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En las montañas de Guatemala, activistas buscan a padres deportados de EE.UU. que siguen sin sus hijos

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Cuando Juan Carlos Villatoro se acercó a un pueblo remoto en el altiplano occidental de Guatemala, le gritó a su chofer que se detuviera para poder llamar a un flaco adolescente que se movía en un bicitaxi.

Con una amplia sonrisa, le pidió al chico que lo ayudara en su búsqueda.

"Estamos tratando de encontrar y ayudar a padres deportados que tienen hijos todavía detenidos en Estados Unidos. ¿Conoces a algún padre que se encuentre en esta situación? Nos gustaría reunirlos"

El adolescente negó con la cabeza. "No hay nadie aquí así", afirmó.

Fue un encuentro típico para Villatoro, un abogado guatemalteco convertido en detective improvisado en la búsqueda urgente de padres y madres deportados, con hijos aún en Estados Unidos. A veces con un nombre como su única pista, ha recorrido senderos tortuosos en taxis, minivans y desvencijados autobuses viejos para buscar aldeas montañosas donde, a menudo, prevalecen las lenguas mayas y las sospechas. "No tenemos números de teléfono. No tenemos direcciones exactas ni direcciones de correo electrónico", explicó. "No hay nada que podamos hacer, más que seguir adelante; seguir luchando y buscando a estos padres deportados".

A la izquierda, la abogada de Human Rights Watch, Clara Long, y el fotógrafo James Rodríguez conducen a un pueblo remoto, en Guatemala, para reunirse con René López, quien fue separado de su hijo y deportado. A la derecha, René López y su esposa, Verónica Hernández, con su hijo de cuatro años, Gerson René López Hernández, se reúnen con Long. (Katie Falkenberg / Los Angeles Times)

Esta primavera, el gobierno estadounidense separó a más de 2,500 niños de sus padres, después de que la administración Trump instituyera una política de "tolerancia cero" que exigía procesar a cualquier persona que cruzara la frontera sin autorización. Los padres eran llevados a la corte federal para enfrentar cargos por delitos menores.

La cuestión desató una condena a nivel mundial y finalmente cesó, pero no antes de que muchos adultos fueran enviados de regreso a Centroamérica, dejando atrás a unos 400 menores, desde niños pequeños hasta adolescentes.

(Los Angeles Times)

Un juez federal dictaminó que es responsabilidad del gobierno de Estados Unidos reunir a las familias, pero la mayor parte del trabajo en Guatemala a menudo recae en lugareños como Villatoro. Incluso para quienes están familiarizados con el terreno, la historia y -más importante aún- la cultura de la región, la tarea es frustrante y a menudo infructuosa.

Los buscadores trabajan con Justice in Motion, un grupo estadounidense que forma parte de una red de organizaciones sin fines de lucro de este país y América Central. Si tienen suerte, recibirán un nombre o una ciudad de origen por parte de los funcionarios estadounidenses. El gobierno recientemente comenzó a publicar números de teléfono para los padres deportados, pero a menudo estos no funcionan.

Incluso cuando se encuentra a los padres, el resultado no siempre es el que los buscadores podrían esperar. Mientras que los progenitores de los niños más pequeños anhelan reunirse, los de los chicos más grandes a veces prefieren que ellos permanezcan en Estados Unidos. Después de todo, habían dejado Guatemala por una vida mejor, y tal vez -piensan algunos padres- sean lo suficientemente mayores como para manejarse solos en EE.UU.


Arriba, el abogado Juan Carlos Villatoro habla con una mujer en su casa, mientras busca a padres que pueden haber sido deportados de Estados Unidos sin sus hijos. A la izquierda, Catalina Godinez Aguilar y su esposo, Marcelino Claudio García. Su hija de 8 años, Mayra Claudio, que se muestra en una foto en un teléfono celular, fue separada de García después de que inmigraron a Estados Unidos. El hombre fue deportado a Guatemala y Mayra está detenida en Arizona. (Katie Falkenberg / Los Angeles Times)

En esta mañana de agosto, Villatoro, de 43 años, ni siquiera tenía un nombre cuando comenzó su búsqueda. Pero sabía que la mayoría de los padres separados habían sido deportados a Guatemala, y que alrededor de 100 estaban aquí, en el departamento de Huehuetenango.

Es una región remota, al menos a seis horas manejando desde la capital del país, la ciudad de Guatemala, con caminos que son absolutamente empinados o fácilmente inundados por las tormentas.

Después de su encuentro con el adolescente en el bicitaxi motorizado, Villatoro se apresuró a cruzar la calle pavimentada hacia una escuela primaria hecha de bloques de hormigón. Con una carpeta metida bajo su brazo, habló con la directora .

. "Conozco un caso", respondió la mujer. “Hay un niño que no se presentó a la escuela. Dicen que está en el norte, pero no creo que esté detenido. Creo que está libre”.

Hizo un gesto hacia donde podía encontrar a la familia del niño: una colina formidable, donde pastaban ovejas blancas y negras. El camino estaba pavimentado pero era demasiado empinado para su taxi.

"No hay muchos que vayan al norte desde aquí", le dijo la mujer. “Hay más en la próxima aldea, en San Juan Atitán. Tal vez Santa Isabel”.

Volviendo al vehículo, Villatoro decidió que abordaría la colina a pie otra vez, y se dirigió a Santa Isabel.

El automóvil subía por una sinuosa carretera, a través de un denso bosque de pinos y cipreses que empequeñecían las plantas de café y de maíz. El conductor esquivaba perros demacrados y baches tan anchos como balones de baloncesto.

Era casi mediodía cuando Villatoro llegó, y las nubes cubrían la línea de árboles mientras el mercado semanal al aire libre se ponía en marcha frente a la escuela del pueblo.

Los estudiantes miraban con curiosidad cuando Villatoro salió del taxi y caminó hacia un grupo de hombres que conversaban en mam, uno de los 21 idiomas mayas que se hablan en Guatemala. La mayoría vestía el atuendo tradicional de la región: una túnica de lana oscura sobre una camisa morada y pantalones blancos. Un sombrero de paja plano, adornado con una cinta de terciopelo negro, coronaba el elegante atuendo.

"No tenemos los teléfonos. No tenemos las direcciones exactas, o correos electrónicos."

— Abogado Juan Carlos Villatoro

Saludando a los hombres, Villatoro llamó en español a "Don Mariano", un líder del pueblo con quien había hablado por teléfono antes del viaje.

"A su disposición", Mariano Hernández, de 62 años, respondió en un español teñido con acento mam. Después de que Villatoro le explicó su misión, Hernández le dijo lo que sabía.

"Creo que hay una mujer aquí que ha estado llorando por sus hijos", relató. "Están en el norte y ella no puede encontrarlos. Ella vive a media hora de distancia, caminando. Enviaremos a alguien a buscarla”.

Cuando la mujer llegó, le dijo a Villatoro que sus hijas eran adolescentes que habían hecho el viaje por sí mismas. Ella sabía dónde estaban; lloraba porque las extrañaba.

Cuando se corrió la voz, hombres y mujeres rodearon al abogado, contándole historias similares de familias que viajaban a EE.UU. solo para aterrizar en detención de inmigrantes. Él escuchó con simpatía, pero nunca encontró lo que estaba buscando.

En sentido horario, desde la esquina superior izquierda: Aroldo Palacios Hernández, un abogado local, viaja en autobús, taxi y bicitaxi motorizado para encontrar a padres deportados en el pueblo de Huehuetenango, Guatemala. Palacios, a la derecha, aparece en un programa de radio presentado por Everado Cuyuch López para hablar sobre la separación familiar. René López muestra una foto de su esposa y su hijo de 10 años, Jairo, quien todavía está en Estados Unidos después de haber sido separado de él . (Katie Falkenberg / Los Angeles Times)

Temprano a la mañana siguiente, el jefe de Villatoro, Aroldo Palacios Hernández, abordó un autobús en la ciudad de Huehuetenango, con rumbo al noroeste, hacia La Mesilla, una ciudad ubicada a pasos de la frontera con México. Esta vez tenía los nombres de dos padres, dos hijos y dos aldeas.

Después de que el autobús jubilado Blue Bird rugiera fuera de la ciudad, se abrazó a los escarpados acantilados con profundos desniveles mientras sensuales baladas del cantante mexicano Joan Sebastian emanaban de la radio. Dos horas después, en el municipio de La Democracia, Palacios se reunía con el secretario de la parroquia católica local.

"Estamos buscando a Santiago González Perez. Él es el padre. Tiene 50 años", dijo Palacios. "El hijo es Erick González Mejía. Tiene 16 años. Viven cerca, en La Esperancita. ¿Conoce a alguien allí que pueda ayudarnos?”.

Luego de una ráfaga de llamadas telefónicas, el secretario explicó que un líder de la comunidad, conocido como Don Onofre, podría ayudar. Con un corto paseo en bicitaxi mediante, más tarde, Palacios saludó a un hombre mayor robusto que estaba sentado en un portal.

"Conozco a todos aquí, pero no conozco ese nombre", dijo. “Sabe, puede ser que él no viva en La Esperancita. Quizás es de Nueva Esperanza. La gente a menudo confunde a los dos".

Después de dos horas más sobre las empinadas colinas y las carreteras rurales con plantaciones de maíz, Palacios descubrió otro pueblo con un nombre similar: La Esperanza de Tajumulco. Estaba a tres horas de distancia. Los caminos eran muy malos.

Derrotado, Palacios decidió probar con la segunda persona de su lista: Erik Castillo. Supuestamente vivía en La Mesilla y había sido separado de su hijo de 12 años.

Justo después del mediodía, Palacios llegó a La Mesilla, a lo largo de la carretera principal hacia y desde México. Hombres que sostenían walkie-talkies montaban guardia. Algunos de ellos, que respondían al jefe de la ciudad, recogían fajos de dinero de los automovilistas que se dirigían a la frontera, a menos de una milla de distancia. El costo que recaudan es para mejorar las carreteras, dijeron.

Palacios se encontró dentro de una tienda ante el jefe de la ciudad, el cocode, un hombre con un ojo desviado, un bigote ralo y una camisa desabotonada hasta la mitad de su vientre. El líder se sentó en una silla mientras un hombre mayor le limpiaba los zapatos.

"¿Por qué no está el gobierno estadounidense aquí, viniendo a buscar a los niños?”, preguntó. "Es un pecado”.

Le hizo un gesto a uno de sus asistentes en una motocicleta Suzuki y le dio el nombre del hombre que Palacios estaba buscando."Ve a buscarlo. Estoy seguro de que es el mismo tipo en el que pienso".

Aproximadamente media hora más tarde, una mujer flaca apareció con un niño de cinco años y se presentó como Nuria Lanuza, la esposa de Erik Castillo. Con su otro hijo todavía en EE.UU., dijo, había llorado durante muchas semanas, no podía dormir y casi no tenía apetito.

Pasaron dos horas, y Palacios comenzó a sentirse inquieto porque Castillo no había aparecido. Para que su misión fuera exitosa, necesitaba hablar con la persona cuyo nombre le habían dado. Tenía que averiguar exactamente cómo se habían separado el padre y el hijo, y enviar la información a los abogados en Estados Unidos.

Poco a poco, resultó evidente que la familia no confiaba en él y se preguntaba qué estaba tramando Palacios. "Mi esposo me dijo que viniera para ver lo que todos ustedes querían", dijo Lanuza. "Sabes, hay muchos secuestradores aquí. Eso pasa en esta zona. Los niños son secuestrados”.

Palacios le aseguró a Lanuza que solo quería ayudarla a recuperar a su hijo. Para su sorpresa, Palacios se enteró que la familia sabía dónde estaba Erik, de 12 años, e incluso había hablado con él por teléfono dos veces por semana; su madre le aseguraba que pronto se verían otra vez.

Después de una cierta persuasión, Lanuza aceptó llevarlo a la casa de su tía para encontrarse con su esposo. Allí, Castillo contó una historia como muchas otras del último tiempo.

Castillo y Erik fueron los primeros en la familia en viajar a EE.UU., impulsados hacia el norte por la pobreza y la creciente deuda. Se suponía que Lanuza y los otros dos niños se unirían a ellos más tarde.

Castillo, de 39 años, relató que Erik y él fueron capturados por las autoridades fronterizas una vez que llegaron a Estados Unidos, a principios de mayo. Después del segundo día de detención, se llevaron a su pequeño. El niño lloraba, y su padre intentó consolarlo, sin éxito.

Castillo narró que los funcionarios de inmigración lo obligaron a firmar documentos a pesar de sus objeciones. No puede leer ni escribir en inglés o español, y afirma que no sabe lo que firmó. Ocho días después, fue deportado. Su hijo está detenido en un refugio en Chicago, relató el padre.

"Me engañaron. Dijeron que me lo devolverían cuando fuera deportado y no lo hicieron", le dijo a Palacios. "Quiero que mi hijo regrese. Hicieron esto para castigarme. Esas personas son horribles".

Palacios prometió enviar la información de la familia a los abogados de EE.UU.; al parecer, su misión fue un éxito.

Hace algunas semanas, una trabajadora social de Chicago llamó a la familia para decir que Erik finalmente regresaría a su casa y llegaría a la ciudad de Guatemala el 23 de agosto, a las 10:30 a.m.

Emocionada, la madre le compró a su hijo un atuendo nuevo y algunas bolsas de su tentempié favorito: papas fritas Sabritas. El 22 de agosto, unas dos semanas después de la visita de Palacios, la familia se amontonó en el taxi de Castillo para hacer un viaje nocturno, de ocho horas de duración, hasta la ciudad de Guatemala. A las 3 a.m., cuando todavía faltaban unas pocas horas para el aeropuerto, Lanuza recibió una llamada telefónica.

"Tu hijo no está en el vuelo. No no viene", la trabajadora social le dijo a la madre.

" ¿Por qué, qué paso?

"El juez cambió de opinión", afirmó la mujer. "Tu niño no llegará hasta septiembre".

"Lo quiero conmigo lo antes posible", expresó Lanuza. "¿Cuándo en septiembre lo enviarán?"

"No lo sé", respondió la mujer. "No lo sé".

cindy.carcamo@latimes.com

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