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Columna de Adictos y adicciones: Bullar

Liz Moughon  Los Angeles Times AN INMATE
Liz Moughon  Los Angeles Times AN INMATE
(Liz Moughon/Los Angeles Times)
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Llegamos al departamento después de una corta caminata, el edificio de dos plantas es limpio y estrecho, con un reducido patio al centro.

Bullar abrió la puerta y me invitó a pasar a su estudio, un diminuto departamento equipado con lo más elemental; tome asiento en una de las dos sillas que había disponibles y me quedé observándolo: a sus 62 años de edad, Bullar luce un poco más joven, es decir, sus movimientos siguen siendo firmes y precisos, la expresión de sus ojos parecen retar al mundo, la ironía y el humor negro son sus armas y herramientas para explicar y justificar su mundo; es algo parecido a un personaje de novela.

Lo veo a contra luz de la ventanita que da a la calle, de figura delgada y cabello largo entre cano, su silueta me hace imaginar un Quijote vencido y solitario. Un hombre que vivió un mundo imaginario, un desdichado que tuvo que perder todo, para empezar a buscarse a sí mismo.

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Frente a una cajonera vació sus bolsillos, echó monedas, cigarrillos, un encendedor y un par de tarjetas, abrió un cajón y de su interior sacó una botella de vodka, tomó dos pequeños vasos y se sentó frente a mí.

“He guardado esta botella para una ocasión especial, espero que no me decepcione”, dijo Bullar al tiempo que servía generosamente en su vaso, “este vodka me lo regaló una rusa que lo fabrica en su casa, no recuerdo su nombre, pero sí sus ojos”. Bullar es un tipo que tiene muy pocos amigos y ninguno vive en la misma ciudad, se mantiene de sus conocimientos de filatelia, es un experto en estampillas postales, afición que adquirió “por aburrimiento”, mientras estuvo preso.

“Llegué a la cárcel el día que cumplí 24 años y salí a los 33; en prisión hice una carrera, bueno, debería decir que hice dos carreras, una de delincuente y otra con la que vivo ahora”. Bullar habla con ironía, su tono de voz parece decir, “la prisión no fue lo peor”.

Cuándo Bullar ingresó a la cárcel, su vida no era gran cosa, él mismo lo reconoce, “Cuando entré a la cárcel encontré a dos del barrio, me reconocieron inmediatamente ¿me puede creer, que esa fue la primera vez que me sentí alguien?, ellos eran un par de fracasados igual que yo, pero me hacían sentir parte de algo- Bullar le da un pequeño trago a su vaso y agrega con una risa franca: “la ignorancia es la madre de la felicidad”.

“Yo no le voy a contar historias de terror, la cárcel es dura, hay mucho tiempo para pensar, y yo aproveché las oportunidades para salir de la rutina, la lectura fue mi escape, después la correspondencia, luego vinieron las estampillas postales, pero con todo eso llegaron también las drogas y los compromisos con los otros reos”.

Bullar me advirtió desde el principio, que no tenía nada que contar. “Conocí a mi esposa por correspondencia, durante los últimos dos años de encierro sus cartas fueron lo único que me sostuvo, nunca quise que me fuera a ver, no quería conocerla personalmente estando yo en aquellas condiciones”. Por unos segundos el rostro de Bullar se afloja, sus ojos se quedan viendo el pequeño vaso de vodka, a poco recupera el aplomo, se bebe de un solo trago el resto del vaso, busca un cigarrillo y me dice en tono filosófico: “Nadie sabe lo que tiene, hasta que lo ve perdido, que gran verdad, todas las grandes verdades son así de simples, es uno quien las complica”.

Bullar parece ignorarme, de pronto se queda en su mundo y habla como si yo lo hubiera acompañado a lo largo de su vida, me nombra personas como si diera por hecho que yo las conozco. “A Margarita no le gustaba que yo saliera de noche, se quedaba despierta esperándome; un día llegue más drogado que de costumbre y me faltó la respiración, hasta ese momento yo había llevado una doble vida, mi esposa no se imaginaba que detrás de aquella fachada de comerciante de todo y de nada, había un adicto que distribuía droga para sostener su adicción y ganar unos centavos más para mal vivir”.

Al salir de la cárcel Bullar ya tenía una red de compradores de colecciones de estampillas postales, no eran colecciones valiosas, pero siempre había alguien queriendo iniciar una.

Ya libre, la vida parecía darle una segunda oportunidad, descubrió su habilidad para comprar y vender, se conectó con toda clase de gente, los primeros años fueron los mejores, los pasó limpio y dedicado a su familia, pero antes de cinco años, lo mismo compraba un lote de muebles de una anciana que recientemente había fallecido, que vendía una onza de algo ilícito, “Aquella noche le tuve que decir a mi mujer la verdad, no quería ir al hospital, pero ella se asustó tanto que llamó a la ambulancia y unos minutos después quedó al descubierto mi adicción”.

Aquella fecha marcó el principio del fin, el derrumbe del matrimonio consumió cinco años entre promesas y peleas, mentiras y fugas de dinero, hasta que todo se vino abajo; después llegaron otros 5 años de cárcel por posesión de sustancias controladas, además de manejar bajo la influencia del alcohol y daños a la vía pública.

Desde su divorcio dejó de ver a su hija, la llamaba de vez en cuando, pero en la cárcel cortó la comunicación. Cuando parecía que tenía blindado el corazón, recibió la noticia: Lety, su única hija, de 14 años, murió en un accidente totalmente alcoholizada, Bullar no deja de culparse, se le abrió una herida en el corazón que no ha logrado cerrar, ni con drogas, ni con alcohol.

Bullar ha tomado tres vasos de vodka y su platica se vuelve más irónica, pone su brazo derecho sobre la mesa mientras sostiene el cigarrillo con la mano, de pronto me pregunta en tono de burla: “¿Qué le va a decir a sus lectores? miren a este hombre, no hay que hacer lo que él hizo, o ¿buscará una moraleja?” Guarda silencio un segundo y de aquel rostro salta una sonrisa de complicidad, al tiempo que dice: “No amiga, nadie experimenta en cabeza ajena, los adictos no aceptamos consejos”.

“Nunca hice lo que quería hacer, porque simplemente no sabía que quería, suena estúpido ¿no?, pero es la verdad, crecí y me llevó la corriente, yo no decidía las cosas, la vida las decidía por mí, nunca me fijé una dirección, jamás me pregunté si quería ser esposo y cuántos hijos quería tener, el encuentro con mi esposa fue un accidente del destino, me dejé llevar por esa doble vida que llevan muchos hombres de familia, que viven la vida por inercia”.

Cuando vi que tomaba la botella de nuevo, pensé que se serviría su cuarto vaso de vodka, pero para mi sorpresa, la tapó y la volvió a guardar. “Mire lo que son las cosas, ahora que sé lo que quiero, ya es muy tarde; hace un alto, retoma su última frase y me dice: “Ya es muy tarde, usted debe tener cosas que hacer”.

No puede evitar preguntar: ¿Qué quiere ahora?

Bullar se quedó pensativo unos segundos, bajó el tono y con una voz a punto de quebrarse, dijo: “Quiero a mi familia de regreso, quiero a mi hija”.

Bullar se levantó y yo hice lo mismo, en dos pasos atravesamos el estudio, y ya en la puerta me detuvo para decirme: “Dígale a sus lectores que no pierdan el tiempo tratando de ser lo que no son, porque si sobreviven como yo lo he hecho, llegarán a un callejón sin salida”.

Bullar se quiere morir, pero según dice, Dios lo mantiene vivo para que sienta en la carne el dolor de tener una vida y no vivirla.

Escríbame, su testimonio puede ayudar a otros. Todos los nombres han sido cambiados.

cadepbc@gmail.com

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