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Los periodistas huyen por sus vidas en México, pero existen muy pocos refugios para ellos

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Durante las noches de insomnio en un centro de detención de inmigrantes en Texas, al norte de la frontera, Emilio Gutiérrez Soto ha tenido mucho tiempo para pensar. Temblando sobre un colchón endeble bajo sábanas finas, Gutiérrez, de 54 años, vuelve a la misma pregunta: ¿Valió la pena? ¿Valió la pena escribir esos artículos con críticas al ejército mexicano? ¿Valió la pena tener que huir de México después de recibir amenazas contra su vida?

A muchas millas de distancia, en una populosa metrópolis mexicana, Julio Omar Gómez no está confinado tras las rejas, pero también podría estarlo.

Desde la primavera pasada, Gómez, de 37 años, vive bajo protección estatal en un departamento apretado y anónimo, a muchas millas de su hogar. Por lo general, solo acude a las citas con su psicólogo, que lo está tratando por su trastorno de ansiedad y estrés postraumático.

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Gómez también se pregunta si su periodismo valió la pena. ¿Exponer la corrupción gubernamental en su estado de origen, Baja California Sur, valió la pena por los tres ataques a su vida? ¿Valió la pena tener que enviar a sus hijos a la clandestinidad?

El año pasado, reporteros y fotógrafos aparecieron muertos en México a razón de uno por mes, convirtiéndolo así en el país más peligroso del mundo para los periodistas después de la devastada Siria. Eran algunos de los investigadores más intrépidos de esa nación y críticos de lengua afilada, que fueron fusilados mientras hacían sus compras, mientras se reclinaban una hamaca, mientras conducían a los niños a la escuela. En enero pasado, el columnista de opinión Carlos Domínguez, de 77 años, estaba esperando en un semáforo junto con sus nietos cuando tres hombres lo apuñalaron 21 veces.

Menos conocidos son más de dos docenas de periodistas que, como Gutiérrez y Gómez, han renunciado a su trabajo, a sus hogares y a sus familias, para salvar sus vidas.

No hay buenas opciones para los reporteros mexicanos que deben escapar.

De los aproximadamente 15 que huyeron a otros países en los últimos años, la mayoría se ha refugiado en los Estados Unidos, según los defensores de la libertad de prensa.

Aunque algunos obtuvieron asilo durante el gobierno de Obama, los rechazos o la detención prolongada han sido la norma desde la asunción del presidente Trump. Ello ocurre a pesar de que el gobierno de los EE.UU. convirtió la lucha contra la violencia a los periodistas en México en una de sus prioridades, financiando iniciativas de libertad de prensa y capacitando a unos 3,000 trabajadores de los medios en los últimos años sobre una variedad de temas, incluida la seguridad.

En mayo pasado, el periodista mexicano Martín Méndez retiró su solicitud de asilo en los Estados Unidos y acordó ser deportado después de haber estado detenido durante casi cuatro meses. A Gutiérrez se le negó asilo en noviembre, después de casi una década en los EE.UU. Estaba a punto de ser deportado cuando la Junta de Apelaciones de Inmigración acordó reconsiderar su caso en diciembre. Gutiérrez, quien tiene el pelo cano y actitud seria, está seguro de que será asesinado si lo envían a casa. “Quieren entregarme al mismo gobierno que me quiere muerto”, aseguró en una entrevista dentro del extenso centro de detención de inmigrantes ubicado en El Paso. “Solo busco un lugar donde encontrar paz”.

Los periodistas que se esconden en México también enfrentan un futuro incierto. En 2012, dos fotógrafos que huyeron del violento estado de Veracruz después de recibir amenazas fueron hallados muertos, y sus cuerpos desmembrados.

Ese año, México estableció el Mecanismo para Proteger a los Defensores y Periodistas de los Derechos Humanos, un programa que brinda a los reporteros y fotógrafos amenazados custodias personales y un botón de pánico que, cuando se acciona, convoca a las autoridades. Al menos 368 periodistas han solicitado estas protecciones en los últimos cinco años, aunque al menos uno de ellos fue asesinado de todos modos.

Las autoridades mexicanas no revelan cuántos reporteros viven en casas de seguridad del gobierno, pero los defensores de la libertad de prensa sostienen que son 16.

Los periodistas no pueden quedarse allí para siempre. A Gómez le quedan unos seis meses bajo protección. Se siente impotente cuando piensa en lo que vendrá después. “Estoy quebrado”, afirmó en un café recientemente, mientras las lágrimas brotaban detrás de sus gafas. “No tengo futuro”.

Hace solo unos años, su futuro parecía brillante. Hijo de un ingeniero en La Paz, a pocas horas de los centros turísticos de Los Cabos, Gómez dirigía un popular sitio web de noticias donde cubrió la explosión de violencia en la región, a menudo filmando horripilantes escenas de asesinatos, pero sus historias favoritas resaltaban la malversación del gobierno.

En 2016, habló de un hombre de La Paz cuyo dinero había sido confiscado por la policía que lo detuvo porque -según dijeron- parecía drogado. El hombre no estaba bajo efecto de drogas, sino que era mentalmente discapacitado. Gómez llamó la atención sobre el caso, y finalmente obligó a la policía a disculparse con el hombre y devolver la mayor parte de su dinero. Historias como esa le ganaron una buena audiencia online, pero ahora cree que le valieron también enemigos en el gobierno.

Su mentor, el veterano periodista de La Paz Maximino Rodríguez, una vez le explicó las reglas del periodismo en México. Los narcotraficantes ofrecen dinero en pos de una cobertura favorable, afirmó Rodríguez. Nunca hay que aceptarlo. Sin embargo, no le advirtió a Gómez que a veces escribir sobre el gobierno es aún más peligroso.

Los asesinos intentaron matar a Gómez tres veces. Todavía no está seguro de quiénes fueron, pero cree que lo pueden haber atacado a instancias del gobierno local. Los funcionarios en La Paz no respondieron a las solicitudes de comentarios para este artículo.

Las primeras dos veces, prendieron fuego a los vehículos estacionados en un garaje de la planta baja de su casa. Los incendios causaron daños importantes en el hogar y Gómez perdió dos camionetas, pero él, su esposa y sus hijos sobrevivieron. La segunda vez, una nota crudamente escrita en la escena le advirtió: “No te involucres en la política”.

Después del segundo incendio, el programa de protección para periodistas imploró a Gómez que aceptara guardaespaldas las 24 horas. Él se mostró desconfiado al principio. Después de todo, pensó que era el gobierno quien trataba de matarlo.

Pero en abril pasado, su mentor, Rodríguez, fue abatido a tiros después de estacionar su camioneta en un estacionamiento de La Paz, mientras ayudaba a su esposa discapacitada. Angustiado, Gómez decidió aceptar la protección, y pronto un equipo de ex-marines empezó a seguirlo como una sombra.

Una noche, en su casa, Gómez se despertó con el sonido de disparos. Uno de sus guardias había intercambiado tiros con dos asaltantes y estaba herido. Poco después, el custodio murió. Al día siguiente, Gómez y su esposa enviaron a sus hijos a la clandestinidad y abordaron un vuelo a una ciudad lejana.

La gente normalmente no huye para salvar su vida con mucha planificación. Es una decisión que, por lo general, nace en un momento de pánico. Gutiérrez la tomó en 2008, poco antes de cumplir 45 años, después de que una amiga le advirtiera que el ejército había decidido matarlo. “Tienes que irte ahora”, lo alertó entre lágrimas su amiga, una mujer que estaba saliendo con un soldado.

Gutiérrez había recibido amenazas tres años antes, después de publicar historias donde acusaba a algunos soldados de asaltar una pensión para inmigrantes y robarles su dinero.

Los militares, desplegados hace más de una década para luchar contra los cárteles de la droga en las calles, han sido acusados de cuestiones mucho peores. Entre enero de 2012 y agosto de 2016, la Comisión Nacional de Derechos Humanos recibió 5,541 denuncias de violaciones de derechos humanos por parte de las fuerzas armadas, incluidos temas de violación y asesinato.

Aún así, desafiar a los militares públicamente era un riesgo enorme. Varios días después de publicar sus artículos sobre la redada en la pensión, en 2005, relató Gutiérrez, fue convocado para reunirse con varios líderes militares. “Has escrito tres historias estúpidas”, le advirtió un general. “No habrá una cuarta”.

En los años siguientes, narró Gutiérrez, su casa una vez fue saqueada por docenas de soldados, que le informaron que estaban buscando drogas. En otra ocasión, patrullas de soldados condujeron lentamente de un lado a otro frente a su casa.

Pocos días después de la advertencia de su amiga, Gutiérrez se subió a un automóvil con su hijo de 15 años, a quien criaba solo, y manejó hacia el norte a través del vasto desierto de Chihuahua. En la frontera, le pidió a un agente de inmigración asilo político. “No solo tenemos miedo”, le dijo al funcionario. “Estamos aterrorizados”.

Con su dramática historia, Gutiérrez pensó que fácilmente ganaría la protección de los Estados Unidos. Se equivocó.

Solo unos pocos cientos de mexicanos reciben asilo cada año, muchos menos que ciudadanos de países como India, Etiopía y China.

A Lucas Guttentag, quien se desempeñó como asesor en el Departamento de Seguridad Nacional durante la presidencia de Obama y ahora enseña derecho en la Universidad de Stanford, le preocupa que las tasas de rechazo sean altas porque los jueces temen que las decisiones indulgentes puedan impulsar más migración desde México. “Hay una reticencia, una aversión incluso a reconocer una solicitud de asilo de parte de ese país”, indicó. “Me preocupa que ello esté indebidamente influenciado por el cumplimiento de la ley más que por preocupaciones humanitarias”.

Gutiérrez y su hijo pasaron meses detenidos antes de ser liberados bajo fianza. En los años transcurridos, Gutiérrez se mudó a Las Cruces, Nuevo México, y trabajó como jardinero, cocinero y operador de camiones de comida, untando queso y mayonesa sobre mazorcas de maíz. No era periodismo, pero se sentía seguro.

El año pasado, fue honrado en Washington con el prestigioso Premio de la Libertad de Prensa del National Press Club. Poco después, fueron arrestados junto con su hijo. La denegación de su asilo provocó indignación entre muchos periodistas estadounidenses y defensores de inmigrantes, que organizaron protestas fuera del centro de detención donde él y su hijo están detenidos.

En el fondo de un laberinto de fríos pasillos de hormigón, Gutiérrez no puede oír las protestas. Rara vez ve el sol. Desearía haber elegido otra carrera; la agricultura, tal vez, o albañilería, como su padre. Cada semana en detención, dice, se siente un poco menos vivo. “Siento que soy otro de los periodistas muertos”, aseguró.

Traducción: Valeria Agis

Para leer esta nota en inglés, haga clic aquí

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