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OPINIÓN: Internet y sociedad en el siglo XXI, la arquitectura del vacío

Estamos irremediablemente ante un nuevo estadio de Modernidad Vacía
Estamos irremediablemente ante un nuevo estadio de Modernidad Vacía, entendida como una estructura de la realidad que contiene, al mismo tiempo, el máximo estrés, inestabilidad y peligrosidad de la modernidad.
(Gary Robbins/The San Diego Union-Tribune)

A día de hoy, por mucho que nos empeñemos, no hay nada que sirva para captar la atención de los demás. La vida en el mundo contemporáneo ha quedado reducida a nuestra relación con los desastres y las crisis que pueden (o podrían) destruirnos.  

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Un solar baldío. Un sótano. Una carretera secundaria sin tráfico. Un edificio abandonado, donde solo se escuchan los ecos de puertas que se cierran. Todos estos lugares, arquitecturas vacías, nos dan escalofríos. Estos lugares están presentes en todas aquellas historias de terror populares que escuchábamos de niños sentados alrededor de la hoguera. De ahí pasaban a formar parte de nuestro subconsciente en forma de pesadillas que aún hoy nos despiertan en medio de la madrugada. En ellos solo se perciben ambientes tenebrosos y lúgubres que transmiten al visitante un sentimiento de peligro constante e incontrolable.

Aunque no queramos verlo, ya es un hecho. Hemos creado – o más bien, hemos llegado a – un mundo en el que todo lo que habitamos tiene una estructura cuanto menos extraña. A simple vista, los espacios que habitamos presentan dinamismo, incluso ajetreo por momentos. Sin embargo, vistos más en detalle, no se observa ningún tipo de interacción real entre los elementos que lo componen. Todos estos espacios muestran dinámicas repetitivas y homogéneas, y en el fondo silenciosas y carentes de cualquier textura social. En otras palabras, están vacíos.

No hay nada que sirva para captar nuestra atención. Cuando vamos al bar, estamos, pero al mismo tiempo, no estamos. Queremos ir, o eso creemos, pero de alguna forma también queremos volver a casa ya desde el mismo momento en el que entramos. En el fondo, no queremos interactuar con los demás porque escuchar problemas de extraños nos resulta doloroso, se nos hace largo y pesado. Siendo sinceros tampoco nos parece que lo que nos cuentan tenga algún sentido e introspectivamente pensamos que en el fondo lo que les pase, se lo merecen. Todo y todos nos molestan. Cuando vamos a las aulas, estamos, pero no estamos. Los estudiantes no creen en sus mentores. Además, como tampoco se puede asegurar un buen futuro profesional en un mundo tan apocalíptico, entonces ¿qué sentido tiene aprender? Lo mismo si vamos a cualquier acontecimiento deportivo: ¿tiene algún sentido pagar una entrada y hacer un esfuerzo por ir a un estadio? Seamos honestos, es más divertido comentarlo fuera que estar dentro – así se les mete “más caña” a los deportistas con los que no nos logramos identificar –. Ni siquiera nuestro hogar supone una salida. Si volvemos a casa, no estamos con nuestras familias, no estamos con nuestros amigos, no estamos con nuestros amantes: la intimidad nos constriñe, y lo que de verdad queremos es ser más libres, poder volar, otear todas las posibilidades y posarnos sobre la que más nos emocione.

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Avatares

Todo esto no es más que la culminación de un proceso iniciado en la era de la hipermodernidad – una sociedad del exceso, el hartazgo y la sobrecarga de símbolos y eslóganes – y que la pandemia del COVID-19 solo ha dirigido hacia el desfiladero de una nueva etapa, cada vez más escuálida en empatía, donde ni siquiera ese exceso hipermoderno puede hacer mella en la psique ajena. Estamos irremediablemente ante un nuevo estadio de Modernidad Vacía, entendida como una estructura de la realidad que contiene, al mismo tiempo, el máximo estrés, inestabilidad y peligrosidad de la modernidad, y el más absoluto vacío social, cultural y espiritual equivalente a un continuo aislamiento social de todos con todos.

En este modelo de realidad, no existe ninguna clase de conectores a los que recurrir. Ya no hay estrellas en el cine ni lugares icónicos en el mundo. En la vida, no hay mentores que nos puedan guiar o aconsejar. No hay canciones comunes o himnos que podamos cantar o bailar. No hay libros, ni películas, ni obras de teatro que podamos debatir, más allá de las que generen controversia. Ni siquiera hay ideas en las que podamos estar de acuerdo en un mundo dominado por unas ideas que nos dividen descarnadamente. Ni siquiera en nosotros mismos hay nada que interese o pueda interesar a los demás. Aunque tampoco hay nada en la mente de los demás que a nosotros nos interese. De hecho, todo lo ajeno nos tiende a producir rechazo.

Una escena del thriller de ciencia ficción de 2021 de Amazon Studios "La guerra del mañana"
(Amazon Studios)

A pesar de que nuestra argumentación pueda ser tremendista y pecar de apocalíptica, un sencillo ejercicio mental puede confirmarlo. Imaginemos que el proverbial genio de la lámpara nos ofrece un deseo: crear cualquier situación, en cualquier lugar, y no solo disfrutarla sino también compartirla digitalmente – vía, por ejemplo, un selfie con tus amigos y familias –, siendo este último un aspecto clave. ¿Qué les enviarías para garantizar que les importe tu mensaje y que éste capture su atención por más de momento pasajero? Pues nada. No hay, siendo realistas, ningún lugar, situación, personaje, sentimiento o mensaje con el que garanticemos que un tiempo después de compartirlo, genere interés. En nuestra condición contemporánea en la que todo emerge como algo sorprendente, hemos construido sofisticadas maquinarias digitales para capturar, generar y diseminar dichas sorpresas. Sin embargo, y paradójicamente todo es aún más aburrido que sorprendente en el momento en que se consume. Actualmente, el tedio y la novedad son indistinguibles.

En cualquier otro supuesto, el interés en lo que uno está haciendo tiende a cero. Nos pasamos el día gritando con todas nuestras fuerzas en una habitación vacía, en la que no hay ventanas. Solo puedes conectar con los demás si llegas a ser parte del movimiento más viral del momento. Pero eso es imposible – la viralidad informativa es inherentemente aleatoria – salvo para dos instituciones en nuestra sociedad: los políticos y los supuestos expertos en gestión de la crisis que impere en cada momento.

En efecto, después de la fatídica primavera de 2020, solo estos actores pueden generar atención, aunque, en el fondo, su aventura tenga las patas muy cortas. La excesiva acumulación de poder y atención, respaldada por una lucha encarnizada por los mismos, lleva irremediablemente a que, en un momento dado, todos ellos acaben siendo perseguidos, agredidos, y tengan que dimitir de forma voluntaria o involuntaria. Sí, el mundo contemporáneo consiste en tu relación con los desastres y las crisis que podrían destruirte. O tu relación con los políticos/expertos que merman tu vida para evitar tales desastres. O tu relación con la opinión popular que fustiga/apoya a políticos/expertos por haber mermado tu vida. O tu relación con un subconjunto de individuos de esa población que se opone (o apoya) medidas para restringir su vida con el objetivo de que la crisis actual no acabe con ellos, aunque mientras lo hacen, van anulándose como personas. La dinámica tóxica continúa recursivamente, sin fin aparente.

Parece que hemos perdido completamente el interés por nuestro entorno local, físico, mental o espiritual, extinguiendo cualquier principio de interioridad. Los problemas que nos preocupan son en su mayoría de naturaleza intratable y abstracta, imposibles de entender debido a su enorme complejidad, su dinamismo impredecible. Además, estos problemas parecen resistir a cualquiera de las soluciones que podamos proponer, que suelen ser infinitamente controvertidas, y desembocan en interminables discusiones recursivas, dando lugar a un nihilismo vital.

Estamos ante la consecuencia final e inesperada de la pandemia. Durante la crisis del COVID-19, el mundo local, físico, cultural y emocionalmente próximo se vació por completo. Esto dejó lugar a un mundo saturado de noticias frenéticas y dramáticas publicadas en los medios globales virales. Todo lo demás era imperceptible ya que, simplemente, no se contó. Vivimos durante meses atrapados, hundidos en nuestros dispositivos que actuaron como espejos negros reflectantes. Estos proyectaban simulaciones de nuestros seres queridos, sobre todo de sus angustias y obsesiones, llevando a una pérdida total de toda la textura de la vida. Todos esos momentos de alegría fueron simplemente enterrados en una crisis interminable. Todas las curiosidades y misterios locales, desintegrados.

Dos años después, las cosas no están mejor. Aunque alguien tuviera el lujo de no usar Internet en lo que resta de este año, todavía estaría enfrentado ante el modelo mental de la pandemia. De hecho, las cosas se han invertido en estos tiempos, ya que el mundo real ha pasado a ser un mero fondo de videoconferencia: la calle, la playa, o un bosque son solo unos lugares más, vacíos, donde puedes conectarte digitalmente con otra entidad, ubicada en otro lugar y otro momento, disociándote de tu entorno inmediato. Seguimos viviendo con esa arquitectura llena de ruido y miedo, desprovista de todo lo que hace que valga la pena vivir. Parece que no podemos librarnos de esto, aunque en realidad ni siquiera sabemos cómo enfrentarlo. Es difícil comprender lo que es, pero todos podemos sentirlo si nos paramos a pensarlo. A veces, caminando por la calle, puedes verlo en la cara, los andares, la mirada de los demás,… hasta que de nuevo vuelve a desaparecer en una supuesta vuelta a la normalidad.

Uno de los momentos más espeluznantes de una historia de terror es cuando la protagonista despierta de un escenario macabro, para darse cuenta de que en el fondo continúa en otra pesadilla. Aún si pudiésemos, de milagro, superar las pandemias, desastres naturales, guerras ¿qué quedaría al otro lado además de otro nuevo horripilante escenario, de continuar la dinámica actual? Tenemos ante nosotros una decisión vital que tomar: ¿Queremos seguir habitando arquitecturas vacías y zombificadas o lograremos reavivar el fuego de un mundo en el que valga la pena vivir con otros? ¿Cómo podríamos siquiera empezar a hacerlo? La gran pregunta del siglo XXI es ¿cómo se sale del vacío?

* Manuel Cebrián es Investigador Distinguido en la Universidad Carlos III de Madrid y José Balsa-Barreiro es investigador posdoctoral del grupo de CITIES de la New York University (EAU) y del MIT Media Lab (EE UU).

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