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El regreso de Jaime Jarrín a Dodgers alivia el dolor de la muerte de su esposa

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Él había reducido sus actividades, se estaba quedando en casa. Echaba de menos a su esposa.

El invierno pasado, antes de su temporada número 61 como locutor en español de Dodgers, Jaime Jarrín, decidió que ya no viajaría a los partidos de visitante de la Liga Nacional del Oeste porque tenía un llamado más importante en San Marino.

Su nombre era Blanca, su esposa por 65 años. Fue ella la que escogió su vestimenta, era a ella a quien él llamaba cuatro veces al día, la que lo esperaba en casa, sentada en su sillón reclinable de cuero caramelo en la oscuridad, después de cada juego, cada noche, cada viaje.

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Blanca era su mejor amiga, por lo que informó a los Dodgers que pasaría esta parte importante de su vida con su amor.

“Ella lo merece, me lo merezco”, dijo Jaime en febrero pasado.

Ni siquiera llegaron al día de apertura.

En una habitación de hotel de Arizona, a principios de los entrenamientos de primavera, a pesar de los frenéticos esfuerzos de Jaime por salvarla, Blanca perdió el conocimiento en una silla y murió de un ataque al corazón a los 85 años.

En un momento, Jaime le ponía los zapatos a su esposa para ir rápidamente al hospital y poco después, cargaba sus cenizas en una urna.

“No se suponía que sucedería así”, dijo Jaime, de 84 años. “Parece tan injusto”.

Después de la muerte de Blanca, recibió una llamada de Vin Scully, quien comprendió ese dolor. Scully le dio un consejo que confirmó los instintos de Jaime.

Jaime llamó a los Dodgers y les preguntó si podía regresar de tiempo completo. Le dijeron que sí sin titubear.

“Cuando transmito un juego de pelota, es la única vez que me siento normal”, dijo. “Ahora llevaré el espíritu de Blanca conmigo, a todas las ciudades, a todos los partidos, en el asiento justo al lado mío”.

Así que, con valentía y fuerza, ha desplegado su conocido cántico: “Se va, se va, se vaaa” a través de las ondas radiales de KTNQ 1020AM.

“A ella realmente no le gustaba el béisbol, pero Blanca se sentaba en casa y escuchaba todos los partidos”, dijo Jaime. “Ella lo escuchaba porque era yo”.

Se conocieron en una estación de radio de Quito, Ecuador, cuando eran adolescentes. Era un sábado, él era un joven locutor en ascenso. Blanca Mora fue miembro de un coro visitante de secundaria.

“Nos miramos a los ojos”, recordó. “Lo sabíamos”.

Un año después se casaron, Blanca tenía 19 años, Jaime 18. Dos años más tarde, ella lo convenció de que fuera a Los Ángeles y probara suerte.

“Ella siempre me empujó”.

Viajó solo. Trabajó en una fábrica de vallas metálicas para recaudar el dinero para que Blanca y su hijo Jorge se unieran a él. Una vez que llegó Blanca, se instaló como madre y ama de casa, mientras que Jaime irrumpió en la radio local y debut en el equipo de transmisión en español de Dodgers en 1959.

“Blanca nunca trabajó fuera de casa”, dijo Jaime. “Pero siempre estaba trabajando”.

Blanca realizaba el trabajo de 24 horas de criar mientras Jaime pasaba gran parte del verano en los estadios en todo el país. Mientras su esposo vivía en el centro de atención, ella estaba en las duras gradas en un juego de futbol juvenil. Mientras él traducía para Fernando Valenzuela durante la “Fernandomanía”, ella visitaba las escuelas primarias para consultar con los maestros.

“Mi madre se aseguró de que sintiéramos la presencia de ambos”, dijo Jorge, el hijo mayor, quien trabaja en las transmisiones con su padre, un trabajo que ha mantenido cuatro años. “Nunca nos faltó nada”.

Jaime y Blanca no sólo celebraron sus muchos éxitos juntos, sino que también lamentaron la muerte de su hijo Jimmy por un aneurisma cerebral en 1988.

“A ella no le gustaba el foco de atención, siempre estaba caminando un paso detrás de mí”, dijo Jaime. “Pero ella fue la que me impulsó”.

Cuando estaban juntos, Blanca no podía evitar compartir su buena fortuna. Llevaba un sobre con billetes de $20 y una bolsa llena de boletos de Dodgers. Compartía a camareros o a cualquiera que les mostrara amabilidad. Una vez dio una propina de $80 al que recogía latas.

“Le dije: ‘Blanca, eso es una propina bastante grande para alguien que tira tus latas’”, recordó. “Ella dijo: ‘Jaime, ese hombre está aquí todas las semanas con una palabra amable y una sonrisa, y ese dinero significará mucho más para él que para nosotros’”.

Sin importar dónde jugaran los Dodgers, llamaba a Blanca a las 10 a.m., la primera de cuatro al día. Se contactaría con ella antes y después de los juegos, a la hora que fuera, cuándo y dónde sea.

“Simplemente me gustaba escuchar su voz”, dijo.

Este año, su separación de los veranos iba a terminar. Iban a tener más aventuras. Poco después del inicio del entrenamiento de primavera, hubo una interrupción en su horario, así que decidieron conducir desde Glendale, Arizona, a Nuevo México, porque ella siempre amó Santa Fe.

Se detuvieron en Flagstaff. Blanca se despertó en su habitación de hotel a las 5:30 a.m. apurada, se sentó en una silla y Jaime se preparó para llevarla al hospital cuando ella perdió el conocimiento. Jaime llamó a una ambulancia e intentó reanimarla antes de que llegaran los paramédicos y la llevaron al hospital, donde fue declarada muerta a las 8:32 a.m. del 28 de febrero.

“Trato de entender que así es la vida”, dijo Jaime. “Pero es difícil entenderlo”.

Él y su hijo Jorge han avanzado a través de su dolor mutuo.

Jaime habla de sus sueños donde aparece Blanca y en los que no puede ver su rostro. Jorge relata las ganas de hablar con su madre por teléfono. Jorge viaja con su padre cuando Dodgers juega afuera y su hermano Mauricio se queda en la casa cuando son locales.

“Es como un sueño, crees que darás la vuelta y ella estará allí”, dijo Jaime.

Juntos, el padre y el hijo establecieron la “Fundación Jaime y Blanca Jarrín” para brindar ayuda financiera a los estudiantes interesados en derecho o periodismo.

Los juegos terminan, los viajes terminan, como en una noche reciente cuando el equipo regresó de St. Louis, su primer viaje de regreso. Entró a la casa y subió las escaleras hasta su habitación y el sillón reclinable de cuero caramelo estaba vacío.

“Empecé a llorar, porque fue entonces cuando lo supe”, dijo mientras las lágrimas brotaban de nuevo. “Durante más de 50 años, me ha estado esperando en esa silla”.

Esa noche, Jaime Jarrín de alguna manera encontró el sueño, y al día siguiente, de alguna manera, encontró su camino de regreso al Dodger Stadium, vestido con un traje fino que Blanca habría aprobado, saludando a la gente con el generoso espíritu de Blanca, haciendo espacio en la cabina para uno más.

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