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Masculinidad tóxica: la expectativa de que los hombres sean ‘fuertes y silenciosos’ está destrozando a los varones

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En “The Man They Want Me To Be” (El hombre que querían que fuera), Jared Yates Sexton explora la cultura de la masculinidad tóxica en Estados Unidos.

Hasta el día de hoy, este problema social impregna oficinas, fábricas, autopistas, bares, vestuarios y casi cualquier otro lugar donde los estadounidenses se han propuesto ser fuertes, silenciosos y aparentemente impermeables a las brutalidades cotidianas que han inventado y soportado sobre ellos mismos.

Este mito del derecho, al parecer, inalienable al dominio y control perpetrado por los hombres, especialmente por los blancos, tiene innumerables desventajas catastróficas.

Y Sexton encuentra las raíces de ello en nuestros padres. “Por supuesto, los problemas con ellos no son nada nuevo”, escribe, señalando que muchas dificultades “se centran principalmente en lo que se espera de un hombre”.

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Mi propio padre se jactaba de trabajar durante toda la noche en la oficina y tomar el autobús de regreso a la casa al amanecer. Entonces se duchaba, se afeitaba, se ponía una nueva camisa almidonada y regresaba a la oficina. Pensaba que las proteínas eran un útil sustituto del sueño. A los 13 años yo era, y todavía soy, un adicto al trabajo. Desde entonces hasta el presente, no se trata del dinero y trasciende la autosuficiencia: es lo que creo que debe hacer un “hombre de verdad”. No puedo salir de esto, pero al menos sé de dónde lo saqué.

Estas normas -y las posturas que molestan a muchos hombres estadounidenses- no carecen de consecuencias. Más allá de la ira mal expresada, los sentimientos de insuficiencia y la desesperanza, los varones que repliegan sus emociones -como una posición estresante utilizada para inducir una confesión- a veces se quiebran. Los hombres blancos estadounidenses, en su mayoría de mediana edad, representaron el 70% de los suicidios en 2017.

Los orígenes de la masculinidad tóxica se remontan aún más atrás, según Sexton. Esto comenzó casi inmediatamente después de que los europeos pisaran América del Norte: “De hecho, los hombres blancos estadounidenses han disfrutado de privilegios desde antes de que existiera EE.UU”, escribe Sexton, “y esos privilegios resultaron en el derrocamiento de los nativos americanos, la esclavitud de los afroamericanos, el maltrato de las minorías, la subordinación controlada de las mujeres y un orden de poder hegemónico que existió hasta bien entrado el siglo XXI y que ha definido el problema de EE.UU desde su inicio”.

Más tarde, a través de los medios de comunicación y la “ansiedad fomentada por la publicidad”, escribe Sexton, “las inseguridades [de los varones] y el miedo al fracaso se multiplicaron... La masculinidad estadounidense, o más bien la mentira sobre ella, se convirtió en otro producto, casi con el mismo sentido del nuevo Chevy reluciente en la entrada de la casa suburbana”.

Entendiendo la mentira

Sexton no es sociólogo; no formalmente, al menos. Es autor y profesor asociado de escritura creativa en Georgia Southern University, y viajó por el país como reportero durante la campaña de 2016. También es un sobreviviente de la masculinidad tóxica. Pero estuvo a punto de poner fin a todo.

Después de un intento de suicidio, Sexton tomó una decisión. “Luego de esa advertencia”, escribe, “decidí intentar, así de imperfecto como soy, de entender la mentira y a las personas a quienes afecta, para encontrar otra manera de vivir”.

Siendo un niño sensible, criado por un padre colérico y una madre maltratada, Sexton aprendió que se trataba de un país de hombres y que era mejor disimular y fingir para sobrevivir. El padre, víctima y portador de masculinidad tóxica, quizás se condenó a una vida de negación cuando abandonó la preparatoria para unirse al Cuerpo de Infantes de Marina, durante la Guerra de Vietnam, no sólo para cumplir las expectativas de su propio padre veterano, sino para convertirse en el hombre que creía que debía ser. Llegó apenas hasta el entrenamiento básico y su uniforme finalmente se convertiría en un disfraz, cuando le indicó a su futura esposa que presionara para que le dieran la baja por adversidad. Ella lo hizo, y funcionó. Así, el padre de Sexton nunca fue a Vietnam, por el resto de su vida se sintió un cobarde y se desquitó con su familia.

Es una historia que me resulta muy conocida.

Nací en 1961. Las interacciones con mi padre eran principalmente visitas de fin de semana a su hogar, hasta fines de los años 1970. Durante esas tensas horas, y a menudo incómodas, que parecían días, recitaba el Juramento de Lealtad, aprendí a luchar y escuché sobre los peligros que representaban para Estados Unidos los no blancos, los homosexuales, los hippies, los comunistas y los manifestantes opuestos a la Guerra de Vietnam. Nunca he repetido en voz alta muchas de las cosas que mi propio padre me ha dicho, y estoy seguro de que nunca lo haré.

Sexton nació en 1981, y el país en el que creció les daba dos opciones a los varones. Podían ser un “hombre”, lo cual exigía un estado perpetuo de agresión y la disposición a pelear en cualquier momento; ver a las mujeres como objetos, que existían sólo para cumplir sumisamente los deseos de sus proveedores “más fuertes”; soportar el dolor y las miserias de la carga laboral de un hombre real, y lo más importante, permitirse pocas o ninguna emoción que no sea la ira. Sin embargo, existía la otra opción: podían ser sensibles y tener un registro emocional, pero esto conllevaba agravios y la exclusión de otros varones, que los llamaran “maricón” o, aún peor, “niña”.

Según recuerdo, la vez que mi padre se enojó más conmigo fue cuando lloré delante de él. Nunca lo desafié. En cambio, cumplí 18 años y entré en el mundo laboral a tiempo completo, por un salario mínimo.

Con detalles desgarradores, Sexton describe cómo fingió durante años y, al hacerlo, se compró la mentira. Bebió, luchó y siguió los pasos de millones de hombres blancos estadounidenses que lo precedieron. Mientras estudiaba en la universidad, en Illinois, tuvo una experiencia que resultó instructiva: fue detenido por conducir borracho. En lugar de hacerle una prueba de sobriedad, el oficial lo sentó en el asiento del pasajero de la patrulla y le preguntó qué estaba haciendo con su vida. Después de una breve conversación, le dijo si creía que estaba lo suficientemente sobrio como para conducir a casa. Sexton afirmó, y el policía le permitió seguir su camino.

“Entendí lo afortunado que fui esa noche”, escribe. “El oficial que me detuvo se compadeció de mí y me dio una oportunidad basada en la misericordia y el privilegio, un beneficio que durante mucho tiempo ha sido una cortesía entre la policía y los hombres blancos”.

Sexton repetidamente le recuerda al lector que no está curado, que no hay cura para la masculinidad tóxica, y que vive en un estado perpetuo de conciencia y vigilancia contra los efectos devastadores y de por vida que ésta tiene.

“Como un drogadicto que controla su adicción”, escribe el autor, “aprendí a ver la masculinidad como un problema crónico, del que nunca podría curarme por completo. Cada día era una nueva lucha, ya que no había tal cosa como conquistarla. Sabía, por experiencia previa, que lo más fácil era volver a hundirse en esos comportamientos destructivos y peligrosos”.

Un espejo de nosotros mismos

Sexton no es el primero en señalar las causas y efectos de la masculinidad tóxica. El libro tiene extensos pies de página, pero en última instancia es su confrontación de las fuerzas que lo criaron -y las trampas en las que entró voluntariamente- lo que le da a su informe un pulso narrativo y una sensibilidad que los datos de campo sólo pueden adivinar.

Al examinar su propia historia de manera cuidadosa y sobria, Sexton deconstruye la vida de los estadounidenses y da muchos ejemplos de cuán generalizada es la masculinidad tóxica en nuestra cultura.

En lo que quizás sea la parte más conmovedora y pedagógica del libro, Sexton, después de años de una relación turbulenta con su padre, finalmente conecta con él. Cerca del final de su vida, el progenitor de Sexton parecía haberse separado de muchos de sus prejuicios casi totalmente, e incluso llegó a decirle a su hijo que lo amaba. Inspirado en ese tiempo con su padre agonizante en una cama de hospital, Sexton describe a las enfermeras: “Hacia donde mirara, había mujeres que hacían el trabajo pesado para los varones que las necesitaban desesperadamente y sin excepción”.

Mi vida resultó diferente. Cuando escucho a los varones hablar de la cercanía con sus padres, como Sexton, por un lado no tengo idea de lo que significa, pero por el otro, veo que mi padre se mostró enteramente ante mí, y deseaba que yo fuera como él. No podía ver las cosas de otra manera. Quizás el aspecto más difícil de tratar con él, más allá del temor de inspirar su enojo, era saber que gran parte de lo que me decía era erróneo. Ser tan joven y tener que soportar una incesante explosión de sentimientos verdaderamente tóxicos de forma regular era paralizante y frustrante; un lugar donde nada crecía, ni siquiera el resentimiento.

Habría sido demasiado fácil retirarse a una vida de intolerancia y cobardía bajo su influencia. Entonces sí hubiéramos conectado. Entiendo el atractivo de ello, pero lucho constantemente para no hacerlo. No tengo idea de lo que mi padre piensa de mí, o si todavía está vivo.

Actualmente nos encontramos en un entorno que cambia de manera rápida e irreversible. La furia de los hombres blancos -que consideran que lo que ha sido suyo por derecho de nacimiento parece estar siendo arrancado de sus manos- puede verse en todo, desde el limitado rango de popularidad del presidente, hasta las leyes ultra restrictivas sobre los derechos de salud reproductiva de las mujeres aprobadas en muchos estados y los obstáculos que impiden una mayor aceptación de la comunidad LGBTQ.

Al hablar de su propia experiencia de vida, Sexton investiga la masculinidad tóxica, casi exclusivamente la variante blanca. Su publicación es una historia y una evaluación. No es un libro de texto y no debe ser criticado por sus fallas, sino alabado por la conciencia y la empatía que puede inspirar.

Es posible que, a algunos lectores, las páginas de “The Man They Wanted Me To Be” no sólo les recuerden a sus padres, tíos e innumerables varones de sus vidas, sino a alguien más importante: ellos mismos.

The Man They Wanted Me to Be: Toxic Masculinity and a Crisis of Our Own Making

Counterpoint Press; 288 páginas, $26

Rollins vive en L.A, es escritor y conductor de radio.

Para leer esta nota en inglés, haga clic aquí

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