narradores de UCLA. “Los adultos han pasado por otro tipo de grandes catástrofes, pero para [los niños] de esa edad, moverse, ser físicos, cantar, bailar, todo eso es realmente importante y eso ha sido eliminado de sus vidas”.

Ezra reveló que lloró porque sentía que nadie podía escucharlo y porque, cuando estaba en casa, prefería jugar con sus juguetes de superhéroe.

“Quería decirle a mi maestra cuánto falta para la hora del almuerzo”, dijo el niño. “Es un poco aburrido estar sentado en mi sillita durante mucho tiempo. No es divertido”.

Padres inquietos en Estados Unidos han compartido experiencias de sus hijos llorando en las redes sociales. A fines de agosto, una fotografía de un niño de 5 años secándose las lágrimas con su camisa frente a su computadora portátil se volvió viral después de que su madre la publicara en línea.

“Simplemente tomé esa foto porque quería que la gente viera la realidad”, dijo la madre del niño a CNN. “Y luego se acercó y nos abrazamos, y yo estaba llorando junto con él”.

En la ciudad de Crestline, condado de San Bernardino, Anthony Stever, de 5 años, tuvo una reacción inesperada al anuncio de la maestra de un descanso de 10 minutos. Como un oficinista frustrado que había decidido que el día ya se había agriado, cerró su computadora portátil.

Luego tomó un dinosaurio de juguete y dio por terminado el día.

Su madre, Jane Marie DeRosa, de 32 años, intentó devolverle la llamada.

“Estábamos tratando de ser severos con él pero no demasiado”, dijo. “Entonces comenzó a llorar y se enojó mucho. No quería volver”.

Cuando no llora, Anthony se distrae con frecuencia. Se inquieta y cierra la sesión de Zoom. Les dice a sus padres: “No, es demasiado tarde, es demasiado tarde”, como una forma de evitar unirse a clases. Durante la clase, se le ocurren excusas como, “Necesito una manta” o “Tengo sed”, expuso su madre.

A veces, su madre, padre o abuela tendrán que abrazarlo y consolarlo antes de que pueda regresar a sus lecciones. No es un caso aislado: está lejos de ser el único niño de su clase que se distrae, comienza a comer durante la clase o se desconcentra por completo.

Ya sea que la escolarización se lleve a cabo en persona o virtualmente, los berrinches y las lágrimas ocurren cuando los niños no tienen satisfechas las necesidades fisiológicas y de seguridad básicas, dijo Carolina Valdez, profesora de educación primaria y bilingüe en Cal State Fullerton.

Valdez, cuya experiencia incluye la pedagogía informada sobre el trauma, agregó que los niños pequeños, en particular, a menudo no han aprendido a comunicar sus necesidades.

Ya sea que los adultos en la habitación se den cuenta o no, los niños están absorbiendo noticias sobre el caos o los disturbios en el mundo. A menudo perciben que las cosas no son normales. Pueden tener dificultades para dormir por la noche sabiendo que sus padres están estresados, o podrían perder el apetito debido a su propia ansiedad, expuso Valdez.

“La mayoría de las escuelas no enseñan alfabetización emocional”, señaló. “No les están explicando a los niños cómo nombrar sus sentimientos, cómo estar presente con sus sentimientos, cómo procesar esto de una manera saludable”.

En un pasado no muy lejano, el hogar era al menos un refugio del mundo exterior al que solo llegaban familiares y amigos cercanos, dijo Valdez. Ahora, todos pueden echar un vistazo al refugio de los niños, les guste o no. Por primera vez, un maestro también está controlando su movimiento en su propia casa, señaló Valdez.

“Los profesores están intentando vigilar los movimientos de los estudiantes de la forma en que probablemente lo hicieron en sus aulas”, destacó.

Uhls, la profesora de psicología, dijo que recomienda que los padres sean honestos con sus hijos sobre sus propios límites y lo que está sucediendo en el mundo.

“Los adultos realmente deberían hablar sobre estas cosas de una manera apropiada para los niños pequeños”, indicó, y agregó que los padres pueden decirles a sus hijos: “Sí, este es un momento extraño y, a veces, mamá y papá se preocupan, pero nosotros te cuidamos y estarás a salvo”.

Es una estrategia que Sofía Quezada, de 47 años, intenta aplicar con su hija menor.

En su primer día de aprendizaje remoto, Priscilla Guerrero, de 9 años, se despertó más temprano en su casa de Boyle Heights, se peinó y se puso un lindo atuendo con la misma emoción que todos los primeros días de clases, pero cuando intentó iniciar sesión en Zoom, recibió un mensaje de error.

En el primer día de aprendizaje remoto del Distrito Escolar Unificado de Los Ángeles este otoño, Priscilla Guerrero temió que “estaría en un gran problema” si su inicio de sesión de Zoom no funcionaba, su madre dijo: “Tuve que hablar con ella para que se le pasara el ataque de pánico”.

Quezada, que trabaja desde casa como administradora de la Facultad de Medicina de UCLA, intentó ayudarla a reiniciar el programa. Después de varios intentos, Priscilla rompió a llorar.

“Ella seguía diciéndome: ‘Mami, voy a llegar tarde, voy a estar en un gran problema’”, relató Quezada. “Tuve que hablar con ella para que se le pasara el ataque de pánico”.

Quezada dijo que tuvo que sofocar el miedo que sentía su hija de que sus maestros se enojaran con ella, explicándole que todos están pasando por un momento difícil.

Sentados a la mesa del comedor, Quezada y su esposo hablan abiertamente sobre el coronavirus, las elecciones y cualquier otra cosa que pueda estar pasando en el mundo e intentan responder a todas las preguntas de sus niñas.

Quezada dijo que le dice a sus hijas: “Lo que sea que esté sucediendo en el mundo en este momento da miedo y apesta, pero vamos a superar esto. Sí, podemos retrasarnos un poco, pero nos pondremos al día. No es una carrera”.

Jennifer Morgan, maestra de jardín de infantes en una pequeña escuela cristiana privada en un vecindario próspero de San Diego, dijo que durante las lecciones remotas a principios de año, sus estudiantes se agachaban debajo de las mesas, se distraían o de repente decidían mostrar sus mascotas a la clase.

Estas acciones no interrumpieron demasiado la clase, aseguró. Todos los niños tenían sus propias computadoras portátiles y al menos uno de los padres siempre estaba cerca. A diferencia de los barrios pobres, muchos de los padres eran expertos en tecnología.

Debido al tamaño reducido de su clase, pudo investigar herramientas de enseñanza para ayudar a sus alumnos a comprender el momento actual. Les leyó libros sobre el uso de mascarillas y cantó canciones sobre el coronavirus y cómo manejar las emociones.

Los expertos dicen que este tipo de alfabetización emocional debería enseñarse en las aulas ahora. Pero los recortes presupuestarios hacen que sea poco probable que las escuelas inviertan en dicho desarrollo profesional para los maestros.

“Creo que el aprendizaje socioemocional se está convirtiendo en una prioridad en el sistema escolar, pero [los maestros actuales] no están capacitados para eso”, consideró Uhls. “Los profesores no tienen la suficiente capacitación en muchas cosas en Estados Unidos”.

Morgan dijo que aunque su experiencia ha sido mejor, es un caso diferente para los maestros de las escuelas públicas. De sus amigos, escucha historias de como solo un tercio de los estudiantes se presentan a clase.

En la escuela de Morgan, su clase de 15 alumnos está nuevamente en sesión, no más aprendizaje remoto. Se requieren láminas de plástico que dividen los escritorios y mascarillas mientras los estudiantes se mueven por el salón.

“Creo que esto ha resaltado mucho la inequidad”, comentó Morgan, quien solía enseñar en escuelas públicas en Los Ángeles y Pasadena. “Desigualdad en situaciones familiares, económicas, lingüísticas y tecnológicas. Pienso, ‘Dios, si hubiera hecho esto cuando enseñaba en una escuela diferente, habría sido muy difícil’”.

En casa, el esposo de Morgan, Glenn, lucha por equilibrar la enseñanza de sus propias clases de literatura en la escuela preparatoria mientras vigila a su hija de 9 años, Tess, que está en el espectro del autismo.

Mientras enseña al grupo de adolescentes, pueden ver a Tess estudiando de fondo. Tess a veces le da a su padre un golpecito en el hombro para pedirle ayuda o para bajar la voz.

No ha tenido rabietas, pero se distrae, dijeron sus padres. Ofrecen incentivos para llevarla a su escritorio, como una tarde en la piscina o una golosina.

“La mayoría de las veces ha sido como, ‘Está bien, cariño, tienes que conectarte a Zoom para esta clase’”, expuso su padre.

“¿Tenemos otro Zoom?”, responde ella. “¡Uf, Dios mío!”

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