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ESPECIAL: ‘Mi 68 y sus alrededores’

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Ahí estaban los míticos escenarios que en la lejana e insular provincia habíamos conocido por medio de la escasa prensa del CENTRO que alcanzaba a llegar y se había atrevido a revelar los entretelones del Movimiento Estudiantil del 68 y su desenlace con la masacre del 2 de octubre en Tlatelolco; pero, sobre todo, por el testimonio oral de algunos paisanos universitarios y politécnicos, que regresaban de la Ciudad de México a su puerto natal con información actualizada.

Acabábamos de entrar a la prepa, la máxima casa de estudios del todavía Territorio Sur de Baja California, en esos tiempos anteriores a la fundación de la universidad local.

Empezamos por descifrar y adoptar la novedosa jerga, compacta, concretita, de esos emisarios del ensangrentado altiplano azteca.

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Gustavo Díaz Ordaz, era simplemente GDO; la Ciudad de México, DF; Ciudad Universitaria, C.U.

Como las palabras, el tiempo se comprimía.

México se había convertido en escenario de los primeros juegos olímpicos celebrados en Latinoamérica —uno de los mejor organizados y brillantes de la historia—, todavía con la sangre fresca en la piedra de los sacrificios en que se había convertido la Plaza de las Tres Culturas; un genocidio inconcebible para las nuevas generaciones producto del llamado “milagro mexicano”.

México mágico, trágico

Guiados por los cabecillas recién llegados de la capital, organizamos un mitin en el Jardín Velasco, en la plaza central de La Paz.

Eso fue una pasarela de enjundiosos, incendiarios oradores, ante un reducido círculo de curiosos.

Bajo el signo de Tlatelolco, quienes nos oponíamos al régimen autoritario de la dirección de nuestra escuela, exigimos elecciones libres para renovar la mesa directiva, y fundamos la Planilla Roja, cuyo lema era “Por la democracia y la cultura”.

No ganamos, pero a partir de ese momento el ambiente preparatoriano cobró cierta efervescencia intelectual, con debates y lecturas actualizados sobre una década que cambiaba vertiginosamente.

La sacudida nos había hecho tomar conciencia del mundo que había allá afuera, y despertó nuestro sentido de pertenencia a esa modernidad.

Tlatelolco era una secuela o un reflejo del Mayo Parisino, y los jóvenes mexicanos nos descubríamos contemporáneos de los jóvenes franceses que partiendo de las protestas contra la cuadratura de los programas académicos en una universidad de la periferia parisina, habían tomado la calle al grito de “¡Seamos realistas, luchemos por lo imposible!”, “Amaos los unos sobre los otros”, “Prohibido prohibir”, “La política es local”.

La década del cambio

Los sesenta, los fab sixties, con el fondo musical de The Beatles, Rolling Stones, Doors, Hendrix, la Janis; el rock, la Generación de las Flores y sus Veranos del Amor en la Bahía de San Francisco; y el contrapunto de la catástrofe en curso de Vietnam, dentro del contexto de la Guerra Fría.

La década de los asesinatos de los Kennedy, el presidente John, en Dallas, el 22 de noviembre de 1963, y el de su hermano Bob, pre candidato presidencial demócrata, luego de un acto de campaña en un hotel de Los Ángeles. La de la lucha por los derechos civiles, las acciones afirmativas del gobierno de Johnson, y las ejecuciones de Luther King y Malcolm X; la década de la libertad sexual, la píldora anticonceptiva, la minifalda, el viaje a la luna, y el New Journalism, el Nuevo Periodismo, tendencia marcada por la obsesión de los jóvenes reporteros de ser novelistas, como Tom Wolfe.

Eran tiempos de reinventar un lenguaje a la medida de ese torrente de acontecimientos.

La Planilla Roja, ‘derrotada mediante fraude en la elección, pero ya constituida en grupo de presión’, tendría su prueba de fuego en 1969, cuando se anunció la visita a nuestro puerto del candidato del PRI a la presidencia de la República, Luis Echeverría Álvarez. Nada menos que el Secretario de Gobernación de su antecesor Díaz Ordaz, uno de los principales responsable de la masacre de Tlatelolco.

Acudimos a una audiencia pública del gobernador Hugo Cervantes del Río en Palacio de Gobierno, para comunicarle al ejecutivo estatal, primer gobernador civil luego de una larga etapa de gobiernos militares, que la prepa Morelos no enviaría una representación estudiantil a darle la bienvenida al candidato en la terminal de Pichilingue. El candidato tenía las manos manchadas de sangre.

La efervescencia universitaria

Se acercaba el momento de cruzar el Golfo de California e ingresar a la universidad; que no podía ser otra que la Universidad Nacional Autónoma de México.

El fantasma del 68 recorría Ciudad Universitaria.

A la vuelta de los 70, la vida institucional empezaba a normalizarse en uno de los centros neurálgicos del movimiento estudiantil aplastado en Tlatelolco: la UNAM.

El rector era nada menos que Pablo González Casanova, un reconocido intelectual, autor de un clásico de significativo título, “La democracia en México”.

Un académico que junto a su antecesor, Javier Barros Sierra, había tenido una digna y destacada actuación en defensa de la autonomía universitaria al lado de los estudiantes.

La resaca de la masacre envolvía la vida universitaria.

La Facultad de Derecho era un hervidero de grillos alrededor del Comité de Lucha, y sus líderes de lenguaje radical, incendiario y apocalíptico.

Pensar en la democracia burguesa como respuesta al gobierno asesino, era una traición a los caídos. No a los “aperturos” encabezados por Heberto Castillo.

Las asambleas maratónicas en el auditorio Jus Semper o en el Justo Sierra o Che Guevara, eran la prueba de fuego para los de nuevo ingreso, que nos sentíamos compelidos a medir nuestras convicciones en horas nalga.

De repente, aparecían algunos ex cabecillas como Tomás Cabeza de Baca, Eduardo Valle, Pedro Castillo, Rafael Aguilar Talamantes, dispersos y deambulantes.

Y singulares cantautores como José de Molina, autor de panfletos que ponían la carne de gallina:

“A parir, madres latinas

a parir más guerrilleros

ellos sembrarán jardines

donde había basureros”…

Y en las aulas, la frecuente visita de la fantasmal Alcira, la poetisa uruguaya, que durante la incursión del ejército en la UNAM, sobrevivió refugiada en los baños de Filosofía y Letras, durante 15 días.

Alcira Soust Scaffo, delgada y pálida, llegaba a ofrecernos sus versos y a invitarnos a algún evento literario.

El arte como válvula de escape al bochorno ambiental.

En el frontón cerrado, en el Che Guevara, en la explanada de Rectoría, los conciertos de rock eran frecuentes.

El espíritu del Festival de Avándaro combinado con el anticlímax de otro baño de sangre estudiantil en San Cosme, ese mismo año de 1971.

Barruntos de tormenta resurgieron con la irrupción de Miguel Castro Bustos y Mario Falcón, dos tipos delirantes, que convocaron a la toma de Rectoría y a una huelga que se extendió por tres meses.

Cuando rompieron entre ellos, Falcón, que era pintor, se atrincheró en la facultad de Medicina, y Bustos en Derecho. Fueron meses de verdadero caos, reventones, excesos, con la autoridad universitaria anulada.

Era una grotesca parodia de la protesta política universitaria, sin más propuesta que la protesta misma.

Mientras tanto, allá afuera, el país seguía su marcha “Arriba y Adelante”, con el PRI gobierno como partido prácticamente único, relanzado por Echeverría y su versión del nacionalismo revolucionario , tendencia de estirpe lombardista (Vicente Lombardo Toledano, fundador del Partido Popular Socialista, satélite del PRI, como el Partido Auténtico de la Revolución Mexicana).

“Echeverría o el fascismo”, había sentenciado Carlos Fuentes, para justificar su apoyo —como el de otros intelectuales mexicanos del calibre de Octavio Paz, que había renunciado a la embajada en la India en protesta por Tlatelolco 68— al relevo de Díaz Ordaz en la Presidencia de la República.

Sin reconocer su responsabilidad en el crimen de Estado —asumida totalmente por Díaz Ordaz, en su sexto Informe de Gobierno—, durante su campaña Echeverría había pedido “perdón” y hecho un reconocimiento a las víctimas, pero nunca le fue aceptado ese gesto en el medio universitario.

Pero Echeverría vivía su propio sueño de grandeza, de líder del Tercer Mundo, amigo de Allende y del exilio chileno luego del golpe de Pinochet, y se atrevió a ir a la inauguración de cursos de la Facultad de Medicina donde fue recibido a pedradas.

“¡Así no gritaban las juventudes de Salvador Allende!”, les grito ya en retirada, “Fascistas, fascistas”.

Eran también los años de la “guerra sucia” en contra de los movimientos guerrilleros como el de Lucio Cabañas y Genaro Vázquez, en la Sierra de Guerrero, y la guerrilla urbana a la que se habían integrado algunos líderes sobrevivientes del 68.

Además, la economía, el llamado “milagro mexicano”, empezaba a desquebrajarse con la primera devaluación del dólar en décadas; claras señales de que el desarrollo estabilizador, el modelo de “sustitución de importaciones”, estaba llegando a su límite funcional, como lo ratificaría la crisis terminal del siguiente sexenio, de José López Portillo.

Lejos se veía una más plena apertura democrática.

Una larga ruta que tendría escalas en 1977, con la reforma política de Reyes Heroles, que legalizó el Partido Comunista; el 85, con la emergencia de la “sociedad civil” luego del sismo del 19 de septiembre; el 87 y el 88, años de la ruptura de la “corriente democrática” con el PRI, la candidatura de Cuauhtémoc Cárdenas, y el fraude en su contra en 1988; la fundación del PRD en 1989, las batallas contra Carlos Salinas, ya presidente, y su política represiva contra todo lo que oliera a cardenismo, y los cientos de militantes asesinados, la conquista en las urnas de la Ciudad de México por Cárdenas en 1997, año en que por primera vez el PRI ya no obtuvo mayoría en el Congreso, y la primera alternancia en el poder presidencial, en 2000.

No con la izquierda tomando la alternativa, sino con el empresario panista, Vicente Fox.

El resto de la historia es bien conocida. El cerrado triunfo, bajo sospecha de fraude, del también panista Felipe Calderón; el catastrófico regreso del PRI a Los Pinos en 2012, y un tsunami llamado AMLO el 1 de julio de 2018.

Un largo y sinuoso camino hacia la democracia, inconcebible sin el 68.

Quienes niegan esta transición democrática aduciendo que es una coartada o ficción de la “mafia del poder”, niegan en realidad una de las más valiosas conquistas colectivas de la sociedad mexicana, a partir de la exigencia central del pliego petitorio del Comité Nacional de Huelga, hace 50 años: “DIÁLOGO PÚBLICO”.

*Edmundo Lizardi: Escritor, periodista y promotor cultural. Es autor de libros de poesía, crónicas y cuentos. Premio Nacional de Poesía Tijuana 1997, Premio Binacional de Poesía Pellicer/Frost(Cd Juárez/ El Paso, 1997) y Premio Nacional de Poesía Alí Chumacero(Tepic, Nayarit 1995). Es fundador del Encuentro Literario Lunas de Octubre, en La Paz BCS.

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