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OPINIÓN: A 27 años del asesinato Colosio, siguen las dudas, y otra vez me vino el recuerdo de Mario Aburto

Mario Aburto mug shot
Mario Aburto está preso desde 1994 acusado del asesinato del ex candidato presidencial Luis Donaldo Colosio.
(Archivo)
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Hoy hace 27 años del asesinato del candidato presidencial del PRI Luis Donaldo Colosio Murrieta. A esta distancia de los hechos, su homicidio aún se envuelve en un velo de dudas. El único acusado del magnicidio, Mario Aburto Martínez se encuentra enfermo y desmejorado física y anímicamente en una cárcel federal, la de Guanajuato, desde donde ha solicitado que su caso se reabra.

La petición de reapertura del caso fue presentada por los abogados de Mario Aburto, ellos han solicitado la intervención de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH) por considerar que hubo violaciones a las garantías del inculpado, quien fue sometido a tortura para que se declarara culpable de un crimen, que asegura Aburto, nunca cometió.

Hasta hoy Mario Aburto no ha hablado con la prensa. Se reserva su historia para un día contarla a través de un libro, según confirma una fuente cercana a la familia. Mario quiere contar de viva voz cómo fue que terminó siendo inculpado de un asesinato que asegura, nunca cometió, cómo fue que el Estado mexicano lo utilizó para ocultar un asesinato que bien pudo haber venido desde las altas esferas del poder.

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Recientemente la periodista Laura Sánchez Ley, tras lograr desclasificar de la reserva en que se encontraba el expediente del proceso penal condenatorio de Mario Aburto, volvió a poner en la mesa del debate público el tema del asesinato de Luis Donaldo Colosio, ocurrido el 23 de marzo de 1994.

Lo aportado por la periodista, autora también del libro “Aburto: Testimonios desde Almoloya, el Infierno de Hielo” (Grijalbo 2017), es sin duda de un valor inconmensurable para poder entender en su justa dimensión este hecho histórico sobre el que el imaginario colectivo ha urdido todo tipo de hipótesis.

Ahora, luego que Aburto ha pedido la reapertura del caso, con lo que busca dejar la prisión, en la que ya lleva 27 años y que lo ha consumido física y emocionalmente, otra vez vuelve a surgir el debate nacional para tratar de saber la verdad histórica de este homicidio, uno de los más importantes del siglo XX.

Durante los meses de junio a diciembre de 2008, a lo largo de mi encierro en la cárcel federal de Puente Grande, Jalisco, yo tuve la oportunidad, en calidad también de reo inocente, de hablar con Mario Aburto, donde este me dispensó algunas pláticas sobre el tema.

Lo dicho entonces por Mario Aburto, hilvanado con algunos sucesos de su vida en esa prisión –hoy contenidos en el libro “Los Malditos” (Grijalbo 2013)- son a la fecha la única versión periodística lograda de viva voz del protagonista central del asesinato de Luis Donaldo Colosio.

El Aburto de carne y hueso

Cuando lo vi, alcancé a reconocerlo. Lo miré a lo lejos: caminó despacio, con las manos atrás y la cabeza agachada. Pese a ello, venía observando todo. Pude distinguir que sus ojos le bailaban de un lado para otro, indagando quién caminaba a su lado, aparte del oficial que lo vigilaba.

Pese al encierro de tantos años, se le notaba joven, aunque cansado, con los cachetes más colgados pero con la misma cara de niño que se le veía cuando, en cadena nacional, en el noticiero 24 Horas de Televisa, lo presentaron como el autor material del asesinato de Luis Donaldo Colosio Murrieta, candidato del PRI a la presidencia de la República.

Mario Aburto Martínez, aunque un poco más amarillo y bajo de peso, lo pude reconocer a la distancia; en aquel tiempo decían los guardias en los pasillos de la cárcel federal de Puente Grande que era posible que alcanzara su libertad en breve, que a lo sumo a principios de 2014 podría beneficiarse con la preliberación. Muchos presos de esa cárcel federal ya dudaban que el gobierno le otorgue algún beneficio. Como quiera que sea, a Mario se le veía bien.

Mario era uno de esos presos carismáticos, de los que se hablaba por todos lados, de los que con un chiste se ganaban a los oficiales, por muy bravos que fueran o por muy estrictos y apegados al reglamento que se quisieran comportar. Era también de los personajes que siempre salían a colación en cualquier diálogo entre reos. Se podría decir que Mario Aburto era uno de los presos más consentidos de Puente Grande.

Ya me habían platicado de Mario. En varias ocasiones Noé –un lugarteniente de “El Chapo”- sacó a relucir frases célebres de Aburto, cuando abordábamos algunos temas que requerían algo de filosofía. Con la frase “Como dice Aburto”, a veces Noé prologaba sus monólogos. Ésa era la mejor manera de brindar reconocimiento a alguien en la cárcel. Y si alguien estimaba a Aburto, ése era Noé. No había día que no iniciara una de sus narraciones sin citar a Mario Aburto.

“Como dice Aburto, ¿quieren que les cuente un cuento?”, era la fórmula favorita de Noé para comenzar a platicar alguna anécdota o simplemente para divagar por los rincones del pensamiento. Fue ésa la forma en que todos los que estábamos en el pasillo 4 del Centro de Observación y Clasificación (COC) comenzamos a conocer a Aburto, aún sin verlo, solo con la referencia mediática del día de su detención y las frases que se iban hilvanando día a día en los diálogos del Gato.

Yo lo alcancé a reconocer a la distancia, cuando me tocó caminar a su lado, mientras nos conducían a la visita familiar. Salí del módulo COC y a Mario lo llevaban por el pasillo que viene del módulo cinco. Ya estaba en población, pues había concluido la presión del gobierno federal que lo mantenía aislado del resto de la comunidad carcelaria.

Ocurrió después del desayuno, rumbo a la visita. El guardia que me conducía al área del encuentro familiar fue alertado por el que llevaba a Aburto; le gritó que no dejara que me acercara mucho, pero el oficial que me vigilaba no hizo caso de la advertencia —entre risitas burlonas— y seguimos caminando.

Andando a una distancia de no menos de dos metros, con la vigilancia complaciente de dos guardias “leves”, alcancé a ver que a Mario le habían dado la oportunidad, igual que a mí, de caminar con la cabeza levantada. Por eso lo reconocí plenamente. Lo pude ver de frente y luego avancé casi a su lado.

La cara redonda, la boca chica, las orejas grandes, el pelo muy cortito, al genuino estilo de Puente Grande, y los ojos caídos, de inmediato me hicieron recordarlo como cuando lo vi en la televisión, a dos días de que dieran la noticia de la muerte de Luis Donaldo Colosio. Seguía siendo la viva imagen de aquel muchacho confundido y desenfadado que clavaba la mirada en la lejanía y que parecía no ver nada y estar viendo todo.

Él notó que lo reconocí y —sabiéndose estrella, como les decían en la cárcel federal a quienes se distinguen del resto de la población— de inmediato me saludó con la cabeza, a la vez que me regalaba el consabido “ánimo”, que a manera de gesto de cordialidad se tienen permitido decirse los presos de módulos distintos.

Le respondí con la misma y mustia mueca de amabilidad que utilizan los presos.

Caminamos juntos desde el diamante de vigilancia, donde se juntan los pasillos que vienen de los módulos de población, por donde se sale del módulo cinco y hasta el área de visitas familiares, que es una distancia de casi 200 metros, haciendo paradas en los dos diamantes de control que se ubican en el trayecto.

El instinto de reportero me saltó y le solté la pregunta:

—¿Sí mataste a Colosio? —él me miró fijamente y solo esbozó una sonrisa; yo volví a insistir con la pregunta—: ¿de verdad lo mataste, o solo te pusieron…?

—Es solo publicidad —me soltó casi en un susurro—. Yo no lo maté; pero ¿cuándo le ganas al gobierno? Si ellos dicen que tú fuiste, pos fuiste tú y no hay forma de decir que no. Y mientras, aquí me estoy acabando la vida por algo que ni yo estoy seguro de que haya hecho.

—¿Cuánto te dieron de sentencia?

—Me la dejaron en 45 años; me habían dado 48 pero luego me la bajaron a 42 y finalmente me la dejaron en 45…

—Un chingo, ¿no? —le dije a manera de consolación y manifestando ese gesto solidario, de preso a preso, que solo se entiende cuando uno está adentro.

—Pos sí, pero ¿ya qué le haces? Cómo que te resignas, cómo que te acostumbras… Y van pasando los meses y se van acabando los años.

“Y cada vez está más cerca la salida –pensé para mí-, y eso es lo que a veces lo mantiene a uno en pie: la esperanza de poder ver a la gente que uno quiere, a las personas que lo esperan a uno allá afuera, las que no te han dejado y no te han olvidado, aunque para muchos sea uno un animal del mal”.

—Dicen que alcanzas beneficios… -le pregunté.

—Pos eso ando viendo. Va a estar cabrón que el gobierno quiera, pero vamos a pelear para ver cuánto se puede reducir mi sentencia –me contestó desanimado.

Mario Aburto Martínez, trasladado de Almoloya a Puente Grande en 2004, vivía en el módulo cinco de sentenciados. Salía a hacer deporte los domingos, sábados, martes y jueves; también tenía actividades de dibujo lunes y miércoles, iba a clases de preparatoria abierta los jueves por la tarde. Los viernes tenía derecho a sacar dos libros de la biblioteca. Los domingos por la tarde acudía a misa en el aula de clases que se improvisa como capilla. Le gustaba mucho la pintura y había logrado algunos reconocimientos del personal de terapia ocupacional, por los dibujos que hizo en el marco de algunos concursos realizados en el interior de la cárcel.

Mientras esperamos que nos dieran el paso del diamante, me miró fijamente y me preguntó:

—Y tú… ¿quién eres? ¿De dónde saliste? Estás todo amarillo, ¿No te sacan al sol?

Le expliqué que era periodista y que me mandaron a la cárcel por criticar al gobierno federal y a la administración de Felipe Calderón. Le conté que estaba allí por gestiones del gobernador de Guanajuato, Juan Manuel Oliva Ramírez, y de un grupo de empresarios políticos de Michoacán. Todo se lo solté en frases concretas, como se acostumbra en la cárcel, para obviar tiempo.

Mario Aburto soltó una risa sonora que obligó al guardia a voltear a vernos y a conminarnos a que guardáramos silencio.

—Hijo de la verga —me dijo con la cabeza agachada y bajando la voz—, pos se habían tardado en meter a la cárcel a los periodistas. Deberían meterlos a todos, por mentirosos y putos.

—Así es como el pendejo presidente pretende destacar su gobierno –me defendí-. No quiere que le hagan crítica, por eso está matando a los periodistas, y a otros los está mandando a la cárcel o al exilio…

—¿Y de qué te acusan? —me cortó el discurso que ya comenzaba a aflorar.

—Dicen que soy narcotraficante —él soltó otra vez su risa, una risa que quiso disimular con una tos fingida, para evitar el regaño del guardia, que seguía a la espera de que le autorizaran nuestro pase hacia el pasillo que conduce al área de visitas. —¿Y a poco sí eres periodista? —preguntó un tanto incrédulo, mientras me revisaba de arriba abajo.

—Sí, de verdad… No tengo credencial, pero…

Mario Aburto volvió a soltar otra risita y se me quedó viendo.

—De veras vale madre este puto país —dijo a manera de reflexión, con una voz casi inaudible.

—Oye —le volví a insistir antes de que nos ordenaran que siguiéramos caminando—. ¿De verdad no mataste a Colosio?

—Ah, qué pinche necio eres… Ya te dije que no…

—¿Quién lo mató?

—No sé; el gobierno, la Iglesia… Cualquiera pudo haber sido, pero yo no lo maté… Llevo años diciendo eso y nadie me cree…

La voz grave de uno de los guardias indicó que avanzáramos y rompió el diálogo a través del cual apenas estábamos fraternizando. Aburto se puso serio, le cambió el semblante y soltó la última advertencia:

—Qué jodido estás; si sigues preguntando esas cosas, nunca te van a soltar, ya ves cómo es el gobierno…

Se volvió a escuchar la voz de otro guardia al final del pasillo, que en tono marcial ordenó:

—Muévanse. Aburto Martínez al locutorio seis; Lemus Barajas va al cubículo tres de familiar… Muévanse, cabrones. Ya está corriendo el tiempo de la visita.

Cuando nos Encontramos en el Hospital

La anterior fue la primera vez que vi a Mario Aburto en la cárcel. Después lo volví a encontrar en el área del hospital. Yo estaba llegando al pasillo de consultas cuando vi de reojo que alguien salía del consultorio. El oficial que lo llevaba le ordenó a Mario que se colocara frente a la pared, con las manos a la espalda. Antes que yo, estaba otro interno que fue ingresado al consultorio. Yo quedé al lado de Aburto, de frente a la pared, como cuando estuvimos platicando la primera vez, mientras nos conducían al área de visitas.

Mario me miró de reojo y esbozó un sonrisita. Habían pasado acaso dos meses desde la primera vez que nos encontramos. Su memoria me registró perfectamente:

—Qué onda, pinche reportero —me dijo en un susurro que sonó más bien a saludo—. ¿Todavía andas por aquí? Yo ya te hacía en tu casa… Ya vez lo que te digo: que el gobierno se pone necio y si se le antoja no te va a dejar salir…

—Todavía ando aguantando, no me van a quebrar —dije yo como alentándome a mí mismo—. Voy a salir de aquí en cuanto se vaya el enano de Felipe Calderón.

—Así me decía mi abogado —reviró Aburto—: vas a salir en cuanto se vaya Carlos Salinas. Y mira, se fue, llegó Zedillo, pasó Fox y se va a ir Calderón y el que le siga, y lo más seguro es que yo voy a seguir en esta misma condición…

—¿A poco ya perdiste las esperanzas de irte de aquí?

—¿A poco se ve muy alentador el panorama para el acusado de matar a un candidato a la presidencia de la República? —me contestó con un tono llenó de ironía—. ¿Tú crees que me van a dejar salir así de fácil?

—¿Cuál fácil? ¿A poco no se te ha hecho pesado lo que llevas de cárcel? —le tiré como para esperar una respuesta obvia—. ¿Cuántos años llevas ya encerrado?

—Sí, la verdad esto ha estado de la chingada. A veces uno no quiere pensar en el tiempo que lleva encerrado, en todo lo que ha tenido que pasar aquí adentro; pero cuando de repente, por las noches, haces cuentas de lo que llevas encerrado y del tiempo que ha pasado y de todo lo que te has perdido, te llenas de coraje y tristeza porque vas dejando embarrada la vida en estas pinches paredes de mierda que no valen madre…

—¿Cuántos años llevas ya en la cárcel? —insistí.

—Pos ya ni me acuerdo. Desde 1994 a la fecha… Creo que ya son 14 años los que llevó preso.

—¿Pero no siempre has estado en esta cárcel de Puente Grande?

—No, yo llegué aquí, apenas, en octubre de 2004… Ya llevo casi cuatro años de andar por estos pasillos. Ya siento que quiero a esta bola de cabrones (a los custodios) que se deleitan haciéndonos la vida imposible a cada instante. En esta cárcel me ha pasado de todo… Mira, hasta un puto reportero me vine a encontrar y ahora me anda entrevistando —dijo a la vez que soltaba una risita que, igual que siempre, intentaba disimular con una tos fingida.

La tos fingida de Aburto llamó la atención del oficial de guardia que, parado adentro del consultorio, mantenía vigilancia sobre el interno que estaba en plena consulta y los otros dos presos que seguíamos de pie, a la espera, Mario de irse y yo de entrar con el médico.

El guardia se dio cuenta de que estábamos hablando y se dirigió a Mario para decirle que guardara silencio, que no lo provocara, a menos que quisiera aventarse 15 días en aislamiento. La sola amenaza del oficial bastó para que Mario se quedara mudo y únicamente respondiera con un rechinar de dientes que alcanzó a escucharse a varios metros de distancia.

—Guarde silencio, Aburto, o nos arreglamos usted y yo ahorita que vayamos por el pasillo —fue la amenaza más clara del custodio, que luego se dirigió a mí para hacerme la misma advertencia; solo que en mi caso el colofón fue más severo—: Usted también, Lemus, ándese con cuidado porque se puede caer en el baño y quebrarse las patas.

Apenas el oficial nos amenazó en voz baja, volvió a su posición de vigilancia; parecía que le interesaba más escuchar los problemas renales que decía tener el interno que estaba en el interior del consultorio, que lidiar con dos presos que se hallaban en pleno diálogo, siempre manteniendo la vista al frente, como hablando con la pared y como si la pared pudiera responderles sus dudas.

Yo volví a formular mis preguntas a Mario Aburto. Me lo había vuelto a encontrar de suerte y solo Dios sabía si volvería a tener la oportunidad de preguntarle lo que medio país le preguntaría si lo tuviera a la mano:

—Oye, Mario, ¿fuiste tú el que mató a Colosio? —esta vez volteé a verlo, en espera de constatar con todos mis sentidos la repuesta del preso.

Mario Aburto rio como la primera vez que le pregunté lo mismo. Giró su rostro levemente hacia mí hasta encontrarnos y mirarnos fijamente:

—No —me respondió a secas.

—¿No lo mataste?

—Te estoy diciendo que no. Ésa es la verdad y eso lo sabemos Dios, yo y los que lo mataron y me metieron a mí en esta bronca que no alcanzo a comprender. A mí me tocó pagar y todavía no sé por qué; pero sí sé que un día todo se va a aclarar y entonces todos se van a dar cuenta de que por muchos años estuvieron acusando a un inocente.

—¿Cómo duermes en las noches?

—¿Qué, que cómo duermo en las noches? —contestó preguntando, desconcertado.

—Sí, ¿cómo duermes por las noches?

—Bien. Duermo a gusto. Ocupo la cama de arriba y hay días en que ni siquiera me levanto para ir al baño. Lo que a veces no me deja dormir es el calor y los mosquitos; pero fuera de allí, la mayor parte del año duermo sereno. Tengo mi conciencia tranquila. Concilio el sueño a la primera, y apenas me acuesto me quedo dormido. A veces sueño, pero sueño que ando en San Diego o me acuerdo cuando era niño y me la pasaba allá en Zamora, con mis primos; nos íbamos a nadar a la presa o nos íbamos al cerro todo el día.

”A veces sueño a mis hermanos y a mi jefito que deben haber sufrido mucho por todo esto… Hace mucho que no los veo y eso me pega fuerte en el ánimo; pero yo siempre tengo la fe y la esperanza de que muy pronto los voy a poder ver. Casi siempre que recibo cartas los sueño y me da mucho gusto verlos en mi mente que están bien, que la siguen pasando bien a pesar de todo esto que nos viene sucediendo”.

—¿No te han abandonado?

—No, mi jefito me sigue apoyando. Él es el más fuerte apoyo que tengo. Me escribe y me dice que no me deje vencer por la cárcel, pues está seguro de que no se puede mantener para siempre la mentira del crimen que dicen que cometí.

—Si no mataste a Colosio, ¿por qué te declaraste culpable?

—Qué pinche pregunta tan pendeja —me dijo mientras me volteaba a ver con un gesto de coraje en la cara, al mismo tiempo que sus labios escurridos hacia abajo se le fruncían—. Tú debes saber que cuando te tienen en pleno interrogatorio, en plena tortura, lo que te digan que aceptes lo tienes que aceptar. Si te dicen que eres el diablo, pos terminas siendo el diablo y no hay otra opción.

”A mí comenzaron a torturarme desde que me llevaban en la camioneta a las instalaciones de la PGR en Tijuana. No recuerdo cuántas veces perdí el conocimiento en el trayecto. Me acuerdo escasamente cuando me tenían en el interrogatorio en Tijuana y luego en México, y siempre me decían lo mismo: que les dijera las causas por las que maté al licenciado Colosio. De nada servía que dijera que yo no era el que lo había matado porque parecía que se enfurecían más y terminaban por pegarme cada vez más fuerte. Por eso decidí ya no negar que lo había matado y terminé por aceptar que era el culpable del asesinato, esperando que terminara la tortura a la que me sometían”.

—¿Y las pruebas periciales que hicieron, qué dicen?

—En mi caso todo fue manipulado. Todas las pruebas periciales que se hicieron, desde la obtención de huellas dactilares en la pistola hasta el momento en el que supuestamente yo estaba en Lomas Taurinas, todo fue manipulado. Yo quisiera que se reabriera el caso con más imparcialidad y justicia para que se reconozca finalmente que soy inocente. Mi expediente consta de 178 tomos y allí hay mil 261 declaraciones y un total de 326 peritajes, pero hay muchas contradicciones y ninguna de las pruebas periciales es concluyente. Por eso quisiera que se reabra mi caso.

—¿Crees que si se reabre tu caso saldrías absuelto?

—Si se aplica la justicia en forma imparcial y no meten la mano los que realmente mataron al licenciado Colosio, yo pienso que sí salgo libre, absuelto totalmente. Todo es cuestión de que alguien se atreva a llevar un juicio con total imparcialidad. Lo único que pediría es tener un juicio justo.

”Basta con que se valoren las pruebas que hay en el expediente, que se revisen con plena objetividad; con eso me daría por bien servido, porque estoy seguro de que luego de eso van a quedar en el aire muchas preguntas que apuntan a que yo no fui el que mató al licenciado Colosio”.

Allí, afuera del consultorio, en el área médica del Cefereso federal número 2, ante el riesgo que implicaba estar dialogando a hurtadillas, con la mirada fija de los dos en la pared, a solo unos centímetros de distancia, pero sin poder vernos de frente, alcancé a hacerle la última pregunta esa segunda vez que lo vi:

—¿Cuál es la principal prueba que piensas te podría sacar de la cárcel?

—El casquillo que dicen las autoridades que recogieron en la escena del crimen. Si supuestamente yo tenía un revólver, que es con el que aseguran que maté al licenciado, ¿cómo es posible que haya un casquillo en el suelo?, si en un revólver los casquillos percutidos siempre quedan en el tambor. Si hay un casquillo en el suelo, alguien más disparó y, en consecuencia, la teoría del asesino solitario se viene abajo. Y también se viene abajo toda la culpa que me han echado. Y alguien más debería estar aquí, en mi lugar…

La respuesta de Aburto fue bruscamente cortada por la voz marcial del oficial que salía del consultorio, a la vez que ordenaba que el otro preso se colocara a mi izquierda, mientras Mario Aburto era ingresado en el consultorio. Después de un rato de espera —cinco o 10 minutos—, Mario fue sacado del consultorio, y a mí me dieron pase para ver al especialista en urología.

Al salir de la consulta, los tres reclusos atendidos —yo fui el último— fuimos trasladados de regreso a nuestras estancias. Caminamos en fila solo unos cuantos metros, mientras pasábamos el punto de control de acceso-salida del hospital. Allí, en lo que esperábamos que se abrieran las puertas magnéticas, alcanzamos a despedirnos en voz baja.

—Ánimo —me dijo Mario Aburto en voz muy baja, mientras se llevaba la mano derecha al corazón. Ésa es la principal señal de estima entre los presos de la cárcel de Puente Grande—. Nos estamos viendo.

—Ánimo —le contesté yo, con el mismo gesto de solidaridad que obligaba a todos los que portábamos el uniforme café de aquella cárcel federal.

Aburto y “El Libro de Actas”

Volví a encontrar a Mario Aburto por tercera ocasión en aquella maraña de pasillos del penal de Puente Grande, otra vez que me conducían del COC a la visita familiar. Nos encontramos en el diamante de vigilancia que une los pasillos de los módulos de población general con el área de observación y clasificación, convertida en área de segregación.

Aburto venía caminando con las manos en la espalda y la cabeza gacha, pero observando todo su entorno con la vista periférica. En el diamante de vigilancia, mientras esperábamos el pase a la zona de visitas, volvimos a juntarnos. Por instrucciones del oficial que lo escoltaba se colocó a mi izquierda. Yo busqué su mirada, porque lo reconocí, pero esta vez él me ignoró. Hacía poco menos de dos semanas que nos habíamos visto en el área de hospitales y esta vez pareció no reconocerme, o quizá no tenía ganas de platicar ni de arriesgarse a un castigo.

Yo me quedé con las preguntas en la punta de lengua, las mismas que estuve estudiando durante los últimos días para cuando se diera la oportunidad de encontrarlo. Esa vez que nos vimos en el diamante de entrada al área de visitas, yo iba preparado para preguntarle acerca de su famoso “Libro de actas”, del que tanto se ha escrito y en el que parece perfilarse como un magnicida clásico.

El “Libro de actas” de Mario Aburto es un documento que él mismo escribió años antes del magnicidio —según me dijo uno de los policías que participaron en la primera investigación, al que conocí en el módulo uno de procesados cuando fui llevado a ese sector—. Dicho documento, llevado a manera de diario, habla de la transformación de Aburto de persona normal a caballero águila.

En otra ocasión me encontré a Mario Aburto de nueva cuenta en el área del hospital. Nos vimos a las afueras del consultorio del dentista, donde también está el laboratorio de análisis clínicos y el área de radiografías. Esa vez el área estaba llena de internos y el personal médico no se daba abasto para atender a todos los presos que los oficiales de guardia llevaban a ese lugar. Fue durante el mes que se decretó una epidemia de hepatitis en la población de reclusos de algunos módulos. Lo vi de reojo y él me reconoció a la primera; me saludo con la cabeza y dio un paso lateral como para acercarse más adonde yo estaba.

—¿Qué onda, reportero…? ¿Cómo te trata la vida? —me preguntó con un susurro de voz que apenas alcancé a entender.

—¿Qué onda, Mario? —le contesté, sin voltear a verlo para no llamar la atención de los guardias que se movían y se perdían en aquel mar de uniformes cafés arremolinados contra la pared, con las manos en la espalda.

—¿También tienes hepatitis? —me preguntó mientras su boca hacía un gesto de repulsión que alcancé a ver con el rabillo del ojo.

—No. Creo que me llevan con el internista porque tengo problemas del estómago —le dije sin la certeza de qué estaba haciendo en el área del hospital, mientras buscaba rápidamente en mi cabeza las preguntas que no le había hecho la última vez que lo pude ver en el momento en que nos juntaron en el diamante que da paso al área de visitas.

—Acá todo el pasillo se enfermó de hepatitis —me dijo mientras volteaba a ver al otro preso que estaba a su lado derecho—. Nos van hacer análisis porque dicen que van a separar a los que aún no están enfermos, antes de que comience a morirse la gente de esa mierda.

—¿Y tú cómo te sientes? —atiné a preguntarle por cortesía.

—Yo no estoy enfermó —contestó categórico y seguro—, pero digo que me siento algo mareado, ahora que llegaron a preguntar, para aprovechar y me traigan a dar una vuelta por estos lugares. Ya ves que es mucho enfado estar sin hacer nada todo el día. Así al menos uno se viene a distraer un poco por estos lares. Estaba seguro de que te iba a encontrar, pos al parecer tú no sales de aquí.

—No, hace mucho que no venía por acá —le respondí—. El otro día el director fue al pasillo y ordenó una revisión médica a todos los que estamos segregados y encuerados, y luego de la revisión el médico le dijo al director que yo necesitaba ver al internista. Y yo pienso que por eso me han traído a este lugar, ya ves que aquí el último que sabe a dónde va o qué le van hacer es uno mismo. Lo tratan a uno como animal, estos hijos de la chingada.

—Cálmate, reportero —me dijo en tono de broma—; ya te irás acostumbrando al trato que nos dan aquí, pos realmente no eres nada. Solo eres un número al que le aplican un protocolo y nada más.

—La otra vez te vi y no me pelaste —le dije en tono de reclamo.

—Sí te vi, pero no te podía hablar —me explicó brevemente—; lo que pasa es que el pinche guardia que me llevaba ya me trae en jabón y por su culpa me han castigado cuatro veces en menos de tres meses. Se me hace que le caigo gordo al cabrón, o a lo mejor me cogí a su madre sin querer y por eso me odia tanto —dijo mientras ahogaba la frase con la típica risita que seguía tratando de ocultar con una tosecita fingida.

—Oye, Mario, ¿y sí fuiste tú el que escribió el “Libro de actas”? —le tiré a quemarropa la pregunta, como para obviar aclaraciones y aprovechar el momento. No quería desaprovechar esa oportunidad.

—Ésa es otra mentira —respondió otra vez con un tono de voz más bajo y más lento—. Han dicho tanto de mí que ya estoy creyendo que sí soy el que mató al licenciado Colosio. Eso del “Libro de actas” es una mentira más de los que me quieren tener preso. Yo no he escrito ese libro. Al menos no recuerdo haberlo escrito. Además, no tenía motivos para escribir esas cosas que dicen que menciono. Yo pienso que eso lo cuadraron los psicólogos que me hicieron el perfil, con el fin de poder decir que sí soy la persona que ellos aseguran que soy.

—Dicen que sí es tu letra la que está en ese “Libro de actas”…

—Tú eres bien pendejo, reportero. Se me hace que por eso estás aquí —me dijo como prefacio a la respuesta de la pregunta que no alcancé a terminar de formular—. Lo que ha presentado el gobierno como escritos míos, efectivamente son míos, pero los escribí los días que estuve en la PGR, en Tijuana y en México. No los escribí antes como ellos han querido hacer creer a la gente. Ni me siento caballero azteca por si también me lo vas a preguntar.

—Entonces sí hubo varios “Marios” Aburto…

—Sí, y ojalá se pudiera abrir de nueva cuenta mi expediente para que me den la posibilidad de defenderme bien, sin los errores y las fallas que padecí en su momento, porque hay muchas cosas que se deben investigar, como mi parecido con algunas personas que aparecieron muertas un día después del asesinato del licenciado Colosio y también mi parecido con el elemento de seguridad nacional que estuvo presente en Lomas Taurinas. Hay muchas cosas que no cuadran y si se analizan finalmente va a resultar que aquí tienen preso a un inocente.

—¿Tu familia no está haciendo nada para buscar que se reabra tu proceso?

—Sí, son ellos los que me están ayudando con todo, pero como que no han encontrado los medios adecuados para denunciar que lo que estoy viviendo es una injusticia. Nadie les hace caso.

—Pero si se reabre el proceso, ¿a poco te vas acordar de todo lo que pasó?

—Claro, cómo se me va a olvidar lo que hice esa ocasión, si todos los días durante tantos años lo repaso minuto a minuto, paso a paso. Y cada vez sigo encontrando más cosas que pueden llevar a una verdad que sin duda me ayudaría a salir de la cárcel. A diario repaso las circunstancias en las que mataron al licenciado Colosio, y cada vez estoy más convencido de que hay alguien más que debería estar aquí en mi lugar. Aunque debo confesarte que hay días en los que termino convencido de que sí fui yo quien mató al licenciado Colosio. Porque cuando estás aquí terminas creyendo que sí eres responsable de lo que te acusan.

—Entonces, ¿tú mataste a Colosio? —le pregunté buscándole la cara.

—No, yo no fui. A mí me agarraron como chivo expiatorio —contestó secamente mientras veía fijamente la pared, sin parpadear, con la boca tan seca que se podía escuchar el chasquido de la lengua al hablar.

—Pero… ¿por qué firmaste la declaración inicial…?

—…Y también lo acepté ante el juez y no me retracté en ningún momento. Y cada vez que me lo preguntaron durante el proceso lo sostuve: yo dije que era el asesino único y material del licenciado Colosio… Pero lo hice porque mi familia siempre estuvo amenazada y corría peligro de muerte si yo negaba el asesinato. Yo me inculpé por salvar a mi familia. Seguramente por eso me escogieron quienes se decidieron a ponerme en este aprieto, porque sabían que ante todo yo iba a preferir la tranquilidad de mi familia aunque perdiera mi libertad.

—¿Y tu familia está bien?

—Sí, todos están en Estados Unidos. Ya todos tienen su vida hecha, y mis jefitos no pierden la esperanza, igual que yo, de que un día cambien las cosas en nuestro país y se pueda solicitar una revisión de mi sentencia, pero sobre todo de mi proceso, en el que hubo muchas irregularidades que nadie ha querido ver.

—¿A quién le han estado pidiendo que se reabra el proceso?

—A todos. A medio mundo. Le estamos escribiendo a todas las personas posibles, aunque a veces lo único que logramos despertar es la curiosidad de algunos políticos que quieren saber qué pasó realmente, qué hay detrás de la muerte del licenciado Colosio, quién está detrás de ese crimen. ¡Como si de verdad yo tuviera respuestas a todas esas preguntas!

—¿Le han enviado cartas a la presidencia de la República?

—Nos hemos cansado de hacerlo, mis jefitos y yo… pero nadie nos hace caso. Lo único que hacen es mandar a un representante para que les explique los motivos por los que maté al licenciado Colosio; pero no dicen nada de reabrir mi proceso.

—¿Quiénes te han buscado para que les platiques acerca de la muerte de Colosio?

—Fox me mandó gente, y en su primer año de gobierno Calderón también me envió a dos personas que querían que les confesara la razón que tuve para matar al licenciado Colosio, pero lo que ellos querían en realidad era saber quién fue el que me ordenó matarlo… Como que buscaban que les dijera el nombre de algún político reconocido del PRI…

—¿Y qué nombre les diste?

—Ninguno. No tengo ningún nombre que darles. No voy a satisfacer la curiosidad de Calderón, aunque ellos (los que me entrevistaron en la cárcel) se hubieran ido gustosos si les doy cualquier nombre. Pero no les platiqué nada. Les dije lo que yo quería y ellos me dijeron que no podían reabrir mi expediente…

Ésas fueron las últimas palabras que escuché de la boca de Mario Aburto Martínez. No había terminado de completar aquella frase cuando se escuchó el grito seco de uno de los oficiales que se hallaban en aquel apretado sitio, donde se mantenían a distancia de los internos para disminuir la posibilidad de un contagio de hepatitis. A una distancia de cinco metros se escuchó la voz del oficial que ordenaba que permaneciéramos callados y con la vista en la pared, mientras se terminaba la ronda de los que iban a pasar al laboratorio de análisis clínicos.

En esa ocasión, mientras yo esperaba el pase al consultorio del médico especialista, estuve contando a todos los que estábamos apretujados en el reducido pasillo que conduce a las instalaciones médicas del Cefereso número 2. Contabilicé por lo menos a 40 internos en la fila en espera de ingresar al laboratorio, ante la sospecha de estar enfermos de hepatitis.

Hoy a la distancia de aquella pláticas y aquellos hechos, otra vez se me vino a la cabeza Mario Aburto, lo volví a recordar con sus orejas grandes y su cara de niño… en las noticias, se habla de que se podría reabrir el caso del asesinato de Colosio y eso me da gusto, no solo porque podríamos, como mexicanos saber quién fue el que mandó matar al candidato del PRI, sino porque eso hará sin duda de Mario Aburto, un hombre libre.

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