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Detrás de la noticia: Cuando reportar sobre el éxodo de Venezuela toca una fibra sensible

Johan Gonzalez, Doris Maralejo and Erik Corniel
Johan González, a la izquierda, Doris Maralejo y Erik Corniel caminan descalzos cerca de Cúcuta, Colombia, para preservar su calzado para terrenos más áspero y fríos.
(Marcus Yam / Los Angeles Times)

Estábamos allí para cubrir la historia, no para ser parte de ella. Aún así, hubo tentaciones de salir de nuestros papeles de observadores, y lo hicimos en algunas ocasiones.

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La orilla de la carretera desde la frontera venezolana hasta la ciudad colombiana de Bucaramanga rebosa de latas de atún vacías, zapatos rotos y botellas de plástico.

Cientos de venezolanos huyen a Colombia a diario para comenzar este viaje de 125 millas a pie. Son conocidos como los caminantes, y son la última ola en un éxodo que únicamente crece, a medida que la crisis económica de su país se profundiza.

Como tengo familia en Venezuela, la crisis es personal. En 2018, dos de mis primos pasaron cuatro días en autobuses, llevando poco más que algo de ropa y pan para comenzar de nuevo en Perú. En los mensajes de WhatsApp, describían que veían por la ventana del autobús a otros, caminando a un lado de la carretera.

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Quería saber más sobre ese viaje, lo que los viajeros pensaban y sentían en tiempo real. La única forma era caminar con ellos, no por una hora o un día, sino durante el primer segmento de lo que para muchos sería un recorrido mucho más largo. Así, el fotógrafo Marcus Yam y yo volamos a Colombia.

Cuando la mayoría de los viajeros llegan a la bifurcación en Bucaramanga, se dirigen hacia el oeste, a Medellín y Cali, o hacia el sur, rumbo a la capital, Bogotá.

Marcus y yo caminamos con los migrantes durante casi todo el viaje, pero a diferencia de la mayoría de ellos, dormimos en albergues y comimos al menos un alimento completo al día.

Habíamos contratado a un conductor para que se quedara cerca de nosotros, pero fuera de la vista, en caso de que tuviéramos problemas o debiéramos retroceder o adelantarnos para entrevistar a ciertas personas. Eso nos ponía incómodos cuando a muchos a nuestro alrededor les costaba transitar la distancia a pie y les hubiera venido muy bien un vehículo.

Sin embargo, nosotros estábamos allí para cubrir la historia, no para ser parte de ella. Aún así, tuvimos la tentación constante de romper nuestros roles como simples observadores, y lo hicimos en algunas ocasiones.

Una de ellas ocurrió el tercer día de caminata, cuando nos encontramos con docenas de migrantes que esperaban bajo la lluvia a que la Cruz Roja distribuyera comida y ropa. Fue allí donde conocí a Josué Moreno, de 16 años.

Josué se estremecía de frío con su camiseta polo y sus jeans. Él y un amigo compartían una delgada sudadera con capucha gris, y se intercambiaban su uso cada pocas horas.

Los trabajadores de la Cruz Roja exigen que todos entreguen una identificación como marcador de posición en la fila, alegando que ello evitaba que algunos obtuvieran el doble de donaciones. Pero a Josué le habían robado su cartera en la frontera, por lo cual, sin identificación, fue rechazado.

Me acerqué a uno de los funcionarios de la Cruz Roja y le pregunté por qué no se hacían excepciones para personas como Josué. Muchos viajeros tenían historias similares de robos.

El trabajador lo consideró, y luego agregó a Josué a la fila. El joven recibió su primera comida en más de un día, y una manta de lana.

Otro momento fue nuestro último día de caminata, cuando nos encontramos con un camionero que cobraba a los migrantes $1.000 pesos, alrededor de 30 centavos de dólar, por un viaje de una hora y media a través del temido Páramo de Berlín, una meseta a 10.500 pies sobre el nivel del mar, donde las temperaturas heladas son comunes.

La mayoría de las personas reunieron su dinero y se subieron a la parte de atrás. Yosmary Aular y su hijo y sobrina de 13 años fueron los únicos que quedaron abajo. Ella le suplicó al conductor, secándose las lágrimas mientras explicaba que no contaba con dinero y tenía miedo de quedarse atrapada nuevamente durante la noche, en el frío.

El conductor se negó. Mientras se preparaba para cerrar la camioneta, nos dijo a Marcus y a mí que subiéramos. Dudamos y luego nos miramos en silencio. Le dije al conductor que le daríamos nuestros lugares a Yosmary y los niños. “Está bien”, cedió. “Entren todos”.

En los meses transcurridos desde ese viaje, me he mantenido en contacto con muchas de las personas que conocí.

Leidy Paredes se quedó cerca de Bucaramanga y encontró trabajo en un restaurante.

Hace unas semanas, Ana María Fonseca Pérez estaba en un pueblo colombiano, cerca de la frontera con Ecuador. Todavía espera reunirse con su hijo en Perú.

Yosmary llegó a Quevedo, una ciudad en el centro de Ecuador. Le cuesta encontrar trabajo y está desesperadamente nostálgica. “Aquí en Ecuador, la situación también es difícil”, me dijo. “La vida no es fácil”.

No sabemos qué pasó con tantas de las otras personas que conocimos en la larga caminata.

Para leer esta nota en inglés, haga clic aquí.

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