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Mientras las naciones se aíslan, el coronavirus nos obliga a ver que estamos más conectados que nunca

Un hombre cruza una carretera vacía en Wuhan, China, el epicentro del brote de coronavirus, el 3 de febrero de 2020.
(Getty Images)
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El empleado de la aerolínea tailandesa devolvió el pasaporte con una mano enguantada y se inclinó sobre el mostrador; su voz sonaba amortiguada a través de la máscara quirúrgica. “Veo que es estadounidense, pero debo preguntarle: ¿Ha estado en China en las últimas dos semanas?”.

En la línea de seguridad, mientras se quitaba los zapatos, un hombre del sur de Asia tosió fuerte y rápidamente se cubrió la boca, mientras otros pasajeros lo miraban con sospecha. Pasando el puesto de control, un grupo de turistas británicos hacía circular una botella grande de desinfectante para manos.

Estos son días cargados de nerviosismo, y no sólo en el aeropuerto Suvarnabhumi de Bangkok, una de las terminales más concurridas del planeta, sino en todo el mundo, a medida que un virus nuevo misterioso y mortal salta de un continente a otro, dejando un rastro de infecciones, cuarentenas y temor.

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Parece una antigua fábula oscura, pero es en realidad consecuencia de nuestros tiempos.

En su viaje invisible desde la ciudad de Wuhan, en el centro de China, a dos docenas de países -y en expansión-, infectando en el camino a más de 24.000 individuos, el nuevo coronavirus fue impulsado por una red de viajes aéreos que conecta a las personas de manera más eficiente que en cualquier otro momento de la historia humana. Se han reportado casos desde Rusia a Australia, y desde el norte de Inglaterra hasta el sur de California, la mayoría de los cuales involucraron a pacientes que viajaron desde China.

Este es el mundo, tal como lo hemos reducido. Nuestras transacciones de dinero atraviesan el éter, y nuestros deseos y fascinaciones se mueven con la velocidad de un tuit. Se pueden comprar productos desde casi cualquier lugar; los que solían ser ingredientes exóticos en los menús de los restaurantes ahora son enviados a cualquier parte, frescos. Familias enteras cruzan los océanos para disfrutar de bodas y vacaciones de verano, y el reciente viaje de negocios de su vecino podría haber sido tanto a Seattle como a Shenzhen.

Es una idea poderosa, que pone a prueba el tiempo y el espacio.

Ahora un solo microbio -probablemente surgido de murciélagos que habitan en cuevas lejanas- impuso un ajuste de cuentas y nos ha recordado los límites de ese poder. Tal como el ébola surgió de África occidental y el zika de Brasil, un virus con un nombre siniestro salió una vez más de la oscuridad para sacudir nuestra ilusión de invulnerabilidad.

“Todos estos brotes subrayan las formas en que el mundo está más interconectado que nunca”, observó Mark Honigsbaum, un historiador médico británico y autor de “The Pandemic Century” (El siglo de las pandemias), un libro de 2019 sobre las respuestas públicas a los brotes en los últimos 100 años. “Ya no hay ningún lugar aislado. Debido a estas conexiones, un virus puede estar en cualquier parte del mundo en 72 horas”.

Por mucho tiempo, los brotes de enfermedades han logrado que el planeta se sienta más pequeño. En la época medieval, los guerreros mongoles y los barcos mercantes llevaron la peste bubónica de Asia a Europa, alimentando la pandemia de la Muerte Negra, que mató a decenas de millones. En los albores del siglo XX, un barco de vapor con ratas infectadas de China llegó al puerto de San Francisco y marcó la llegada de la plaga a las costas estadounidenses.

Sin embargo, cuando el coronavirus de Wuhan apareció, en diciembre pasado, el mundo estaba ya tan hiperconectado que comenzaba a colapsar.

La epidemia alimenta impulsos nativistas y discursos antiglobalización, en un momento en que muchos gobiernos miran hacia adentro, rechazando las instituciones multilaterales y levantando barreras al comercio y la inmigración. Los populistas de derecha aumentan de Hungría a Filipinas. La semana pasada, Gran Bretaña salió formalmente de la Unión Europea y la administración Trump amplió su controvertida “prohibición de viajar” al imponer restricciones de visa contra ciudadanos de seis países más, de Asia y África.

Incluso antes del brote, la economía de China se estaba recuperando de una guerra comercial liderada por el presidente Trump que, según los expertos, dejó a ambos países en peor situación. La campaña de la administración para paralizar al gigante chino de telecomunicaciones Huawei, que llama una amenaza a la seguridad global, planteó la posibilidad de que los mundos tecnológicos de EE.UU y China puedan “desacoplarse”, o dividirse en esferas separadas.

El coronavirus volvió realidad esa división, aunque sea temporalmente.

Las principales aerolíneas estadounidenses suspendieron los vuelos entre EE.UU y el continente chino. La administración Trump prohibió a la mayoría de los extranjeros que habían estado recientemente en China ingresar al país, y colocó a los estadounidenses que regresaban de Hubei, la provincia clave del brote, en cuarentena por hasta dos semanas.

Otros países, incluidos Singapur, Australia e Israel, pronto siguieron su ejemplo con sus propias restricciones de viaje, a pesar de que la Organización Mundial de la Salud (OMS) señaló que tales prohibiciones no eran necesarias. Starbucks, Apple y McDonald’s -pilares culturales y comerciales que nos han vuelto simbióticos- cerraron sus tiendas chinas.

Pero a medida que las economías globales son más dependientes de China que nunca, estas barreras físicas no hicieron nada para evitar que los mercados bursátiles mundiales caigan. “Esta respuesta instintiva que estamos viendo, de alzar inmediatamente el puente levadizo, creo que es muy miope”, consideró Honigsbaum. “Un microbio como el coronavirus no obedece las restricciones de viaje. Y no se puede simplemente bloquear y castigar a un área del mundo sin infligirse una gran autolesión. Podremos ver eso en los próximos días y semanas, a medida que el impacto se evidencie en los mercados financieros y el comercio”.

En Estados Unidos, sólo se han reportado 11 infecciones, seis de ellas en California, sin muertes. Pero las farmacias y los minoristas en línea vendieron grandes cantidades de máscaras quirúrgicas, a pesar de que, según los expertos, no hacen mucho para prevenir el contagio.

Los engaños y los mensajes de sentimiento antichino se han extendido incluso en partes de Los Ángeles, lo cual demuestra una vez más que la diversidad étnica no vacuna a una población contra el miedo.

Esto ya lo hemos visto. En 1908, cuando la peste había viajado hacia el sur desde San Francisco, el Los Angeles Herald describió a las comunidades de inmigrantes asiáticos como depósitos inmundos del virus y escribió que “cualquiera está expuesto a la picadura de una pulga infectada mientras pasa cerca de algún chino o filipino que se permite llevar encima estas pequeñas plagas”.

Tales estereotipos racistas impulsaron el apoyo a la prohibición federal de los inmigrantes chinos, que se mantuvo durante casi seis décadas hasta su derogación, en 1943.

Los sistemas de salud actuales son mucho mejores para controlar la propagación de enfermedades. Pero la xenofobia perdura, alimentada por la retórica política tóxica y las redes sociales. Una portavoz del Ministerio de Relaciones Exteriores de China acusó esta semana a Estados Unidos de reaccionar exageradamente y propagar el pánico al evacuar a sus diplomáticos y restringir los viajes. “Tenemos un clima político y económico que ha fomentado los antagonismos entre Estados Unidos y China”, consideró William Deverell, profesor de historia de USC. “Agreguemos a esto el virus, y no sabemos a dónde podría llevarnos la enemistad”.

“Es un momento aterrador, y el miedo podría ser tanto lo que esto hará a nuestras percepciones mutuas, como lo que esta enfermedad puede hacer a las personas y poblaciones, cercanas y lejanas”.

Las tensiones son mayores en las inmediaciones de China, en lugares como Japón, Singapur y Tailandia, que acogieron a un gran número de viajeros chinos durante el Año Nuevo Lunar de enero pasado, cuando los funcionarios de salud de ese país aún no habían revelado la magnitud de la propagación del virus.

En Singapur, estalló un grito en un vagón de metro la semana pasada, cuando un hombre de etnia china estornudó inadvertidamente sobre otro pasajero. Cuando el primer ministro de Tailandia, Prayuth Chan-o-cha, se enfermó, un día después de recorrer los centros de detección de coronavirus en el aeropuerto de Bangkok, el hashtag “RIPPrayuth” apareció en Twitter, y obligó al ministro de salud del país a negar públicamente que el líder tuviera el coronavirus.

“Hay un nerviosismo; si alguien tose en un avión, por un pequeño momento pensamos: ‘¿Qué tan cerca estoy de esa persona?’”, expuso Brian P. Klein, ex diplomático estadounidense en China y fundador de Decision Analytics, una empresa de asesoramiento de riesgo geopolítico.

En medio de la incertidumbre, sin embargo, hay destellos de lo que se puede lograr cuando las personas siguen conectadas.

La semana pasada, médicos en Tailandia afirmaron que habían tratado a una paciente con coronavirus con un cóctel de medicamentos contra la gripe y el VIH, y que su condición había mejorado. Ello ofreció la esperanza de que pronto se podría desarrollar una cura.

Además, científicos en Australia se convirtieron en los primeros en recrear el virus en un cultivo celular, lo cual podría ayudar a los laboratorios internacionales a probar vacunas de prueba y detectar infecciones en pacientes que no muestran síntomas. “Cuando este tipo de cooperación comienza a surgir, es prometedor”, remarcó Klein. “Esta no será la última crisis que el mundo deberá enfrentar unido, y esperamos poder aprender a cooperar cada vez mejor. Cuando los viejos instintos entran en acción, y los países deciden actuar solos, el problema se vuelve mucho peor de lo que hubiera sido”.

Para leer esta nota en inglés, haga clic aquí

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