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Ordenan el cierre de la cárcel de Puente Grande. México pone fin a 23 años de terror institucional

En esta imagen del 28 de enero de 2005, elementos del ejército mexicano inspecciona
En esta imagen del 28 de enero de 2005, elementos del ejército mexicano inspeccionan los alrededores de la prisión de máxima seguridad de Puente Grande, a las afueras de la ciudad de Guadalajara, México. (AP Foto/Guillermo Arias, Archivo)
(ASSOCIATED PRESS)
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En una acción sin precedentes en materia de derechos humanos, el gobierno federal mexicano anunció el cierre de la cárcel federal de Puente Grande, una de las prisiones más férreas del país, en donde la constante hasta el día de hoy fue la violación de las garantías individuales de los internos allí recluidos.

Con el anuncio del cierre de la cárcel federal de Puente Grande (Centro Federal de Readaptación Social número 2), que se dio mediante un acuerdo insertado en el Diario Oficial de la Federación (DOF), firmado por el Secretario de Seguridad y Protección Ciudadana (SSPC), Francisco Alfonso Durazo Montaño, concluyen 22 años de historias negras que se registraron al interior de este centro penitenciario.

La cárcel federal de Puente Grande no solo es reconocida a nivel mundial por haber albergado a lo más selecto de la criminalidad en México, sino también por ser un centro penitenciario donde lo último que se respetaba era la condición humana de los internos, siendo comparada con otras cárceles icónicas a nivel mundial como la de Guantánamo, administrada por el gobierno de Estados Unidos en Cuba, o la de Abu Ghraib, en Irak.

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El cierre de esta prisión federal, que comenzó a operar desde octubre de 1993, está fundamentado, según se reconoce en el acuerdo publicado en el DOF, en la obligación del Estado mexicano de “promover, respetar, proteger y garantizar los derechos humanos de conformidad con los principios de universalidad, interdependencia, indivisibilidad y progresividad”.

Tal determinación es coincidente con la realidad, pues en 23 años de operación, solo en lo que aparece en los registros informativos de diversos medios de comunicación en México, dentro de la cárcel federal de Puente Grande se suscitaron por lo menos mil 228 riñas con saldo de 152 internos muertos; alrededor de 31 reos se suicidaron y otros 14 funcionarios del penal fueron asesinados.

A lo anterior se suma que la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH) abrió -durante el período de operación de esta cárcel- por lo menos 769 quejas por violación de derechos humanos en agravio de uno o más internos, donde las mayores faltas estuvieron relacionadas a la incomunicación, privación del sueño, actividades recreativas y laborales, así como de alimentación y servicio médicos.

Testimonio en primera persona

Si el lector me lo permite, yo mismo –el que esto escribe- puedo dar testimonio de lo que fue la cárcel federal de Puente; estuve recluido en esa prisión durante tres años y cinco días, acusado falsamente de delitos graves como Delincuencia Organizada y Fomento al Narcotráfico. Fue una acusación dictada desde la Presidencia de la República, luego de evidenciar las relaciones de la familia de Felipe Calderón con el cártel de Los Caballeros Templarios.

El encargado de integrar el expediente judicial, donde se me atribuía ser el jefe de Servando Gómez Martínez ‘La Tuta’, el brazo operador del cártel michoacano, fue precisamente Genaro García Luna, el secretario de Seguridad Pública (SSP) en la administración de Felipe Calderón, quien me consideró un reo de máxima peligrosidad y me confinó a una mazmorra de esa prisión.

Desde el ingreso a la cárcel de Puente Grande se sentía el olvido de las leyes. Allí no prevalecía nada que no fuera el encono de los funcionarios de la prisión contra los reos. No pocos presos murieron en el ceremonial de ingreso a la cárcel, donde las golpizas eran el único rito de iniciación como interno de una cárcel federal.

Mi proceso de ingreso a la cárcel de Puente Grande duró más de dos horas. En promedio la llamada ceremonia de iniciación se llevaba en un lapso de entre 70 y 120 minutos, según hubiera sido clasificado el reo, y de acuerdo a la organización a la que supuestamente pertenecía el interno. A los supuestos miembros del cártel de Sinaloa era a los que menos golpeaban.

Yo fui clasificado como un reo “de altísima peligrosidad”, por eso el trato indiscriminado. Un grupo de policías federales, entonces de la Agencia Federal de Investigación (AFI), fue el que me trasladó –por orden del juez Roberto Miranda- desde la cárcel de Puentecillas, en la ciudad de Guanajuato, hasta Puente Grande, en las inmediaciones de la zona metropolitana de Guadalajara, Jalisco.

Mi ingreso a prisión fue a las cuatro de la tarde. Fui esposado con las manos por detrás y obligado a sentarme en el suelo con las piernas estiradas, en forma de “V”, con la barbilla pegada al pecho. La intención era adormecer todo el cuerpo del prisionero. Dos perros, a centímetros de mi cara, amenazaban con arrancarme las orejas si me movía siquiera un centímetro. Después de casi media hora de estar en esa posición tenía las piernas adormecidas por falta de circulación sanguínea. Me levantaron.

El hangar de acceso a Puente Grande se convertía en sala de tortura. Allí recibí el primer trato humillante: el personal médico, conformado por mujeres era el que obligaba a los presos a desnudarse completamente. Las mujeres se encargaban de la revisión de todas las cavidades corporales. A base de gritos se daban las instrucciones. El interno se tenía que abrir todos los orificios y mostrarlos para gozo del personal médico. Entre risas e insultos, todo el proceso es videograbado.

Desnudo y en posición de firmes frente al personal médico, recibí un vaso de agua con la instrucción de hacer gárgaras y escupir el líquido. En menos de dos minutos la tráquea y las amígdalas estaban inflamadas, la boca reseca. La sensación de ahogamiento era agotadora. Allí fue cuando recibí los primeros golpes por parte de media docena de guardias encapuchados.

Luego se me dotó de un uniforme café y se me dio una hoja que acuse de recibo por las pertenencias con las que había llegado a la cárcel. Tras una revisión médica donde se hizo constar mi “buen estado físico” en el que ingresaba, se me ordenó seguir por un pasillo. Allí continuó el calvario.

Fuera del alcance de las cámaras de vigilancia, como preso recién ingresado fui llevado a empujones por una docena de guardias de seguridad, siempre corriendo, esposado con las manos por la espalda, con la barbilla pegada siempre al pecho para aumentar la sensación de ahogamiento. Si me detenía para tomar aire, la jauría de guardias comenzaba a golpearme. Lo hicieron repetidamente hasta que perdí el conocimiento.

Los golpes eran mortales e iban hacia todas partes del cuerpo. Me desmayé las mismas veces que me reanimaron a golpes. Uno a uno, todos los custodios valientemente encapuchados descargaron su furia sobre mi persona. Allí sufrí la fractura de dos costillas y una lesión vertebral que a la fecha se manifiesta con dolor en la cadera al momento de caminar.

El tramo entre el hangar de entrada y el área de destino del preso -el Centro de Observación y Clasificación (COC)- es de más de dos kilómetros. En ese trayecto los internos eran detenidos unas 50 veces por los guardias para golpearlos. En ocasiones éstos utilizan toletes y perros para aniquilar más rápidamente al reo. En mi ingreso perdí la noción del tiempo y del espacio por la brutal golpiza. Todos los presos llegan bañados en sangre al COC. El gobierno federal reconoció esta situación, pero tampoco nunca la negó.

En el área de registro dactilar y revisión médica formal, fui rapado y rasurado en seco por alguno de los violentos oficiales. La agitación por el ahogamiento y el desconcierto hicieron que no se sintiera la navaja del rastrillo que cortaba pedazos de la cara. El personal médico me hizo un interrogatorio a gritos para conocer mi historial clínico.

Otra vez en esta área fui sometido a una revisión de cavidades corporales. La humillación fue extrema con el tacto rectal. Un perito en fotografía hizo el registro de todas mis cicatrices y señas particulares. Concluida la exploración médica, fui asignado a una celda de segregación. El reglamento marcaba que la estancia en el área de COC podía ser entre 15 y 22 días, pero casi nunca se respetaba esa disposición. Al día de hoy hay presos en Puente Grande que llevan 18 años en aislamiento.

Todos los reos por igual

El COC es la puerta al infierno. Allí se mantiene a los delincuentes más temibles de todos los que son enviados al penal federal. Yo entré, por decreto del juez, como un reo de altísima peligrosidad, por lo que se me dictó un aislamiento de seis meses. Era parte de la terapia de reeducación a la que debía someterme —de acuerdo con el peritaje en criminalística que se me practicó— para reeducarme y reencauzar mi comportamiento. Fui enviado al “pasillo de los locos” o “pasillo de los encuerados”, como lo llaman los oficiales de guardia y el personal médico.

En ese pasillo, lo mismo había inocentes que verdaderos criminales confesos. Allí estaba Rafael Caro Quintero, Sergio Enrique Villareal Barragán, ‘El Grande’; Alfredo Beltrán Leyva, ‘El Mochomo’; Mario Aburto Martínez, asesino confeso de Luis Donaldo Colosio; Humberto Rodríguez Bañuelos, ‘La Rana’, el asesino del Cardenal Juan Jesús Posadas Ocampo; Daniel Arizmendi López, ‘El Mochaorejas’, entre otros.

Todos éramos tratados de la misma forma: la brutalidad institucional no distinguía nada. A todos, en tandas de uno en uno, se nos sacaba al patio a mitad de la noche. Le decían la “Terapia de Reeducación”, que no era otra cosa que una zurra oficial para que el preso se fuera adaptando a las condiciones de violencia que prevalecía dentro de la prisión.

En mi caso, igual que en el de casi todos los internos, la terapia no era otra cosa que llevarme a uno de los patios después de la medianoche, bañarme con un chorro de agua helada a presión, y hacerme rodar dos veces en la cancha de basquetbol, para terminar medio muerto por dos feroces oficiales que con sus toletes me aguijoneaban la carne.

Empapado y sangrando siempre terminaba de regreso en mi celda. El frío de la madrugada me quemaba el cuerpo. Ahí no había Comisión Nacional de los Derechos Humanos que frenara aquella brutalidad, ni siquiera había a quien pedirle clemencia. Allí era la voluntad de los guardias sobre los presos. El fallido Estado que había permitido que la cárcel de Puente Grande fuera un Estado dentro del mismo Estado.

Tratamiento de muerte

En la cárcel de Puente Grande, la iniciación como reo era más que denigrante. Atentaba no solo contra los derechos humanos sino contra la integridad física de los presos, los que éramos tratados como animales. Se nos tiraba a matar. Pero aún así, ese maltrato nunca se reconoció por parte de ninguna instancia oficial ni siquiera por la Comisión Nacional de los Derechos Humanos. El Estado mexicano durante 23 años jamás aceptó, hasta hoy, que hayan sucedido esos hechos.

Sin embargo, no fueron pocos los casos de presos que murieron a causa de la violencia ejercida extraoficialmente. Conocí presos que quedaron lisiados de por vida luego del ritual de acceso a la cárcel de Puente Grande. También conocí casos de internos que literalmente fueron asesinados a golpes. Sus cuerpos se entregaban a los deudos con el simple cuento de que se habían suicidado o el mañoso invento de que tuvieron un infarto.

Un ejemplo de esto es César Fábrega Samaniego, un panameño al que conocí dentro de esa prisión. Él estaba acusado de lavado de dinero luego de ser detenido al lado de Ramón Martinelli Corro, un sobrino del presidente de Panamá, Ricardo Alberto Martinelli Berrocal. A César lo lisiaron en su ingreso a Puente Grande y murió meses después, al no recibir ayuda médica tras un intento de suicidio.

Se lanzó al suelo desde su litera, a casi dos metros de altura: el famoso “clavado de la muerte”. A su familia le pudieron haber dicho lo que sea, pero nunca le contaron la verdad. Jamás admitieron que a César lo ingresaron a golpe limpio al penal, lo mantuvieron aislado y sin comer por días, le negaron el servicio médico y cuando estaba en silla de ruedas lo dejaban días enteros que se hiciera del baño allí mismo, sin poder moverse.

Pude hablar con él días antes de que muriera. Conversamos —entre risas— de la forma humillante del ingreso a Puente Grande. Él me contó que le dieron con un tolete a la altura del omóplato derecho. Lo dejaron tirado en el suelo y lo trataron como a un balón de futbol. Añadió que los oficiales de custodia dieron rienda suelta a su ira pateándole la espalda y las piernas cuando ya no las sentía por las lesiones en la columna vertebral.

Sus ojos se llenaron de lágrimas, pero tuvo valor para sacar una sonrisa en medio de aquel infierno: le vi una cara de descanso cuando dijo que todos los oficiales de custodia eran unos hijos de puta.

-¡Puta, se queda corto! —Me dijo mientras me veía como si supiera que era la última plática que tendríamos—.¡Simplemente no tienen madre! Pero en el infierno nos vamos a ver, pinche bola de ojetes.

César Fábrega había cometido el único delito que se puede cometer al ingresar a una cárcel federal: trató de anteponer el respeto a su persona frente a la brutalidad de los custodios. Solo pidió que no se le golpeara y se le tratara con respeto. Que se le respetaran sus garantías individuales. Aquella petición fue interpretada como una franca provocación por el comando encargado de dar el recibimiento a los presos de nuevo ingreso. Lo golpearon ferozmente, lo humillaron y lo ultrajaron.

Los golpes que le propinaron los custodios le rompieron dos vértebras y le fracturaron el cráneo. Por eso perdió el conocimiento de inmediato, lo que representó otra provocación para el “comité de bienvenida”. Todos los reos que se desmayan con la golpiza del ingreso son reanimados a base de golpes porque suponen que al desvanecerse el interno intenta evadir la golpiza.

Al panameño que ingresó junto con otros dos detenidos (Ramón Martinelli Corro y Jorge Luis Álvarez Cummings) lo levantaron en vilo. El cuerpo del servicio médico interno tuvo que acudir hasta los pasillos de ingreso para levantar el despojo humano en que fue convertido Fábrega.

Él estaba procesado por lavado de dinero tras ser detenido en el Aeropuerto Internacional de la Ciudad de México. Venía desde Panamá con su novia, Ninoska Escalante Paredes, a hacer una transacción con una empresa dedicada a la importación de productos químicos y material farmacéutico. La dirección del Cefereso no informó detalladamente sobre la forma en que murió; solo comunicó a sus familiares que el reo había fallecido por cáncer de páncreas a unos días de haber ingresado. El cuerpo de Fábrega fue incinerado, borrando la posibilidad de una autopsia que pudiera esclarecer la causa principal de su deceso.

Por los custodios se supo al interior de la población penitenciaria que el cuerpo del reo panameño había sido cremado para evitar un incidente internacional, pues hasta después de su muerte se supo que César Fábrega también era pariente del presidente de Panamá en ese entonces, Ricardo Martinelli. Éste sería su primo, toda vez que el padre de César Fábrega, el señor Julio Fábrega Sánchez, era primo hermano de la madre del presidente panameño, Gloria Isabel Berrocal Fábrega.

El caso de César Fábrega, callado por la prensa mexicana, es una de las más evidentes muestras de la brutalidad carcelaria bajo la que operó la cárcel de Puente Grande. La cancillería nunca dio una explicación formal a los familiares del reo ni al gobierno de Panamá, porque siempre se consideró, con base en conjeturas falsas del agente del Ministerio Público federal que integró la averiguación previa, que se trataba de un miembro del cártel de los hermanos Beltrán Leyva.

Como el caso de César Fábrega hay decenas que se pueden contar dentro de la memoria negra que ahora cobija a la cárcel de Puente Grande, la que por disposición federal dejará de operar en breve, y que es hasta hoy el más claro signo de transformación que se vive en México como parte del gobierno del presidente Andrés Manuel López Obrador.

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