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Este auxiliar de vuelo no hizo nada malo, pero aún así lo obligaron a quitarse los pantalones para una requisa

El Aeropuerto Internacional de Guarulhos, en San Pablo, Brasil ().

El Aeropuerto Internacional de Guarulhos, en San Pablo, Brasil ().

(Mauricio Lima / AFP/Getty Images)
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“Y ahora”, dijo el agente de aduanas brasileño, “necesitamos que se baje los pantalones”.

Lo miré fijamente, con los ojos muy abiertos e incrédulos.

“¿Necesita que haga qué?”

Mis ojos se movieron hacia el otro oficial, con la esperanza de que él explicara que todo se trataba de una broma cruel.

En lugar de ello, su mirada furiosa me endureció el estómago.

Me habían metido en una sala de detención en el Aeropuerto Internacional de Guarulhos, en San Pablo, Brasil, donde me sometí a la peor de las pesadillas de los viajeros: una inspección de seguridad al desnudo.

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Esto fue lo que ocurrió:

Después de un vuelo de ocho horas desde Miami a San Pablo, nuestra tripulación fue recibida en la aduana por un grupo de oficiales de la policía federal de Brasil, agentes de aduana y miembros del equipo de seguridad corporativa de nuestra aerolínea.

Aparentemente, alguien en mi tripulación era el blanco de una operación de contrabando.

Al igual que en muchos países sudamericanos, Brasil tiene problemas con el contrabando desde y hacia el territorio. Las drogas ilegales son el principal producto que se busca en los vuelos salientes, donde los pasajeros se dirigen a los mercados fértiles de compra de narcóticos, en Europa y Norteamérica.

Pero en los vuelos entrantes, como el que acababa de llegar desde Miami, los oficiales de aduanas buscan mercancías distintas: computadoras nuevas, teléfonos inteligentes, tabletas, joyas; prácticamente todo lo que se puede comprar en los EE.UU., transportar en un equipaje de pasajeros y revender con buena ganancia en el país de destino.

Brasil es uno de los países más caros del mundo para comprar un iPhone. Debido a los impuestos de importación extraordinariamente altos, un iPhone 7 desbloqueado comprado por $649 en los Estados Unidos tiene un valor de más de $1,200 en las tiendas del país más grande de Sudamérica.

En el aeropuerto de San Pablo, a los 11 asistentes de vuelo y tres pilotos de mi tripulación se nos dijo que lleváramos nuestras maletas hasta el rincón más alejado del área aduanera, donde cada pieza fue meticulosamente requisada. Cuando no se encontró nada ilegal en la mía, pensé que lo peor había terminado.

Pero la intrusión acababa de comenzar.

Me llevaron a una pequeña sala de detención, donde esperaban dos inspectores de aduanas.

“Necesitamos que haga algo”, dijo uno de ellos con naturalidad.

Asentí; tragué saliva.

“Quítese los calcetines”.

Bajé mis calcetines.

“Ahora, bájese los pantalones”.

Como no había hecho nada malo, me rehusé y crucé los brazos, en actitud desafiante.

Los oficiales aseguraron que me desvestirían de una manera u otra, así que desabroché mis pantalones del uniforme y los dejé caer alrededor de mis tobillos. Me quedé allí, sin pantalones, esperando la siguiente orden.

“OK, ahora necesitamos que se baje la ropa interior”.

“¿Mi ropa interior?”

“Lo siento”, dijo. “Pero sí”

Así se aterrice en San Pablo, París o Los Ángeles, los pasajeros y las tripulaciones no tienen el poder de rechazar una requisa corporal de aduana. Corrección: uno puede negarse, pero las consecuencias serían nefastas (conozco a un capitán de aerolínea quien se negó a una inspección en los EE.UU. y fue derribado al suelo, esposado y requisado de todas formas).

Después de un breve y polémico enfrentamiento, mi ropa interior finalmente cayó. Lo único que quedaba entre mi ser y la total humillación era mi camisa del uniforme. Las faldas de ésta se inclinaban sobre mí como una arrugada bandera blanca a media asta.

“Ahora, una última cosa”, dijo uno de los oficiales.

Cerré mis ojos y cerré mis nalgas.

“Necesitamos que se ponga en cuclillas de esta manera…”

A través de mis párpados agitados observé a un oficial que sostenía sus dos brazos, estirados frente a su cuerpo. Luego se agachó para que sus muslos quedaran paralelos al suelo.

Forzado a jugar este repugnante juego de ‘Simón dice’, extendí mis brazos, doblé mis rodillas y bajé mi cuerpo al piso. Los dos hombres se inclinaron, estiraron el cuello y miraron entre mis temblorosos muslos. Ambos observaron, luego se miraron entre sí, y observaron un poco más.

Después de 30 o 40 segundos, finalmente me permitieron vestirme.

Más tarde me enteraría de que la aduana sospechaban que un miembro de la tripulación estaba contrabandeando relojes de pulsera Hublot, valuados en $20,000 dólares, a Brasil, y pensaban que éstos estaban atados a su cuerpo.

En última instancia, mis colegas fueron liberados de la sospecha de cualquier acto ilícito. Cuando salí de la sala de detención y vi la fila de miembros de la tripulación, ansiosos, oí al inspector de aduanas decir: “¡El siguiente!”

Traducción: Valeria Agis

Para leer esta nota en inglés, haga clic aquí

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