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El Perro

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“Puedo rendirme, pero no quiero ser como era antes”.

Él mató a un policía motorizado.

El año pasado exterminaron al perro. Lo envenenaron con arsénico, ese elemento químico semimetálico con el que mitigan a los más débiles. Aquella tarde, horas entes de que agonizara, me miró fijamente a los ojos como nunca lo había hecho, con esa humildad animal tras reconocer en su estómago los jugos gástricos de la muerte. Se despedía. Yo no lo comprendí. Salí a la calle con mi hijo, y entramos al cine a ver una película sobre juguetes animados que se profesan devoción y se dejan ir y se encuentran ad infinitum, en medio de un parque de diversiones provinciano que es la vida misma.

Entonces lo entendí de golpe, no me pregunten por qué. Acerté la mirada del cachorro, y simulé lágrimas por el vaquero marioneta que se desterraba para siempre de sus amigos.

Al llegar a casa, esos ojos caninos y toda fidelidad se habían escapado, o más bien, se los habían despojado. Yo no puede más que sobarle la cabeza inerte; aquel cráneo pequeñito que tantas veces él había puesto en mi pecho en señal de afecto.

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Dentro de un marco simbólico, el perro simboliza la faz luminosa de la animalidad; posee connotaciones de fiereza caótica y de fuerza, de una energía “no elaborada”, sino más bien divina. Siempre a la mano del hombre, como un Dios invertido.

Este animal, representa los vehículos subyacentes del ser humano; anclado a los conceptos de sacrificio y fidelidad, de alta fidelidad. Siempre dispuesto a atacar protegiendo antes que defenderse. Guerrero desnudo. Custodio de la nada. Velador de la muerte. Alegoría de la resurrección. El verdadero peso del corazón. Compañero guardián y cancerbero de las puertas giratorias entre el bien y el mal.

El perro, el mío, era como el de casi todos: revoltoso –como un anarquista sin bandera–; juguetón, travieso y sumamente nervioso; tragón, con un hambre voraz que no se saciaba nunca –a veces pienso que esa apetencia no era sólo de alimento, sino de otra cosa que él pedía a gruñidos, más y más de algo que jamás le supimos dar–. El perro era sucio por convicción, le agradaban los dreadlocks y la mugre del tiempo sobre el cuerpo manso. Tenía una fealdad legítima, era feo y calamitoso, algo que hacía que te doblaras de pura ternura, lo que dotaba a su irregularidad estética de variaciones infinitas.

La belleza podía entonces dejarse a un lado, y se convertía él mismo en un muñeco de peluche, con una sola excepción: poseía los ojos de una persona, de un niño quizá. Se maravillaban y se entristecían. Había en ellos inocencia y experiencia, y había encanto si me lo permiten. Son precisamente sus ojos los que no he podido olvidar.

El perro, el nuestro, ese animal con atributos de peluche, había lamido con afecto los pies desnudos de mi sobrino en sus primeros pasos, y posteriormente, comido de las manos rollizas de mi hijo cuando aprendió a escribir. Nos había flanqueado en la misma cama durante frías noches de pesadillas y fuertes tempestades, lo habíamos acompañado también durante sus miedos y alucinaciones caninas, poniéndole una mano en el lomo cuando se sobresaltaba; entonces dejaba de vagar por calles imaginarias y se volvía a perder en no sé qué sueños de gatos y neumáticos a perseguir.

Había estado reposando en mi interior el cadáver del cachorro. Sus ojos, disimulados en la oscuridad más espesa, olvidados casi; pero dentro, muy adentro de mí, arropado por un calor de una energía magnética, de un maniqueísmo secreto, hasta que los primeros acordes de una melodía lo trajeron de vuelta a esta superficie.

El platense Santiago Barrionuevo (Santiago Motorizado), escribió una canción para el último álbum (La otra dimensión, 2019) de su banda Él mató a un policía motorizado, titulada “El Perro”, que yo considero como la canción de amor más honesta que jamás haya escrito el hombre. En ella, le profesa su devoción a la figura del can: “no te vayas de mí / ya no quiero estar solo”. Se lo grita a su compañero, que se perdió en medio de una “oscura fiesta infernal”: “¿dónde estás amigo?, yo te necesito”.

Los niños me contaron una historia hace unos días, un cuento de terror que narra la noche de un niño que está entrando a la madurez, y pierde de a poco, el miedo a las amplitudes de la oscuridad; así que cuando sus padres salen de viaje de fin de semana, él decide quedarse en casa solo en compañía de su perro. Cerró puertas y ventanas, pero para la escasa fuerza de un niño, una de ellas se negó a ser atrancada. A la hora de dormir, el cachorro se metió bajo la cama como era de costumbre; el niño durmió con tranquilidad hasta pasada la media noche, pero un repiqueteo en el baño lo despertó.

Era la primera vez que se quedaba solo y no se atrevió a averiguar de qué se trataba. Estaba aterrado. Solía meter la mano debajo de la cama para que el cachorro la lamiera, eso lo tranquilizaba. Después de los ruidillos en el baño hizo lo propio, y el perro le lamió la mano de una manera afectuosa; pero como el sonido en el baño no cesaba –reconocía en él un incesante goteo–, repitió el procedimiento de la mano en dos ocasiones más, ahí estaba el cachorro, relamiendo aún con más vehemencia.

No se tranquilizó. Ese ligero sonido de las gotas que caen se hacía más auditivo, y más y más… Espesas gotas golpeando el adoquinado. Se dirigió al cuarto de baño, encendió la luz y notó al perro colgado de la ducha, con un corte longitudinal a lo largo de la garganta. Y en el espejo, una leyenda: “No sólo los perros lamen”.

Sé que la historia los aterraba, pero que de alguna manera, les daba fuerzas para asumir el hecho, la muerte del cachorro, porque el miedo es parte de la ficción de los días. Pero a veces, cuando la ficción adopta la omnipotencia de la realidad, cuando comprobamos que nos hacen sufrir tanto las ilusiones como la realidad, nuestros sufrimientos pierden toda dignidad y todo consuelo.

Algunas noches, cuando regurgitan los pensamientos, bajo la mano para sentir algo… Pero no hay nada. Quisiera escribir que el perro y la rabia están más vivos que nunca, pero no. Nada de hendeduras y lenguas lascivas. El monstruo se ha ido. Es así, como escribió Juan Rulfo, que después de tantas horas de caminar sin encontrar una sombra de árbol, ni una semilla de árbol, ni una raíz de nada, cuando se oye ladrar a los perros.

Mijail Bakunin, escribió en su ensayo Dios y el Estado (1882), lo siguiente: “El hombre, animal feroz, […], ha partido de la noche profunda del instinto animal para llegar a la luz del espíritu […]. Ha partido de la esclavitud animal después de atravesar su esclavitud divina –término transitorio entre su animalidad y su humanidad–, marcha hoy a la conquista y a la realización de su libertad humana.

Bien, en esta historia yo soy el animal. La metáfora del perro. Mi propia Creepypasta. La otredad que se perdió en medio de una oscura fiesta infernal, pero que con la ayuda de los envenenadores, volvió a ver de nuevo las luces de neón. Como no podían llegar a mi alma, habían decidido castigar mi cuerpo como hacen los niños que, cuando no pueden alcanzar a la persona que les fastidia, maltratan a su perro. Mi cachorro, el incendio interior, se extinguió por completo.

El perro se sacrificó por amor puro, para darme una lección, tragándose los rencores de los demás, para “volver haciendo el bien”, como expresa Santiago Barrionuevo consecutivamente en Buscando Más allá: “Y así morder tu mano, y sonreír para ver lo que viene”.

Lo que yo tenía antes de que partiera el perro, era un profundo terror a la muerte. Aquella destrucción movía hilos emocionales de los que yo no era consciente. Miedo que se desvaneció de pronto, al sepultar su pequeño cuerpo en el huerto de mi madre, justo de donde posiblemente, provinieron todas las fobias alguna vez. Y ya sólo queda, como en la novela de Jack London, el llamado de la selva.

* Alfredo Padilla (San Luis Potosí, 1983). Narrador y periodista cultural. Autor de los libros Una pastilla más para que pase el dolor (Editorial Ponciano Arriaga, 2015), Monólogos de un niño inconforme (Casa editorial Abismos, 2017) y Guadalajara Caníbal (Paraíso Perdido, 2018).

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