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L.A. Affairs: Estábamos viviendo un cuento de hadas. Hasta que salimos del hospital sin nuestro bebé

A woman and a man embrace atop a bed surrounded by a rainbow and clouds.
Llamé a una de mis amigas y le dije: “Voy a casarme con este hombre”.
(Lisa Kogawa / For The Times)
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Comenzó con una llamada de mi madre proclamando que había encontrado la pareja perfecta para mí. Como joven semiescéptica de 19 años, escuché y me pregunté. ¿Podría tener razón? ¿Podría ser él el indicado? ¿Nos casaríamos y viviríamos felices para siempre con un montón de niños y un par de perros?

Si tan solo hubiera podido saber cuánta razón tenía. Que la intuición de mi madre me llevaría a la única persona que podría ayudarme a sobrevivir lo impensable: que tendríamos el tipo de amor e intimidad que brota del dolor más profundo de la vida.

Mi madre me explicó que había conocido a su madre en una reunión de Weight Watchers, donde se dieron cuenta de lo mucho que tenían en común. Habían criado a sus familias a pocas millas de distancia en Los Ángeles, se movían en círculos similares y tenían amigos en común, pero nunca se habían cruzado.

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Estas dos orgullosas madres judías también se sorprendieron al saber que cada una tenía hijos que asistían a la Universidad Estatal de Sonoma, que esos hijos vivían en el mismo complejo de apartamentos y que sus puertas de entrada estaban una frente a la otra, a unos 100 pies de distancia.

Escuché en silencio, poniendo los ojos ligeramente en blanco al otro lado del teléfono, algo que ella pareció percibir a pesar de nuestra distancia. Sin embargo, mi cinismo no pudo con su contagioso entusiasmo, ya que se deshizo en elogios hacia el joven de 21 años perfecto para mí (al que nunca había conocido), que seguramente podría convencer a su hija, demasiado independiente, de que se mudara a casa después de la universidad.

Como buena chica judía que era, acepté a regañadientes conocerlo.

En un día fresco y lluvioso en el norte de California, llamaron a la puerta. Abrí la puerta principal y me encontré con el muchacho más guapo que jamás había visto de cerca: mi Daniel.

Podía sentir sus ojos fijos en mí: grandes y redondos, de color marrón dorado como la miel tostada, casi avellana. Eran los ojos que miraría con incredulidad años después, cuando, con ocho meses de embarazo de nuestro primer hijo, los médicos nos dieron el devastador pronóstico.

El día que nos conocimos, en el diminuto pasillo de mi apartamento de la universidad, me fijé en su complexión alta y atlética. Entonces no lo sabía, pero recostaría ese cuerpo en un sofá demasiado pequeño para poder pasar cada noche junto a mi cama en el hospital. Y esos brazos musculosos con manos robustas me abrazarían con fuerza mientras lloraba al saber que nuestra hija no volvería a casa.

Aunque solo tenía 19 años, me di cuenta de que era especial. En cuanto salió de mi apartamento, llamé a una amiga y le dije: “Voy a casarme con este muchacho”.

Éramos dos chicos jóvenes e ingenuos que se enamoraron a primera vista.

Nos casamos en 2017 en lo que se suponía que sería un caluroso día de primavera en el sur de California y que, en cambio, fue un día de aguacero torrencial, un día que todo el mundo aseguraba que nos traería buena suerte y “muchos hijos”. Nos casamos en un viñedo en Temecula mientras la lluvia cesaba solo brevemente para que brillara un arco iris.

Llevábamos cerca de un año intentando quedar embarazados cuando tuve que ser operada de urgencia. Una prueba tras otra me decía que no estaba embarazada, así que los médicos procedieron a hacerme radiografías y a administrarme medicamentos para el dolor, antibióticos fuertes y anestesia para operarme de un cálculo renal obstruido. Pero poco después, descubrí que estaba embarazada. Y aunque mi intuición me decía que algo iba muy mal, mis preocupaciones fueron descartadas como las de una madre primeriza ansiosa.

Entonces comenzamos a planificar. Tuvimos un baby shower. Preparamos una habitación para el bebé.

Nos aferramos a la popular regla de las 12 semanas: una vez que el embarazo alcanzaba ese hito, todo iba a ir bien.

Todavía no nos habíamos enterado de que no todos los padres salen del hospital con sus bebés.

En marzo de 2020, días antes de que el mundo comenzara a desmoronarse debido a COVID-19, y casi 11 años después de conocernos en aquel apartamento universitario, nuestro mundo personal se hizo añicos. Lo que antes se consideraba un embarazo rutinario y sin complicaciones terminó en un mortinato en el tercer trimestre con el parto de nuestra hija, Addison. Fue un parto que también me robó la fertilidad y casi se cobró mi vida junto a la suya.

Inmediatamente después del agotador trabajo de parto de 48 horas, sufrí una hemorragia posparto masiva. Antes de que el equipo médico me llevara a la primera de las dos intervenciones quirúrgicas de urgencia, durante las cuales permanecería completamente consciente, nos ofrecieron a Daniel y a mí un momento fugaz juntos. Me dio un beso en la frente y pronunció temblorosamente: “te amo”, antes de que me llevaran en camilla.

Después de 16 transfusiones de sangre y una semana en el hospital, finalmente me dieron el alta. Una vez en casa, nos acostamos uno al lado del otro en nuestra cama tamaño queen, mirándonos fijamente a los ojos, los míos rara vez sin lágrimas, los suyos de color marrón dorado como la miel tostada, casi avellana. Me contó lo que habían visto esos ojos, sus temores de perder no solo a su hija, sino también a su esposa.

Durante los últimos 19 meses, nuestras vidas personales han seguido tambaleándose con innumerables disgustos, pérdidas y decepciones. Descubrimos que las cirugías que me salvaron la vida me han dejado con problemas de infertilidad. Ha habido un aborto, una ronda de fecundación in vitro fallida, más operaciones y muchas lágrimas: lágrimas por la hija que perdimos y lágrimas por un futuro que, en el mejor de los casos, parece incierto. Otra ronda de fecundación in vitro está en marcha.

Y en los días que son súper difíciles, los días en los que me pregunto si alguna vez tendremos un arco iris como el que tuvimos el día de nuestra boda, me aferro a lo que sí tengo. Una familia entrometida pero solidaria. Un cambio en mi trabajo como terapeuta, que considero sanador y restaurador: ahora apoyo a otras personas que experimentan la pérdida de un embarazo o un bebé, el trauma y la infertilidad.

Y tengo a mi Daniel.

Las cosas son diferentes a cuando nos conocimos. La nuestra ya no es una linda historia de amor. En cambio, se ha convertido en la historia de un amor que nadie sueña con necesitar.

Pero hay algo que sigue siendo tan cierto como lo fue en aquel día lluvioso en el norte de California: nuestro amor, por nuestra hija, Addison, y el uno por el otro, esa joven de 19 años y ese joven de 21 cuyas madres autoritarias sabían de algún modo que se necesitaban mutuamente.

La autora es psicoterapeuta y experta en salud mental perinatal en San Diego. Su sitio web es tgntherapy.com, y está en Instagram @TGNtherapy. Está trabajando en un libro de memorias.

L.A. Affairs narra la búsqueda del amor romántico en todas sus gloriosas expresiones en el área de Los Ángeles, y queremos escuchar su verdadera historia. Pagamos $300 por un ensayo publicado. Envíe un correo electrónico a LAAffairs@latimes.com. Puede encontrar las pautas de envío aquí.

Si quiere leer este artículo en inglés, haga clic aquí

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