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Enseñando literatura infantil en prisión

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“Solo los libros de tapa blanda están permitidos dentro”. Eso es lo que decía el correo electrónico del representante de la prisión.

Observé la pila de libros de tapa dura que había reunido como muestras para una clase sobre cómo escribir para niños que estaba programada para dar al día siguiente en el Centro Penitenciario William E. Donaldson.

Honestamente, ¿podría un libro con tapa dura de “Mike Mulligan and his Steam Shovel” ser utilizada como navaja? No importa, pensé, saqué los libros con tapas blandas y empaque cuadernos de bocetos, cómics, revistas de escritores, cuadernos y bolígrafos.

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La prisión Donaldson, en Alabama, rodeada de alambradas y bosques, a 30 millas al oeste de Birmingham, “se especializa en controlar a delincuentes violentos recurrentes y/o múltiples con largas sentencias”. Al menos eso es lo que dice su sitio de inernet. Mi teléfono celular dejó de funcionar una vez que atravesé las puertas.

Dentro, mi bolsa de libros tuvo que ser inspeccionada por el personal de seguridad. Una mujer guardia me dio unas palmaditas y me condujo a una habitación estilo cafetería, donde arrastré dos mesas debajo de una sección de lámparas que no estaban fundidas y dispuse sillas en semicírculo.

Saqué mis libros y accesorios.

Entonces esperé.

Se suponía que mi clase comenzaría a las 6:30, pero eran las 7:30 cuando los 16 hombres con uniforme blanco de prisión entraron. Me disculpé por no haber podido, hacer que mi presentación de PowerPoint se reprodujera en la pantalla de la prisión.

Sin planear hacerlo, agarré “Where the Wild Things Are”.

La magia de este libro ilustrado, expliqué, es lo que logra en tan solo 338 palabras. Empecé a leer un poco y un silencio cayó sobre la habitación. Supe que querían escuchar toda la historia.

Conocía el libro de memoria, ya que lo había leído tantas veces a mis propios hijos, quienes balaban y pisoteaban el alboroto salvaje alrededor de nuestra sala de estar.

Así que seguí leyendo acerca de cómo creció un bosque en la habitación de Max y “las paredes se convirtieron en el mundo a su alrededor”.

Las palabras alquímicas de Maurice Sendak convirtieron esa aula de prisión en el bote de Max, y estábamos en el viaje de la imaginación juntos.

Cuando me equivoqué, todos se rieron, y yo me reí y seguí leyendo. Cuando Max navegaba a casa, me di cuenta de que estaba leyendo esta historia sobre un niño que está siendo castigado por hacer “travesuras de un tipo y otro” en una prisión de máxima seguridad.

Mis 16 estudiantes estaban en el borde de sus asientos, escuchando. Todos aplaudieron cuando Max llegó a casa y su cena aún estaba caliente.

En equipos de dos, los hombres leyeron los otros libros ilustrados de tapa blanda.

Repartí cuadernos y bolígrafos y les pedí que escribieran sus propias historias sobre la infancia, la escuela y la comida. Mientras escribían, uno de los estudiantes dijo: “No recuerdo que alguien haya leído una historia en voz alta para mí”.

Varios de los hombres a su alrededor estuvieron de acuerdo.

Esto fue casi incomprensible para mí. Mi madre nos leyó a nosotros. Mi padre nos contó historias. Cuando vivíamos en China, mi esposo me leyó durante nuestro primer año de matrimonio.

Incluso la abuela de mi esposo, madre de nueve y cansada abuela de más de 30, solía leer con rapidez a todos los nietos.

Algunos estudios nacionales sugieren que el 60% de los reclusos no pueden leer. Pero claramente este no era el caso con mis estudiantes.

Cuando los hombres terminaron de escribir, leyeron sus historias en voz alta.

Escuchamos historias sobre una madre que cocinaba budín con plátanos blandos, una hermana que calentaba Spaghetti-O’s con actitud y una siniestra tía que servía okra y coles de Bruselas con un “¡Ya verás qué pasa si no te lo comes!”.

Un hombre mayor escribió sobre su maestra de kínder que no entendía que le encantaba leer, solo que no delante de las personas. Otro escribió sobre su madre que lo azotó frente a su clase para darle una lección.

Nos estábamos terminando nuestro tiempo asignado, pero miré al guardia de la prisión y estaba dormitando, así que seguimos adelante.

Recordaron los teléfonos fijos y los puros de los abuelos y las casas de escopeta, y ser el único niño entre hermanas y levantarse demasiado temprano para tomar el autobús. Un hombre leyó sobre la cara de dolor de su hermana por el trenzado del cabello cuando vio “¡I Love My Hair!” de Natasha Anastasia Tarpley.

Varios hombres pidieron quedarse con los libros de tapa blanda, y se los permití. Un hombre quería darle el libro “Why Mosquitoes Buzz in People’s Ears” a su hijo.

Otro quería estudiar las ilustraciones en “Fire on the Mountain” de Jane Kurtz. También hacía dibujos, dijo, que guardaba debajo de su colchón para evitar que se marchitaran en la humedad de la prisión.

Otro quería leer “Paper Things”, una novela de Jennifer Richard Jacobson sobre una niña sin hogar que recorta imágenes de personas y objetos de revistas para jugar e imaginar una vida mejor. “Eso es exactamente lo que hacemos aquí”, dijo.

Cuando llegué a casa esa noche de enero, recibí la triste noticia de que una de las grandes escritoras de libros para jóvenes adultos, Ursula Le Guin, había muerto. Ella y yo una vez habíamos juzgado libros juntas para los Premios PEN y compartimos correspondencia.

Cuando recuerdo el poder de esos 16 hombres que compartieron sus historias el uno con el otro esa noche, algunas de las palabras que Le Guin escribió me vienen a la mente.

“La historia no leída no es una historia, son pequeñas marcas negras en la pulpa de la madera”, escribió en un ensayo de 1987. “El lector, leyéndolo, lo hace vivir: una cosa viva, una historia”. Era un ser vivo nacido de la risa y la memoria y cosas salvajes y un guardia de prisión dormitando en la esquina.

Kerry Madden-Lunsford es la directora de Escritura Creativa en la Universidad de Alabama en Birmingham. Es la autora de siete libros para niños y jóvenes adultos. Su libro ilustrado “Ernestine’s Milky Way” será publicado el próximo año.

Para leer este artículo en inglés, haga clic aquí:

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