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OPINIÓN: La ciudad e identidad; la importancia de la neuroarquitectura

La ciudad debería representar un espacio de confort y de convivencia que, en sentido ulterior, permita la conformación de identidad.
(Shelly Rivoli)
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El tema del coronavirus trae al mundo de cabeza y no es para menos. Sin embargo, poco parece preocuparnos por lo que habrá de suceder después de esta crisis de salud y económica a nivel global, es decir, preguntar (nos) acerca de cuál será nuestro rol en la configuración futura de nuestras perspectivas de convivencia social.

Con esto me refiero a temas tan complejos de la vida pública y privada que debían interesarnos de modo radical. Por ejemplo, nuestro sistema de salud o de educación, económico o político, la convivencia cada vez más estrecha e interdependiente de nuestras individualidades y que en suma refieren a eso que llamamos el espacio público.

El espacio público no es otra cosa que la ciudad, ésta es el referente inmediato que tenemos en términos de la interacción social, es el lugar de encuentro o desencuentro, es justo ahí en donde es posible la conformación de identidad, confianza, seguridad o, en su defecto, de huida y evasión.

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La ciudad es ese espacio que, al transitarla, nos puede resultar tan agradable, casi como andar por casa y hacer que nos sintamos orgullosos de ella, presumirla, gozarla y compartirla o, en sentido contrario, sentirla tan lejana, extraña e indiferente a tal grado que no nos reconocemos en ella.

Es muy probable que vivamos estas dos aristas y que de pronto nos ocurra con nuestras ciudades, es decir, con ese pequeño espacio que compartimos, lo mismo que nos ocurre con la actitud de cada uno hacia nuestro planeta. ¿Realmente nos interesa seguir viviendo y disfrutando de nuestro planeta, de nuestras ciudades y de nuestra convivencia cotidiana con todo eso que amamos?

En mi caso personal, a propósito de la cuarentena, lamento no poder ir a tomar café a mi tienda favorita y sentarme por un rato y platicar con algunas personas ahí reunidas. Algo que parecía tan natural ha dejado de serlo a causa de la crisis que vivimos.

El pequeño ejemplo del café puede ilustrar lo que estamos perdiendo, lo que no podremos disfrutar por al menos unas semanas y, claro, en niveles mucho más complejos. Incluso, habrá cuestiones que no tendrán reversa. Lo cual será muy lamentable. Me parece que bien esta crisis nos debe permitir reflexionar en el proceso del diseño de una ciudad, en todos sus contextos y desde un marco capaz de respetar la otredad, no sólo entre humanos sino también con la naturaleza.

Esta reflexión no puede pasar por alto que la ciudad debería representar un espacio de confort y de convivencia que, en sentido ulterior, permita la conformación de identidad, de una intrínseca relación de los seres humanos con sus prójimos que redunde en la conformación de intangibles como la confianza, colaboración, diálogo, resiliencia, sólo por citar algunos.

Es en este sentido que se enmarca el tema de la neuroarquitectura, un tema que entrelaza la compleja interacción de mente y arquitectura dentro de una simbiosis que conlleva de modo importante el beneficio mutuo, colectivo y solidario; en la voz de los expertos como la arquitecta Isabel Rosas Martín del Campo se vislumbra como: “una disciplina que está interesada por crear entornos que impacten y modifiquen emociones, pensamientos y conductas”.

Me parece que sería muy interesante pensar a nuestras ciudades como ese espacio público que trasciende a fenómenos coyunturales -coronavirus ahora-, y que en un futuro inmediato sean el lugar de encuentro y propuestas, antes que de miedo y huida. Finalizo retomando algunas líneas de la arquitecta Isabel Rosas: “Cuando el hombre se adentra en sí mismo es como si caminara lentamente dentro de su organismo viviente, su estructura arquitectónica perfecta, en este sentido, poco a poco su mente se encuentra navegando por el ancho mundo de la naturaleza, donde se va topando con los cuatro elementos universales que conforman nuestro mundo.

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