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Por qué las dietas fracasan: un año después de perder peso, el deseo de comer se vuelve más fuerte

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Perder peso es, para la mayoría de las personas, la parte fácil. El mayor desafío es tratar de mantenerlo por más de un año.

Una nueva investigación ayuda a explicar por qué quienes se encuentran en esa segunda etapa son mucho más propensos a fracasar.

En pocas palabras, aquellos que han perdido una gran parte de su peso tienen más hambre y un mayor deseo de comer durante al menos un año después de la transición de la pérdida de peso al mantenimiento de éste. Al parecer, incluso cuando sus hormonas envían fuertes señales de saciedad al cerebro después de una comida, todavía no se sienten llenas.

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El nuevo estudio, publicado el jueves en el American Journal of Physiology-Endocrinology and Metabolism, se alinea con un creciente campo de investigación que explora la respuesta tenaz y multifacética del cuerpo a la pérdida de peso.

En un intento por garantizar la recuperación del peso perdido, se descubrió que el cuerpo humano reinicia su termostato para quemar combustible de manera más eficiente, para economizar en los movimientos de quema de calorías y para acelerar el impulso de encontrar y comer alimentos.

Los investigadores creen que estas respuestas evolucionaron para proteger a los humanos contra el desgaste en tiempos de hambruna. Pero en sociedades donde los alimentos calóricos nunca escasean, estas adaptaciones funcionan en detrimento de quienes hacen dieta.

Además, en el caso de los obesos, hay una creciente sospecha de que estas respuestas son más difíciles de anular. En los últimos años, los investigadores hallaron más evidencia de que la obesidad vuelve “más sordo” al cerebro ante algunas de las señales de saciedad del intestino, y está más en sintonía con las manifestaciones de hambre.

La nueva investigación ofrece alguna validación para esa conjetura.

Para estudiar los efectos de la pérdida de peso en 35 sujetos con obesidad severa, los investigadores noruegos les ayudaron a perder cerca de una décima parte de su peso. Proporcionaron asesoramiento dietético, entrenamiento físico y psicoterapia durante varias estancias de tres semanas en un retiro tranquilo, en el este de Noruega. Todos ellos tenían un índice de masa corporal mayor a 42 (un IMC mayor de 30 se considera obeso) al inicio del estudio.

En un año, cuando los sujetos habían perdido un promedio de casi 24 libras, regresaron al lugar para diseñar sus planes de mantenimiento.

Cada seis meses, desde el inicio hasta dos años después, los investigadores volvieron para realizar una serie de pruebas. Antes y durante tres horas después de las comidas, los expertos midieron los sentimientos subjetivos de hambre, plenitud y deseo de comer de estos individuos, y les preguntaron cuántos alimentos planeaban consumir. También midieron los niveles circulantes de cinco hormonas separadas que regulan el apetito para ver cómo respondían a la perspectiva de una comida o de algo recién ingerido.

Lo que descubrieron fue que la reacción del cuerpo a la pérdida de peso cambia con el tiempo. A corto plazo, cuatro semanas después de haber comenzado sus regímenes de ejercicio y pérdida de peso, los sujetos habían perdido un promedio de 3.5% de su peso corporal. Sus niveles de hormonas que aumentan el apetito habían aumentado rápidamente, probablemente una respuesta a la realización de aproximadamente tres horas y media de ejercicio por día durante el retiro.

Pero no informaron un aumento en el hambre o el deseo de comer. Con niveles crecientes de hormonas de saciedad, todos se sentían más llenos tras ingerir alimentos.

Sin embargo, a medida que lograban sus objetivos de pérdida de peso, las cosas cambiaban.

Después de un año de dieta y ejercicio, los participantes del estudio habían perdido aproximadamente el 7.4% de su peso y habían mejorado considerablemente su estado físico, aunque informaban a los investigadores un aumento significativo en su hambre y su deseo de comer. Las sensaciones de plenitud registradas después de las primeras comidas se habían desplomado.

Dos años después de inscribirse en el estudio -y con un año de práctica de sus programas de mantenimiento de peso- los sujetos, en promedio, habían logrado no recuperar las libras perdidas. Sin embargo, continuaron informando que los niveles de hambre y el deseo de comer eran tan altos o más que al final del primer año. También habían dejado de sentirse satisfechos después de una comida.

En ambos momentos, sus niveles de hormonas continuaron mostrando un incremento en los compuestos estimulantes del apetito, así como en aquellos que indicaban plenitud. Aunque perdieron peso y -con el inusual nivel de apoyo al estudio- lograron mantenerse en línea, escuchaban los gritos de sus hormonas que aumentan el apetito. Los de la sensación de saciedad, no tanto.

La buena noticia, según los investigadores, es que un programa sostenido de restricción dietética y actividad física induce la pérdida de peso y puede ayudar a las personas muy obesas a mantenerse estables.

La mala es que “los pacientes con obesidad severa que han perdido muchas libras... tendrán que lidiar con un aumento del apetito a largo plazo”. Si superan las expectativas y mantienen esa pérdida de peso, los profesionales que trabajan con ellos tendrán que hallar formas de ayudarlos a lidiar con el tema, agregaron.

Traducción: Valeria Agis

Para leer esta nota en inglés, haga clic aquí

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