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Detrás de la noticia: cómo The Times reportó sobre el enorme aumento de homicidios en Tijuana

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Pocas personas conocen las calles de Tijuana mejor que Margarito Martínez.

Como fotógrafo de policiales de Zeta, uno de los periódicos más respetados de la ciudad, pasa días y noches conduciendo una minivan polvorienta, de un homicidio a otro.

Cuando The Times decidió explorar el aumento alarmante de los asesinatos en Tijuana, en la primavera pasada, iniciamos nuestro informe unidos a él, a veces visitando tres o cuatro escenas de homicidios en el lapso de unas pocas horas.

Más que instantáneas de crímenes espeluznantes, queríamos entender qué impulsaba la violencia. Así que el fotógrafo Gary Coronado, la videógrafa Jessica Chen y yo comenzamos a volver a las escenas del crimen, en busca de familiares de víctimas que pudieran explicar qué había sucedido. En un país donde se resuelven menos de uno de cada 10 homicidios, no podíamos confiar en la policía.

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Lo que descubrimos mediante docenas de entrevistas es que el largo discurso de la guerra contra las drogas en México —glorificada durante años por películas y narcocorridos— estaba cambiando.

Vendedores de poca monta peleaban y morían por el derecho a comercializar narcóticos en un mercado local en crecimiento, un cambio contundente desde la época en que la causa principal de la violencia eran los poderosos cárteles que se enfrentaban por las rutas del narcotráfico hacia EE.UU.

El derramamiento de sangre se parecía más a las batallas de pandillas en Baltimore o al sur de Los Ángeles que a la violencia retratada en el programa de Netflix “Narcos”.

Justo después del amanecer, en una mañana fresca de mayo, cuando la niebla aún se aferraba a las colinas densamente pobladas de la ciudad, llegamos con Margarito a una típica escena de homicidio.

Un hombre, Rafael Noriega Peña, había sido asesinado en su casa, mientras su madre dormía a unas habitaciones de distancia.

Rafael era un adicto que había salido de la rehabilitación unos meses antes. Su familia no estaba segura de por qué lo habían matado, pero asumían que tenía que ver con su consumo de metanfetamina, o cristal.

Al caer la noche, regresamos a la casa donde se habían reunido los amigos y familiares de Rafael, y los niños jugaban afuera con la cinta de la escena del crimen. Llamamos a la puerta. No sé bien por qué, pero nos dejaron entrar. Nos sentamos a hablar en la cocina.

Hay un dicho común cuando las autoridades hablan sobre la violencia en México: Es entre ellos. La frase implica que el derramamiento de sangre del país se desarrolla solo entre los miembros de un inframundo criminal, y que no afecta a los mexicanos comunes.

Al ver a las personas con los ojos rojos por el llanto en esa habitación, quedaba claro que el asesinato de Rafael sí había afectado a muchos mexicanos comunes, y que su muerte era tan dolorosa como la de alguien que no había consumido ni vendido drogas.

Sus familiares estaban turbados; enojados. “¿Por qué la policía no hace nada para detener esto?”, se preguntó Tomás, el hermano menor de Rafael, cuya cara estaba pálida después de tratar todo el día con los investigadores policiales y de intentar calmar a su madre.

Meses antes, había ahorrado sus escasos salarios como empleado de una fábrica para que Rafael pudiera ir a un centro de rehabilitación. Ahora se preguntaba dónde hallaría los $3,000 que necesitaban para el funeral.

Un amigo de la familia llegó al lugar y, silenciosamente, dejó caer una bolsa de plástico sobre la mesa, llena de tacos. Tomás y sus familiares los desenvolvieron y comieron por primera vez en todo el día.

Para leer esta nota en inglés, haga clic aquí.

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