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OPINIÓN: Mi madre regresa a casa (o cómo el coronavirus no pudo con ella)

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Hace unos días me dijo que tenía coronavirus. Fue el sábado 28 de marzo cuando mi madre me avisó por WhatsApp que había salido positivo en la prueba y estaba aislada en el Hospital Clinic de Barcelona.

Confieso que la noticia me sumió en la desazón. Tras siete semanas de hospitalización por un implante de rodilla que salió mal y le produjo una infección bacteriológica, había regresado a su piso de Les Corts para descubrir, en menos de un día, que, entre fiebre acelerada y tos recurrente, tenía, seguramente, lo que todos temían.

No me dijo nada al principio. No quería espantarme y poco podía hacer yo desde México, pero, tras seguir los consejos del Centro de Atención Primaria y aislarse de mi hermano mayor (que la cuidaba), el viernes 27 de marzo acabó en una silla de ruedas esperando varias horas en una clínica de la calle Manso que llegara alguna ambulancia para llevarla al sanatorio donde fue aislada al llegar la madrugada del sábado.

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Desde antes, ya me sentía inquieto. Mi madre tenía todos los números de la rifa del COVID-19: un sistema inmune comprometido y (casi) hundido por el desgaste brutal de los cuidados a mi padre (enfermo de una demencia que casi acaba, también, con ella), un arritmia cardíaca que le impedía caminar con normalidad y un sobrepeso, combinado con venas inflamadas y articulaciones oxidadas, que le complicaban la vida en grado extremo.

Fueron siete semanas en el circuito hospitalario, el mejor lugar del mundo para contraer cualquier virus. Lo cual sucedió, no para mi sorpresa, pero sí para mi temor.

Y aún así...

Ni las pesadillas premonitorias ni los razonables temores ganaron la partida. Su fiebre remitió al cabo de tres días, aunque la diarrea (efecto colateral del coronavirus y el abuso de antibióticos) prosiguió y la evolución era “buena”, como resaltaba la doctora que la monitoreaba.

Así que el viernes 3 de abril terminó su estancia en el área de infectados y una ambulancia la llevó a un hotel de la plaza España, con vistas a Montjuic y cama king size para un solo huésped.

Llegando a su nueva morada, lloró lo suyo, porque estaba agotada y fue demasiada la soledad entre los altos muros del Hospital Clinic, rodeada de gente vestida de astronauta y en compañía de un celular demasiado pequeño para una mujer que apenas ve con un solo ojo, pero no hay mal que por bien no venga; la mañana 15 de abril, luego de doce días de encierro hotelero, Teresa Vilaplana Ballester (porque así se llama mi madre) regresará a su casa de Les Corts.

Tuvo que esperar unos días más porque mi hermano Roger también contrajo coronavirus y debió pasar en la casa materna, y en total aislamiento, sus 17 días de confinamiento.

Pero la cuestión es que mi madre vuelve a su casa. Y aunque pasó las de Caín, no quiso la parca llevarla junto a mi padre. Y tanto rollo me sirve para una pequeña y machacona reflexión: de esta pandemia se sale.

Ni siquiera todos aquellos que parecen estadísticamente condenados perecen y, como mi madre, muchos miles sobreviven al COVID-19 y otros millones, como mi hermano, sólo sufren síntomas menores. Contagiarse no es sentencia de muerte y, aunque la vacuna tarde, saldremos de esta pesadilla.

Yo confieso mi alivio y mi agradecimiento por esta sanidad pública que se volvió, este año, trinchera innegociable de todos, y me siento feliz de saber que encontraré a mi madre de nuevo, y por un buen rato espero, en el lugar de los vivos.

No sé si sirva de consuelo a los ansiosos y a los desesperados este pequeño relato íntimo, pero es un hecho e igual contarlo sirve de algo.

Cuando baje la marea, llegará un tsunami de furia y pavor. En nombre de la economía, los dioses oscuros pedirán la sangre de muchos. A diferencia del coronavirus, que de la nada surgió y cuya culpa no tiene dueño, esta vez sabemos que lo de “ellos o nosotros” sí es cuestión de vida o muerte. O que su rescate es nuestra condena. Aunque esa es ya otra historia.

Hoy yo sólo sé que mi madre vuelve a su casa en algunas horas. Que la vida sigue y la muerte pierde. No es gran cosa, pero se siente muy bien, ¿no?

* Oriol Malló Vilaplana es un periodista español residente en México.

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