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Esta remota franja del noroeste de Colombia es uno de los corredores migratorios más transitados del mundo

Migrants, most from Haiti, ford one of many rivers they will cross while on a trek through the infamous Darien Gap.
Los migrantes, la mayoría de Haití, cruzan un río cerca de Acandí, Colombia, en su viaje hacia Estados Unidos este mes.
(John Moore / Getty Images)
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Los barcos comenzaron a llegar a media mañana a este pueblo pesquero ubicado en la tórrida costa caribeña de Colombia. Los pasajeros que desembarcaron estaban nerviosos pero emocionados de estar en movimiento nuevamente.

Treparon a un muelle, izaron maletas, jarras de agua, equipo de campamento y niños por escaleras de madera hasta una bulliciosa fiesta de bienvenida de contrabandistas, taxistas de motocicletas, así como jinetes de caballos y carretas.

Una empleada de una empresa de barcos con un tanque de plástico en la espalda rociaba con desinfectante por todas partes.

Haitian immigrants plead with Colombian police after authorities temporarily closed a ferry boat ticket office
Inmigrantes haitianos suplican a la policía colombiana, después de que las autoridades cerraran temporalmente la taquilla de un ferry, el 4 de octubre de 2021, en Necoclí, Colombia.
(John Moore / Getty Images)
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Entonces comenzó el regateo.

“¿Treinta dólares por persona?”, preguntó Ernest Tassi, quien es de la nación africana de Camerún, horrorizado por la tarifa de una excursión en motocicleta de cinco millas hacia la frontera con Panamá. “¡Muy caro!”.

Tassi, de 35 años, un hablante de francés que aprendió español mientras estaba varado en Ecuador durante la pandemia, estaba traduciendo para un contingente de haitianos, hombres, mujeres y niños, que había conocido en su viaje hacia el norte.

Esta remota franja del noroeste de Colombia se ha convertido en uno de los corredores migratorios más transitados del mundo. La geografía dicta que cualquiera que viaje por tierra desde Sudamérica debe atravesarlo para llegar a Estados Unidos.

El tráfico de migrantes comenzó a incrementar hace aproximadamente una década y luego se redujo drásticamente en 2020, cuando los países cerraron las fronteras en respuesta a la pandemia. Este año ha experimentado un repunte asombroso, a medida que las restricciones de viaje se han suavizado, permitiendo el flujo de la demanda reprimida en un momento en que las economías regionales se han hundido, reduciendo las oportunidades laborales y los ingresos.

En los primeros nueve meses de este año, las autoridades de Panamá registraron un récord de 91,305 extranjeros que ingresaron al país por tierra desde Colombia, más que durante los siete años anteriores juntos.

Los migrantes incluyen latinoamericanos, africanos, asiáticos y originarios del Medio Oriente. Aproximadamente el 75% son haitianos, muchos de los cuales habían estado viviendo en Chile y Brasil.

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Los contrabandistas y conductores en el muelle aquí en la ciudad de Acandí tienen una demanda tan alta que no estaban dispuestos a bajar los precios para Tassi.

Conversó con ellos en español y luego transmitió los detalles en francés a sus compañeros de viaje haitianos, quienes le explicaron todo al resto en criollo haitiano. Estarían viajando en la parte trasera de motocicletas a un campamento para pasar la noche.

Después de comer y beber algo de los vendedores del muelle, el grupo partió en un ruidoso convoy tipo “Mad Max” en la selva.

U.S.-bound migrant families travel on horse carts from the town of Acandí to the entrance of the Darien gap.
Familias migrantes viajan en carritos de caballos desde Acandí, Colombia, hacia la frontera con Panamá.
(Liliana Nieto del Rio / For The Times)

Se dirigían hacia el Tapón de Darién, la estrecha franja de selva tropical que une Sudamérica y Centroamérica.

Alguna vez se había considerado impenetrable. Pero los migrantes y los traficantes han convertido la naturaleza salvaje en un torniquete tropical a pesar de la multitud de peligros, que incluyen serpientes e insectos venenosos, ladrones y diversas enfermedades.

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Las autoridades panameñas han registrado al menos 50 muertes de migrantes este año en el Darién, aunque el número real probablemente sea mucho mayor, ya que muchos cuerpos nunca se recuperan.

Desde Panamá, los migrantes deben abrirse camino a través de Costa Rica, Nicaragua, Honduras, Guatemala y México hasta la frontera con Estados Unidos, una rutina de 2,500 millas en la que se enfrentan a bandidos despiadados, contrabandistas sin escrúpulos, policías corruptos y campamentos escuálidos.

El escenario de esta odisea es el pueblo colombiano de Necoclí, donde cientos de migrantes de todo el mundo acampan en las playas bordeadas por palmeras. Miles más se hospedan en hoteles y casas particulares.

Todos están esperando para cruzar el Golfo de Urabá hacia Acandí, a 90 minutos de distancia, en botes de pasajeros que transportan, de manera individual, a unas 50 personas.

Migrants arrive by boat in the Colombian town of Acandi
Los migrantes llegan a un muelle en Acandí, Colombia, cerca de la frontera con Panamá.
(Liliana Nieto del Rio / For The Times)

La espera suele ser de un mes o más porque el gobierno, en un intento por aliviar el cuello de botella en la ruta a Panamá, permite que los transportistas vendan solo 500 boletos por día. Cada mañana, los migrantes se reúnen en los muelles de los botes, con la esperanza de obtener viajes de último minuto, quizás beneficiándose de una cancelación o de personas que no se presentan.

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Los secuestros y asaltos de migrantes, desenfrenados en las ciudades fronterizas mexicanas, son inusuales en Necoclí, donde el tráfico está bien organizado, aunque a veces es caótico. La afluencia global es una ganancia inesperada para el desvaído lugar turístico al borde de interminables extensiones de plantaciones bananeras.

Entre los que acamparon recientemente se encontraban Lutero Víctor, su esposa, tres hijos y su hermano. Un barco pesquero de madera volcado en la playa, cerca de su tienda de campaña, servía como mesa común y lugar para colgar la ropa a secar.

Víctor y su familia estaban entre los cientos de miles de haitianos que buscaron refugio en Brasil y Chile después del devastador terremoto de 2010 en Haití. Fueron bienvenidos al principio.

Víctor, de 46 años, trabajaba como soldador en el sur de Brasil. Pero un boom en la construcción fracasó. Luego, la pandemia empeoró todo, por lo que él y su familia, como tantos haitianos en Sudamérica, decidieron huir a Estados Unidos.

En septiembre, se despojaron de sus pertenencias y se marcharon, tomando autobuses públicos a través de Brasil, Perú, Ecuador y Colombia.

“Mi tía en Miami nos cuenta que la vida es mejor allí, podemos encontrar trabajo, educación para nuestros hijos”, explicó Víctor. “En Brasil trabajas y trabajas, pero apenas ganas lo suficiente para pagar la renta y alimentar a tu familia”.

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Los migrantes que se acumulan aquí hablan de seres queridos y antiguos vecinos que ahora están en Miami y Nueva York, nombres de lugares que salen de sus lenguas con tanta facilidad como Puerto Príncipe, Lagos, Mumbai, La Habana y Caracas. Exudan la determinación de personas para las que no hay vuelta atrás.

A Haitian migrant man carries a toddler as she crosses the jungle of the Darien Gap
Un migrante haitiano carga a un niño pequeño en la jungla del Tapón de Darién el mes pasado en Colombia.
(Raul Arboleda / AFP/Getty Images)

Pero por ahora, no les queda más remedio que esperar en Necoclí.

Muchos agotan rápido sus ahorros y piden más dinero en efectivo a sus familiares en Estados Unidos. Hacen fila durante horas en los pocos cajeros automáticos. Los cambistas manoseando fajos de dólares aparentemente están por todas partes. La especulación de precios está muy extendida. Con pocas instalaciones públicas, los bares y restaurantes incluso cobran a los migrantes por usar los baños.

Los vendedores ambulantes comercian con una variedad de artículos para acampar: Casas de campaña, colchonetas para dormir, botas de montaña, estufas portátiles, repelente de insectos y un líquido oscuro en botellas de color ámbar sin etiquetar que supuestamente mantiene alejadas a las serpientes.

Los tumultos varados pasean de un lado a otro a lo largo del malecón costero, revisan las mercancías, se detienen para tomar un refrigerio y apuestan algunos pesos en juegos de azar, incluida una ruleta hecha a mano que un emprendedor haitiano instaló en la explanada. La banda sonora de siempre es un ritmo haitiano que sale de diversos equipos de sonido.

“Llevamos 22 días en Necoclí. ¡No podemos esperar más!”, comentó Darlene Martínez Pérez, originaria de Puerto Príncipe, quien se dirigía a Florida.

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Residió en República Dominicana, que limita con Haití, durante 11 años antes de partir hacia Colombia.

Como muchos, estaba consternada por las imágenes recientes de Del Río, Texas, donde agentes de la Patrulla Fronteriza a caballo hicieron retroceder a multitudes de haitianos que habían acampado a lo largo del Río Bravo. Las autoridades estadounidenses expulsaron a miles de personas a su tierra natal caribeña.

“Eso fue muy triste y doloroso”, comentó Martínez Pérez. “Me gustaría que el presidente Biden supiera que sufrimos mucho para venir aquí. Ni los caballos ni las palizas nos detendrán en este momento. No podemos retroceder ahora”.

Immigrant families from Haiti climb a steep mountain trail near the border with Panama
Familias haitianas suben por un sendero de montaña empinado durante una caminata el martes por la brecha del Darién, en Colombia.
(John Moore / Getty Images)

Las escenas en esta franja de Colombia ilustran cómo está evolucionando la migración ilícita a Estados Unidos.

Los migrantes que se dirigían a la frontera entre Estados Unidos y México una vez vinieron casi exclusivamente de México y Centroamérica. Ahora, el movimiento ha adquirido el carácter multinacional que prevalece en Europa, donde personas de Medio Oriente, Asia y África subsahariana convergen en las fronteras después de estadías maratónicas que a menudo incluyen recorridos a través de zonas de guerra, peligrosos cruces marítimos y viajes subrepticios dentro de contenedores sellados.

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“Siempre ha existido la suposición de que la geografía es un impedimento para la migración, eso ya no es cierto”, explicó Chris Ramón, consultor de inmigración en Washington. “La gente está dispuesta a emprender estos viajes realmente peligrosos para llegar a la frontera”.

Los migrantes que ingresaron a Panamá durante los primeros nueve meses de este año incluyeron a 68,763 haitianos, entre ellos 12,087 niños nacidos en Chile y Brasil; 12,870 cubanos; 1,529 venezolanos; 942 bangladesíes; 543 senegaleses; 436 ghaneses; 415 uzbekos; 294 indios y 293 nepaleses. Aproximadamente 1 de cada 5 personas que cruzaron eran niños.

“Estamos aquí como turistas”, comentó un joven nepalí con anteojos que deambulaba por el malecón de Necoclí con un grupo de compatriotas. “Sólo estoy de visita”, agregó, negándose a dar su nombre.

Moraima Zamora, de 57 años, de La Habana, se instaló en una casa de campaña en lo que se conoce como el tramo cubano de la playa. Esperaba reunirse con su esposo en Miami. Después de dejar la isla, había trabajado como ama de llaves y peona de fábrica en la nación sudamericana de Guyana, enviando dinero a su hija y dos nietos en Cuba.

A Haitian immigrant is seen through the window of a tent at night.
Una inmigrante haitiana pasa la noche en un campamento el lunes en Colombia.
(John Moore / Getty Images)

“De ninguna manera voy a esperar aquí un mes para obtener un boleto para cruzar”, comentó Zamora. “Mi esposo me va a enviar algo de dinero, buscaré una embarcación y haré avanzar las cosas”.

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Los prolongados retrasos para alcanzar un barco han dado lugar a un negocio clandestino arriesgado que transporta migrantes a través de aguas turbulentas.

Solo este mes, los cuerpos de tres mujeres, dos de Haití, una de Cuba, fueron encontrados después de que un bote que transportaba ilegalmente a migrantes se volcó. Otros seis estaban desaparecidos y se presume que se ahogaron.

Esos peligros explican por qué muchos prefieren esperar en Necoclí los barcos más seguros, a pesar del aburrimiento y el agotamiento de los recursos.

“Hemos escuchado que Estados Unidos es un lugar donde puedes ser libre, puedes criar a tu familia y esperar que tus hijos avancen, estudien en la universidad”, explicó un hombre de Sierra Leona mientras abordaba una embarcación legal.

Uno de un grupo de 14 africanos que había volado a Brasil y que luego viajaron hacia aquí por tierra, mencionó que tenía 35 años y solo daría su primer nombre: Osman.

“Queremos libertad”, enfatizó.

Desde Acandí, el viaje en motocicleta o caballo lleva a los migrantes por caminos fangosos, pasando por el ganado pastando, cruzando arroyos y ríos, subiendo y bajando colinas, así como atravesando tramos de bosque denso antes del punto de entrada al Darién. A partir de ahí, es una sofocante caminata de dos a siete días a través de las montañas hasta Panamá.

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Migrants, most from Haiti, journey through the infamous Darien Gap enroute towards the United States
Los migrantes cruzan el infame Tapón de Darién en Colombia en su viaje hacia Estados Unidos el 5 de octubre.
(John Moore / Getty Images)

Los afortunados de tener algo de dinero en efectivo pueden contratar guías para ayudar al menos durante parte de la marcha.

Makenson Dutreil, de 35 años, quien indicó que se dirigía a Nueva York, se encontraba entre la media docena de haitianos, incluida una niña de 5 años con gafas de sol de plástico decoradas con barras y estrellas, que se embarcaba en el último empujón hacia el Darién, encima de un par de carruajes tirados por caballos.

Se detuvieron para comer arroz y pollo en un puesto junto al río bajo la dirección de Absalón Álvarez, de 46 años, un intrépido emprendedor que también construyó un puente de peaje con tablas de una ceiba y comenzó a cobrar a cada motocicleta, así como a cada automóvil, unos 55 centavos de dólar por cruzar el río Acandí Seco.

Refrescados, Dutreil y otros se mostraron optimistas.

“Al menos estamos en movimiento de nuevo”, comentó Dutreil mientras su grupo avanzaba hacia la jungla.

A este artículo contribuyeron los corresponsales especiales Liliana Nieto del Río y Juan Carlos Zapata en Necoclí y Acandí, Colombia, así como Cecilia Sánchez en la Ciudad de México.

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