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Lecciones de la era previa al fallo de Roe vs. Wade: los hombres no deben guardar silencio sobre los derechos al aborto

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Yo estaba detrás del volante y Charlene a mi lado, en su convertible MG azul claro. Salíamos de los suburbios de Filadelfia, pasando por Pottsville y subiendo por la Ruta 61 hasta Ashland, un pueblo pequeño y tranquilo, en el corazón de la región antracita de Pensilvania.

El hermoso viaje de dos horas se tornó sombrío cuando nos acercamos al 531 Centre Street, la oficina del Dr. Robert Spencer. Charlene llevaba dos meses de embarazo. Los dos teníamos 19 años; estudiábamos en Haverford y su universidad hermana, Bryn Mawr. Esperábamos que el legendario médico, conocido por realizar miles de abortos ilegales y asequibles, pudiera ayudarnos.

Spencer era un pilar de la comunidad; estaba dispuesto a ir a las minas para atender a los trabajadores lesionados. Aunque había sido imputado dos veces -realizar abortos era un delito grave- los jurados locales se habían negado a condenarlo. No obstante, estábamos paranoicos con nuestra misión. Con temor a que su teléfono pudiera estar intervenido, decidimos presentarnos allí sin una cita, en lugar de llamar con anticipación. Eso fue un error; la clínica estaba desierta. Finalmente, una asistente emergió y nos dijo que el Dr. Spencer estaba fuera del país, y que desconocía cuándo regresaría.

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Eso ocurrió hace 57 años -11 antes de que la Corte Suprema, en el fallo de Roe vs. Wade, legalizara el aborto-, cuando había pocas alternativas seguras. Estábamos asustados, avergonzados y reacios a hablar sobre su embarazo con amigos o familiares. Habíamos consultado al ginecólogo de Charlene, quien confirmó que estaba encinta y que, aunque comprendía la situación, temía ayudarnos por miedo a perder su licencia y enfrentar la cárcel en caso de ser descubierto.

Había artículos periodísticos sobre mujeres que viajaban a Suecia, donde se podía practicar el aborto, pero el costo de llegar allí era muy alto para nosotros. También había referencias a clínicas en Puerto Rico, pero no conocíamos a nadie que hubiera ido por ese camino. La asistente del Dr. Spencer había dicho que un médico en Jersey City, Nueva Jersey, podría ser útil, pero ella no sabía cómo contactarlo.

Su embarazo era el único tema sobre el que podíamos pensar y hablar. Creíamos que éramos demasiado inmaduros para ser padres, aunque pensé que esa sería nuestra única opción después de una noche en la que vi a Charlene dando saltos, tomando baños calientes y comiendo barras de canela, todo lo cual se rumoreaba que funcionaba, pero no fue así.

Charlene comenzó a preguntar a sus compañeras de clase si tenían alguna pista. Se sorprendió al saber que no era la única. Una amiga en su dormitorio finalmente nos refirió a un osteópata que trabajaba en un consultorio en mal estado, en uno de los barrios más difíciles del sur de Filadelfia. Él cobraba $500, que hoy serían unos $4.200, ajustados por la inflación. Eso era mucho más de lo que yo podía pagar, pero un primo -que nunca me permitió olvidarlo-, me prestó el dinero y, unos días después, el osteópata practicó el aborto.

Desearía que la historia terminara allí, pero, desgraciadamente, Charlene comenzó a sufrir una hemorragia. El osteópata no nos devolvía las llamadas telefónicas. Ella tenía un dolor terrible. Aterrorizados, volvimos a llamar a su ginecólogo, quien accedió a examinarla. Nos dijo que podía detener el sangrado con un “D&C” (siglas en inglés de ‘dilatación y legrado’), que para ello debía hospitalizarla y, dado que era menor de edad, precisaba el consentimiento de sus padres. Los llamé y les dije que teníamos una emergencia médica y que necesitábamos su ayuda. Ellos corrieron al hospital, donde su preocupación se convirtió en conmoción e ira, no por el embarazo de su hija, sino por mi falta de consulta. Me sentí estúpido y culpable.

El ginecólogo realizó el procedimiento quirúrgico. Me alivió tanto verla viva y sin dolor, que apenas recordé cuando el médico nos dijo que el aborto fallido había dañado su útero, por lo cual era poco probable que pudiera tener hijos. Aunque posteriormente nos casamos, ella no pudo concebir durante los años que estuvimos juntos, ni después.

Mayormente me he guardado esta historia para mí, e incluso ahora me resulta difícil escribir o hablar al respecto. Charlene y yo no nos arrepentimos de que ella abortara, y ella fue una abierta y apasionada defensora de poder elegir durante el resto de su vida (murió de causas naturales, el año pasado).

Creo que muchos hombres, en circunstancias similares, han compartido mi preferencia por el silencio mientras alientan a las mujeres a hacer valer sus derechos reproductivos. Una encuesta reciente del Pew Research Center muestra que no hay una diferencia significativa entre el número de mujeres (60%) y varones (57%) que piensan que el aborto debería ser legal.

Sin embargo, la mayoría de los hombres a favor de poder elegir consideran que la campaña por los derechos al aborto es un “tema de las mujeres”, aunque obviamente debemos compartir la responsabilidad de los embarazos no deseados.

Los bestsellers como “Our Bodies, Ourselves: A Book by and for Women” (Nuestros cuerpos, nosotras mismas: un libro de y para mujeres) han dado comprensiblemente prioridad a las voces femeninas. El embarazo y la maternidad crean riesgos físicos para las mujeres, no para los hombres. Al hacerlo, pueden haber, inadvertidamente, reforzado el silencio de los varones que respetan la autonomía de las mujeres, mientras que muchas de sus contrapartes patriarcales se manifiestan habitualmente contra el aborto.

¿De qué otra manera se explica por qué sólo cinco de los 24 miembros de la junta de Planned Parenthood Federation of America son hombres, y sólo dos integrantes del directorio de NARAL Pro-Choice America (con un total de 15) son hombres? (NARAL estableció una iniciativa de “Hombres por elección” hace siete años).

También he afirmado la necesidad que tiene un editor de hacer de la “imparcialidad” una prioridad, al racionalizar mi silencio. En The Times, por ejemplo, nuestras pautas editoriales son apropiadas y explícitas: “Un lector imparcial de la cobertura noticiosa de The Times no debería poder discernir las opiniones privadas de quienes contribuyeron con esa cobertura”.

Aunque evito la opinión, creo que enterrar los hechos no es moral ni noble frente a las emociones acaloradas y los intentos recientes para hacer que el aborto vuelva a ser ilegal. Creo que es importante recordarme a mí mismo, y decirle a los demás, cómo era la vida antes del fallo de Roe vs Wade.

A raíz del nombramiento del juez conservador Brett M. Kavanaugh a la Corte Suprema, se han presentado proyectos de ley que restringen los abortos en muchos estados, con la esperanza de que indiquen al Tribunal Máximo que revoque el fallo de Roe vs. Wade. El mes pasado, Alabama promulgó una legislación que prohíbe casi todos los abortos.

Los médicos de ese estado imputados por practicar dicho procedimientos podrían ser condenados a hasta 99 años de prisión, y algunos académicos argumentaron que si la ley prevalece, los hombres podrían ser procesados mientras que las mujeres están exentas de sanciones penales.

La llamada legislación del “latido” que podría prohibir los abortos después de seis a ocho semanas fue aprobada en varios estados, incluyendo Louisiana, Mississippi, Georgia y Ohio. En cada uno de ellos, hombres opuestos al aborto controlaron los debates y los votos en las legislaturas.

El Colegio Estadounidense de Obstetricia y Ginecología (ACOG, por sus siglas en inglés), cuyos 58.000 miembros lo convierten en el grupo de médicos más grande del país en brindar atención médica para mujeres, señala que “donde el aborto es legal, es un procedimiento extremadamente seguro” y que “el riesgo de muerte asociado con el parto es aproximadamente 14 veces más alto que en un aborto”. El ACOG advierte que “el aborto, aunque todavía es legal, está cada vez más fuera de alcance debido a las numerosas restricciones impuestas por el gobierno a las mujeres y sus proveedores de atención sanitaria”.

La reciente serie de normas contra este procedimiento en Alabama y otros estados resucitó los recuerdos traumáticos e inactivos que había suprimido desde la adolescencia. En caso de que el fallo de Roe vs. Wade sea anulado, habrá un aumento en los abortos ilegales, que darán por resultado un incremento de lesiones y muertes. El ACOG estima que antes de 1973 y el fallo de la Corte Suprema, “1.2 millones de mujeres estadounidenses recurrían a abortos ilegales cada año, y esos abortos inseguros causaban hasta 5.000 fallecimientos anuales”.

Sigo agradecido de que Charlene no fuera una de ellas.

Pearlstine es el editor ejecutivo de The Times.

Para leer esta nota en inglés, haga clic aquí

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