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La conversación que nadie quiere tener es la más necesaria, especialmente en tiempos de COVID

 Maria Mandujanu
María Mandujanu, de 53 años y residente de Santa Ana, llora en el departamento de emergencias del Providence St. Joseph Hospital, en Orange. Un día antes se había enterado del resultado positivo de su prueba de coronavirus.
(Francine Orr / Los Angeles Times)

Las conversaciones sobre los deseos de una persona no se producen con la mayor parte de los pacientes en la mayoría de los hospitales, y mucho menos cuando se presentan en la sala de emergencias por primera vez enfermos de COVID-19.

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La pareja de Santa Ana no estaba lista para la conversación. María Apolonia Mandujanu, de 53 años, cruzó sus manos sobre el pecho. Estaba apoyada sobre almohadas blancas y frescas en una cama de la sala para COVID-19, en emergencias del Providence St. Joseph Hospital. Su boca y su nariz estaban ocultas tras la mascarilla; tenía el ceño fruncido.

Su esposo, Arturo, era un rostro impávido en la pantalla de un iPad colocado al pie de la cama, una voz nerviosa y pequeña que ofrecía consuelo a la distancia. También había un traductor listo; otra cara flotante en una pantalla.

“¿Alguien te ha preguntado anteriormente qué quisieras hacer si tu corazón se detuviera?”, le preguntó el Dr. Brian Boyd a Mandujanu, quien había dado positivo por coronavirus un día antes.

 Maria Mandujanu and Dr. Boyd talk to husband and translator.
El Dr. Brian Boyd habla con María Mandujanu, el esposo de la mujer y un traductor, en dos pantallas diferentes.
(Francine Orr / Los Angeles Times)
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Sus palabras, suaves pero aterradoras, eran amortiguadas por una doble barrera: una mascarilla N95 y un protector facial de plástico transparente. Los ojos de Mandujanu se agrandaron. Boyd prosiguió. Era un lunes por la noche y Estados Unidos acababa de alcanzar un hito terrible: 500.000 personas muertas por COVID-19.

“¿Quisieras que se te reanime?”, continuó. “¿Quisieras compresiones torácicas para hacer circular la sangre? ¿Alguien te ha preguntado eso antes?”.

“No lo recuerdo”, respondió Mandujanu. Luego hizo una pausa y comenzó a hablar en español. El traductor finalizó su respuesta: “He estado muchas veces en el hospital y no recuerdo que me hayan preguntado eso”.

A medida que la oleada invernal de la pandemia abrumaba los hospitales de todo el país, un equipo de médicos y trabajadores sociales de St. Joseph, en Orange, comenzó un esfuerzo inusual creado para aliviar la carga de los pacientes con COVID-19, sus familias preocupadas y los trabajadores de la salud que los atendían.

Los miembros del equipo comenzaron a preguntar a los pacientes más enfermos de COVID-19, en el departamento de emergencias, qué elegirían si alguna vez se necesitaban medidas drásticas para mantenerlos con vida. Las conversaciones sobre los deseos de una persona, y lo que realmente implica la atención para salvar vidas, no ocurren para la mayoría de los pacientes hospitalarios, y mucho menos en la sala de emergencias, cuando alguien llega por primera vez con COVID-19.

El sanatorio había reflexionado sobre tal innovación incluso antes de que llegara la pandemia. El COVID-19 la hizo realidad, y ésta permanecerá de alguna forma en el departamento de emergencias de St. Joseph mucho después de que el virus desaparezca.

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Cuando un paciente de COVID se presenta en emergencias, comentó Boyd, es “el momento” para hablar sobre decisiones difíciles, porque “allí lo interceptas cuando aún está consciente, con una enfermedad en la que puede deteriorarse extremadamente rápido”.

Las personas con COVID-19 pueden empeorar en muy poco tiempo, lo cual deja a familias enteras en conflicto para tomar decisiones clave: ¿Respiración asistida, traqueotomía, reanimación eléctrica y quizá una sonda de alimentación? ¿O simplemente analgésicos y cuidados paliativos?

Menos del 30% de los adultos en Estados Unidos tienen un testamento vital, que declara cuáles son sus deseos; solo alrededor de un tercio ha designado a alguien para que tome decisiones de atención médica en caso de que no puedan hacerlo ellos mismos.

Los detalles de la reanimación y la intubación son sombríos: compresiones torácicas que rompen las costillas; un tubo por la garganta para acelerar el paso de oxígeno a los pulmones enfermos; una variedad de medicamentos poderosos para aliviar el dolor de la respiración asistida -paralizantes, opioides e hipnóticos sedantes-; de tres a cuatro semanas en coma inducido y, encima de todo eso, pocas probabilidades de supervivencia.

Cuando se enfrentan a tal realidad, muchos pacientes ancianos con COVID son “bastante claros”, remarcó Boyd. “No quieren ser intubados”. Pero la opción predeterminada del hospital, si los pacientes no pueden hablar, no se sabe lo que desean y no hay nadie designado para decidir, es utilizar el “código completo” y hacer todo lo posible para mantenerlos con vida.

Mandujanu fue la primera de los tres pacientes que Boyd vio durante su turno de cuatro horas en el departamento de emergencias, ese sombrío lunes por la noche. Cada encuentro rebosa de ansiedad. “Realmente me hizo dar cuenta del tema central” de estas conversaciones, afirmó Boyd. Cuando se trata de tiempos, “siempre es demasiado pronto. Hasta que sea demasiado tarde”.

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 Maria Mandujanu and Dr. Brian Boyd talk
María Mandujanu, paciente con COVID-19, habla con el Dr. Brian Boyd sobre sus objetivos con respecto a la atención en el departamento de emergencias del Providence St. Joseph Hospital.
(Francine Orr / Los Angeles Times)

Mandujanu llegó a St. Joseph con un diagnóstico de COVID-19, quejándose de un dolor de cabeza hacía cuatro días y ardor en la nariz. Su médico la había enviado a emergencias porque 13 años atrás fue sometida a un trasplante de riñón, y los medicamentos contra el rechazo inhibían su sistema inmunológico. Eso podía ponerla “en mayor riesgo de desarrollar un caso grave de COVID-19”, según la National Kidney Foundation.

Tumbada en la habitación 47, para pacientes ambulatorios, ese lunes por la noche, la ama de casa de Santa Ana reconoció que era la primera vez que escuchaba esas preguntas difíciles sobre la reanimación o la intubación, en caso de ser necesarias. La pregunta de Boyd sobre las compresiones torácicas fue seguida por una conversación sobre otras posibilidades igualmente serias.

Boyd: “La pregunta relacionada, y esto también sería importante, es si su respiración empeorara y no tuviera suficiente oxígeno, ¿quisiera que le pusieran un tubo en los pulmones y la conectaran a un respirador automático?”.

Traductor: “¿Dijo que podría necesitar el respirador?”.

Boyd: “No. Todo luce muy bien ahora mismo… Pero solo queremos asegurarnos de saber cuáles son sus preferencias. Lo que quiero saber es si, en caso de necesitar esas cosas, las querrías. ¿Está bien?”.

Mandujanu: “Por supuesto”.

Boyd: “¿Has hablado con tu esposo, Arturo, sobre estas cuestiones?”.

Mandujanu: “No”.

La mujer cerró los ojos y comenzó a llorar.

Boyd: “No quiero molestarte. ¿Cómo te sientes ahora mismo?”

Mandujanu: “Asustada”.

Boyd le frotó el brazo con una mano envuelta en dos pares de guantes extra grandes. Llevaba una bata de aislamiento azul claro sobre su cuerpo alto. A pesar de que su rostro estaba mayormente cubierto, tenía una gran insignia azul colgada alrededor del cuello, con su fotografía sin mascarilla, para que los pacientes pudieran ver con quién hablaban.

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Después acercó su silla a la gran cama y giró para poder ver al marido, la mujer y el traductor. Las sandalias de Mandujanu estaban por debajo. Las brillantes luces fluorescentes de la pequeña habitación hacían brillar sus joyas de fantasía. Boyd le alcanzó una caja de pañuelos.

Arturo seguía preguntando si el médico de Mandujanu, quien había realizado el trasplante y la envió al departamento de emergencias, estaría involucrado en la atención del virus. Temía el efecto del tratamiento por COVID en el riñón trasplantado de su mujer y pensaba que no era el momento adecuado para este tipo de charlas. La pareja conversó en un español tranquilo.

Arturo: “Entiendes lo que te quieren decir, verdad?”.

Mandujanu: “Sí”.

Arturo: “¿Sí? ¿Estás lista para tomar decisiones como esas?”.

Mandujanu se ahogó en lágrimas: “Bueno, no lo sé. ¿Qué puedo hacer si necesito respirar? Necesito una máquina. Tengo que hacerlo”.

Arturo: “Diles: ‘Si llega el caso en que necesito el respirador, pónmelo’”.

 Dr. Brian Boyd talks with a patient
El Dr. Brian Boyd habla con un paciente sobre su plan de atención en la unidad de cuidados intensivos del Providence St. Joseph Hospital. Boyd fue testigo de la oleada de pacientes de COVID en la institución donde lleva trabajando 34 años.
(Francine Orr / Los Angeles Times)

Poco antes de que Boyd comenzara su turno en el departamento de emergencias, el 22 de febrero pasado, el presidente Biden se unió a la nación en un momento de duelo compartido a más de 2.000 millas de distancia.

“Hoy marcamos un hito verdaderamente sombrío y desgarrador: 500.071 muertos”, afirmó el mandatario. “Son más los estadounidenses que han fallecido en un año en esta pandemia que en la Primera Guerra Mundial, la Segunda Guerra Mundial y la Guerra de Vietnam juntas. Son más vidas perdidas por este virus que en cualquier otro país del mundo”.

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La ocasión no pasó desapercibida para Boyd, quien fue testigo de cómo las oleadas de pacientes con COVID inundaban la institución donde trabaja desde hace 34 años, en la cual lidera el departamento de cuidados paliativos y es jefe de personal, donde labora un día completo antes de pasar por el departamento de emergencias, los lunes por la noche.

St. Joseph está a medio camino entre Santa Ana y Anaheim, entre una ciudad llena de familias multigeneracionales y otra con abundancia de hogares para adultos mayores. Boyd lo llama el epicentro del coronavirus del condado de Orange, que tiene el segundo número más alto de decesos en el estado y es el quinto de 58 condados en casos de COVID-19. St. Joseph ha sido uno de los hospitales más afectados allí. ”Es tan paralizante escuchar las cifras”, afirmó Boyd. Se refería al terrible número de víctimas estadounidenses ese día, pero fácilmente podría haberse referido a la suma en su propia región. “Es una tristeza tras otra”.

El personal de cuidados paliativos de St. Joseph y el Institute for Human Caring, en Providence, comenzaron a trabajar a principios del verano pasado en lo que describieron como una especie de unidad de emergencias levante, que contaría con personal cuando la necesidad fuera mayor, de las 6 p.m. a 10 p.m., de lunes a viernes. Lo llamaron el Centro de Objetivos de Atención. El segundo aumento repentino de la pandemia acababa de comenzar. El sanatorio estaba abrumado de gente enferma.

Las visitas de familiares fueron prohibidas en un esfuerzo por detener la propagación del virus. Las personas no podían acompañar a sus seres queridos a emergencias, y los médicos del sector, presionados por el tiempo, no podían sentarse con los pacientes para explicarles las decisiones difíciles que se avecinaban.

Para cuando Boyd y el Dr. Ira Byock, fundador del instituto y autor de “Dying Well” (El buen morir), formaron su equipo, la aglomeración de pacientes había disminuido. Pero al momento que comenzó el tercer pico, el equipo estaba listo.

Entre el 14 de diciembre, cuando Boyd vio al primer paciente, y el 22 de febrero, cuando ingresó a la habitación 47 y se sentó junto a Mandujanu, él, los médicos y trabajadores sociales del grupo habían consultado a 135 pacientes y sus familias.

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Ahora que hay vacunas y la tasa de infección por coronavirus disminuyó una vez más, el Centro de Objetivos de Atención está evolucionando. St. Joseph contrató a un trabajador social para integrarlo de forma permanente en el departamento de emergencias, de modo que los pacientes y sus familias puedan seguir teniendo esas conversaciones que nadie desea, pero que todos necesitan.

A fines de marzo, el turno de la tarde que se ocupó de la avalancha de pacientes con COVID llegará a su fin.

Hasta que llegue la próxima oleada.

Para leer esta nota en inglés, haga clic aquí.

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