Perdieron todo, vivieron 13 meses en un tráiler y ahora regresan a un vecindario fantasma después del fuego
La mayoría de las noches en los primeros meses después del incendio, Raymond Taylor se sentaba en una silla, en el exterior del tráiler de viaje que se había convertido en su casa, dispuesto a cansarse al punto tal de caer dormido antes de que el espectro de las llamas tomara sus pensamientos.
Pero cuando finalmente cerraba sus ojos, Taylor no podía escapar de los recuerdos recurrentes: los gritos de sus vecinos, los escombros quemados donde su casa alguna vez había estado. Así que, volvía a salir, y agonizaba en la oscuridad.
Si hubiera sabido que el fuego avanzaría tan velozmente, hubiera tomado las armas italianas de mi padrastro, los anillos de boda, las fotos de cuando Raymond Jr. era niño… Las cosas que no se pueden recuperar.
Mientras California ingresa en la temporada pico de incendios forestales, un episodio ocurrido hace más de un año sigue atormentando aún a muchos de quienes viven en los pintorescos y accidentados enclaves del sur de Sierra Nevada.
Cerca de 300 familias perdieron sus casas en el incendio de Erskine, el más destructivo en la historia del condado de Kern. Antes de ser apagadas, las llamas, que se desataron el 23 de junio de 2016, consumieron más de 48,000 acres de terreno escarpado cerca de Lake Isabella y mataron a dos personas.
El fuego destruyó la aldea de South Lake, una comunidad de residentes de bajos ingresos y jubilados; dejó a Taylor sin hogar por meses y transformó el barrio, antes vívido, en un carbonizado pueblo fantasma.
Doscientas familias estaban aseguradas contra incendios, pero ni siquiera a ellas se les garantizó una vivienda inmediata. Algunas optaron por reconstruir, otros se mudaron del lugar.
Decenas de víctimas permanecieron en campamentos a lo largo del valle del río Kern. Un puñado de ellas siguen hasta hoy sin hogar. En el presente, las calles de South Lake lucen tranquilas, la mayoría de los lotes quemados siguen vacíos.
Taylor y su esposa, Linda, vivieron cerca de 13 meses en una caravana. Al principio, se quedaban en moteles. Pero el dinero se agotaba y la pareja -ambos jubilados- necesitaba algo más estable. Cuando se enteraron de que el seguro pagaría por un tráiler usado, de 28 por 8 pies, y que el campamento Rivernook, justo al norte de Lake Isabella, les permitía quedarse allí de forma gratuita, no lo dudaron. Se mudaron allí cuatro semanas después del incendio.
Taylor, de 63 años, estaba tan agradecido de contar con un lugar donde vivir, que lloró. También sintió gratitud por las prendas donadas, el agua y el dinero, aunque se sentía demasiado avergonzado para aceptar grandes cantidades.
El dolor de perder todo era un entumecimiento. Pocos días después de la evacuación regresó a South Lake, escabulléndose por caminos de tierra que la patrulla de caminos no había cerrado. Su casa había desaparecido; también el jardín, donde él plantaba sus “tomates perfectos”. Su cerca de secuoya, el patio, el estanque, la cascada.
Había pasado 20 años construyendo allí su vida, plantando un jardín y diseñando un patio donde poder sentarse y contemplar las colinas que bordeaban Lake Isabella. Era un hermoso patio, elaborado con el escrupuloso toque de un paisajista profesional. Cuando el fuego estalló en aquel caluroso día de junio, intentó salvar su casa con una manguera de jardín de alta presión. No podía dejar todo allí.
El fuego había arrasado el camino, derribado árboles y tragado hogares enteros. Tanques de propano explotaban con la ferocidad de los disparos de un cañón. Un bombero gritó “¡Fuera!” desde la oscuridad ahumada, y Taylor comenzó de mala gana a correr, con los ojos ardiendo y su manguera como una débil defensa contra la pared de llamas que se tragaba el cerco de artemisa de la casa contigua.
En las semanas siguientes, él y su hermana, quien condujo desde Palm Springs para verlo, exploraron los escombros del antiguo dormitorio principal, en busca de los anillos de boda perdidos. Jamás los hallaron.
Taylor y Linda no estaban seguros de qué hacer. ¿Debían reconstruir? ¿Era mejor mudarse? Taylor no quería dejar el valle; su madre anciana necesitaba de sus cuidados.
En lugar de tomar una decisión, permanecieron en el campamento. La vida era un aturdimiento. Taylor visitaba a su madre y padrastro, quien sufre de Alzheimer, o se sentaba en la silla plegable frente al tráiler para beber cerveza o atenuar la persistente culpa. Linda miraba las repeticiones de “M*A*S*H” durante horas, dentro de la caravana.
Taylor perdió 17 libras y su salud empeoró. Ni siquiera podía observar los fuegos artificiales del Cuatro de Julio sobre Lake Isabella; no podía hacer barbacoas, el olor de las hogueras le resultaba nauseabundo.
En agosto pasado, Taylor estaba sentado en su clásica silla cuando vio a los bomberos acercarse por el camino del campamento. El humo del incendio Cedar, de 29,000 acres en el Bosque Nacional de Sequoia, seguía en el aire y serpenteaba sobre el valle, cuyos residentes hacía menos de dos meses habían sufrido el incendio de Erskine. “¿Qué? ¡Apáguenlo!”, gritó Taylor al aire. “Déjame en paz”, le dijo al fuego.
Compartir un espacio reducido fue un desafío para el matrimonio. El tráiler también sufrió con la estancia prolongada de los Taylor; la parte superior filtraba cuando llovía y el toldo estuvo a punto de caer después de una pesada nevada invernal. La pareja tenía miedo de usar el horno. Pero en otoño hubo un alivio; cuando llegaron las lluvias, también lo hicieron los patos.
Taylor compró bolsas de 50 libras de alimento para ellos y les ofrecía maní a las ardillas que corrían por el lugar. A veces, su favorita, llamada Betty, se sentaba en su hombro mientras él le hablaba; una compañera de confianza durante esos días tan largos. “Eso me mantuvo a salvo”, afirma Taylor. “Pensar que hay vida”.
Después de unos meses, cuando se sentó en su silla plegable fuera de la caravana, Taylor se suplicó a sí mismo dejar de criticar sus decisiones durante el día del incendio; no podría haber salvado nada de lo perdido.
Lentamente, los funcionarios retiraron los materiales tóxicos de los restos de las propiedades en South Lake. Al final del otoño, era seguro ocupar los lotes nuevamente.
En diciembre, después de meses de indecisión y horas de llamadas telefónicas, Taylor planeó su próximo movimiento: construirían en su lote vacío.
El condado estaba limitado en su ayuda a las víctimas. La mayoría de los esfuerzos individuales provenían del sector privado, narró Georgianna Armstrong, gerente de servicios de emergencia del condado de Kern. Los funcionarios gubernamentales pueden intervenir para ofrecer asistencia de vivienda en los casos especiales en que se declara una emergencia federal, pero el presidente Obama no había elevado el incendio de Erskine a esa categoría.
El grupo sin fines de lucro Kern Valley Long Term Recovery Group ayudó a las víctimas del fuego a conectarse con encargados de casos, relató el director de la entidad, Justin Powers, pero la agrupación tenía poco dinero para ayudar a reconstruir.
Muchas familias, especialmente aquellas con medios limitados, quedaron en un estado de paralización, sin saber cómo encontrar una vivienda estable.
“Los incidentes de desastre afectan desproporcionadamente a las personas con ingresos limitados”, afirmó Armstrong. “Y muchas veces, muchas de estas personas desaparecen. Logran que su vida funcione, pero por fuera del alcance del gobierno o de los servicios de emergencia. Se las arreglan por sí mismos”.
Un año después del fuego, la gente regresa lentamente a South Lake. Polvo y rocas pueblan decenas de lotes vacíos. Los árboles lucen quemados, los buzones doblados. Las colinas por sobre los barrios se ven marcadas por un ceniciento color negro.
En mayo pasado, 27 familias elegibles de bajos recursos se mudaron a unidades temporarias donadas por la agencia de manejo de emergencias (FEMA, por sus siglas en inglés), perteneciente al gobierno federal. Un zumbido bajo de ruidos de construcción se escucha en las calles, mientras algunas familias vuelven a erigir sus casas, tal como los Taylor.
Aunque los residentes pueden reconstruir, de todas formas siguen viviendo con los daños emocionales forjados por el incendio. Todos se tensan cuando el humo de un fuego forestal se aproxima al valle. Everett Evans, un exbombero, recorre una lista mental: ¿Dónde está el fuego, qué tan rápido avanza, hacia dónde se dirige?
El hijo de Melanie Perea, Nathan (7), dibuja imágenes de su familia huyendo del fuego. El niño teme otro incendio y le dice a su madre que ya no quiere vivir en el Valle del río Kern. Perea, de 37 años de edad, se mudó a una unidad de ayuda federal después de vivir en una caravana de su propiedad durante meses. El sitio es pequeño, y el viento de la tarde entra en la cocina a través de los respiraderos y de grietas en las puertas, sacudiendo las paredes.
La mujer solía ganarse la vida limpiando casas de sus vecinos cada semana, pero ahora todas esas viviendas han desaparecido. A Perea no le gusta mirar por la ventana; sólo hay lotes vacíos y árboles quemados. “Todo el mundo estaba aquí, y yo los conocía a todos. Ahora no queda nada”, dice.
Después de medio año de construcción, Taylor y Linda se mudaron a comienzos de este mes a una casa prefabricada, instalada en su antiguo lote. A excepción de un vecino que reside en la esquina, la calle está vacía.
El patio luce árido y el interior de la casa está escasamente decorado con elementos provistos por una iglesia local. Aunque no es un hogar todavía, Linda sonríe cuando piensa en volver a cocinar, después de un año de comidas para microondas.
“Es como un castillo para mí”, dice.
Taylor, por otra parte, no se siente todavía cómodo en la casa. Nunca será capaz de recrear su jardín tal cual como era antes. De todas formas, se contenta con las señales de la vida que vuelve al barrio. Las flores rosas y blancas florecen en las esquinas de algunas calles; Taylor pensó que las plantas habían quedado totalmente incineradas. “Pero regresaron”, se maravilló.
Traducción: Valeria Agis
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