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EN EL DÍA DE LAS MADRES: Lo que no pude decirle a mi mamá

El COVID-19 casi le quita la vida a Amarilys Ortiz.
El COVID-19 casi le quita la vida a Amarilys Ortiz. En esta imagen se le observa postrada en la cama de un hospital en donde estuvo ingresada 12 días.
(Cortesía)
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La pandemia nos tomó a todos por sorpresa. De la noche a la mañana nuestras vidas se pusieron en pausa y nuestros afectos quedaron limitados a reuniones a través de teléfonos y otras tecnologías que nos permitieron cumplir con la orden de distanciamiento social que expidieron las autoridades.

Para no infectar a nuestros propios seres queridos muchos dejamos de visitar a madres, primos, tíos, hermanas o amigos. De una u otra manera todos aceptamos el sacrificio de la lejanía con la esperanza de que pronto todo esto quedaría atrás y podríamos volver a nuestra normalidad previa a la pandemia.

La enfermedad se llevó a mucha gente querida y una gran cantidad de personas no pudieron, por ese distanciamiento, acompañarlos en sus últimos momentos. Este año, en la celebración del Día de las Madres, quisimos construir un espacio donde la gente expresara lo que no pudo decirle a su madre, a su abuela, tía o hermana que falleció durante la pandemia.

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A continuación, compartimos algunas de estas historias:

‘Hubiera querido darte un beso de despedida’

Elisa Bertha Lannuzzo de Gaglianone.
(Familia Gaglianone.)

Mamá:

Hubiese querido abrazarte, con uno de esos abrazos bien apretujados, que duran mucho y dicen más que mil palabras.

Hubiese querido darte un beso de despedida, aunque secretamente quiera creer que más que despedida fuera solo un “hasta que nos volvamos a ver”.

De todas las personas de quienes me he tenido que despedir, jamás pensé que serías tu a quien no podría acompañar cuando más me necesitabas. Nunca me imaginé que no podría compartir tus últimos días; las últimas horas que pasaste solita y asustada, sin entender por qué tus hijos no estaban a tu lado, a pesar de habernos dedicado toda tu vida.

Una pandemia inédita de nombre extraño nos robó la oportunidad de podernos ver por última vez. Hubiese querido viajar a Argentina, pero los vuelos fueron cancelados. Mi único consuelo fue pensar que, aunque hubiese podido viajar, no hubiera servido de nada. Mi hermano, que vivía a solo una cuadra de distancia, tampoco se pudo despedir.

Otra maldita enfermedad, el Alzheimer, ya te había secuestrado años atrás. Papá te cuidó lo más que pudo. Eventualmente, tuvimos que llevarte a un lugar donde pudieran darte la atención que necesitabas.

“Ella ya no es tu mamá”, quisieron convencerme muchos, cuando les contaba que el Alzheimer te había secuestrado. Pero yo nunca les creí. “Claro que es mi mamá. Podrá no gustarme lo que la enfermedad ha hecho con ella. Pero no dejamos de amar a alguien, así como así. No se deja de querer, solo porque se hace difícil”.

Te salvaste del COVID-19, pero te aislaron para que no te contagiaras de otros, y cuando mi hermano te quiso ir a ver, ya no lo dejaron entrar. Eventualmente, logró que lo dejaran verte, a través de un vidrio, por tan solo unos minutos.

Quiero creer que estés donde estés, sabes cuánto te hemos querido y te seguimos queriendo. Deseo que sepas que no nos olvidamos de ti, que nunca te dejamos sola y que, a la distancia, siempre estuvimos a tu lado, cuidándote como tu nos cuidaste, amándote tanto como siempre.

Este Día de la Madre no estarás físicamente con nosotros, pero tu amor sigue presente.

¿Quién sabe? Quizá algún día, en otro espacio que no conoce de enfermedades ni de distancias, nos podamos volver a ver. Hasta entonces, seguirás viva en mis recuerdos y en mi corazón.

En este día y a la distancia, te deseo un Feliz Día de la Madre.

Virginia Gaglianone

Gracias madre por dejarme tu consuelo

Señora Consuelo.
(Uriel Saenz.)

Mi Madre me escuchó en ese vacío. Me miró y en ese momento me convenció.

Era mi última esperanza para agradecerle, para honrarla.

Cada paso hacia el final lo navegamos juntos.

En las caídas de los últimos momentos nos levantamos juntos.

Me quedé solo. Pero te digo ¡gracias, madre!

Gracias Dios mío por el momento. Gracias por la fortaleza. Por el regalo de entregarte a mi madre.

Fueron varias semanas de sufrimiento, pero en un solo momento se fue y me quedé solo, frágil como el cristal de tu colección.

Eres bella como una muñeca.

A ti ese hombre no te derribó, ni rompió tu lucidez.

Porque eres grande madre mía.

Entre las penas sobresalía tu sonrisa que le entregaste a mi vida y que se convertía en un rayo de esperanza.

En la despedida, me mirabas, pero nunca lloraste, y te dije gracias por ser mi madre y por ser madre de mi Priscilla. Gracias por eso madre.

En ese momento me sonreíste y me quedé sin nada.

Tu sonrisa fue mi gran consuelo.

Hoy solo me queda tu nombre. Gracias, madre por dejarme tu consuelo.

Uriel Saenz

Los barcos de los sueños

Esther Gutierrez de Maciel y su hijo Alejandro Maciel.
Esther Gutiérrez de Maciel y su hijo Alejandro Maciel.
(Familia Maciel)

Tenía meses temiendo esa llamada que al final llegó en los últimos días de mayo del 2020. La pandemia estaba en su apogeo y la simple expectativa de tomar un avión para volar de emergencia a Chapala, Jalisco, donde vivía mi mamá en una casa para adultos mayores, parecía imposible.

La enfermera me dijo: ‘Apúrese, porque quien sabe si alcance a verla’.

Y entonces corrí y corrí hasta que logré sentarme en el avión. Y mientras volaba, fui recorriendo, como en una de esas películas del final de la vida, muchos de los capítulos de mi vida con mi “ama”.

Recordé por ejemplo una noche estrellada y tibia en el puerto de San Felipe. Tendría unos cinco años y mis hermanos estaban dormidos y mientras escuchábamos el ruido de las olas que llegaban acariciando la playa, me contaba que hay barcos que se quedan por siempre navegando en alta mar y que solo de vez en cuando se acercan a la orilla para recoger los sueños de la gente buena a fin de hacerlos realidad.

-Mira, ahí hay uno, me dijo, mientras señalaba al horizonte, entre la bruma de una Luna que apenas se atrevía a salir.

Me corrió una lágrima cuando me di cuenta de que nunca pude decirle que a pesar de que ya no era un niño, seguía creyendo que esos barcos existían, que lo había visto en mis sueños y que me habría gustado abordarlo juntos, para conocer los suyos.

En ese tiempo ella tendría unos 35 años y era una mujer hermosa, de un cabello negro y una pronunciada nariz aguileña. Ella nunca expresó sus sueños, tal vez porque estaba muy ocupada trabajando para que nosotros construyéramos los nuestros.

Recordé también ese episodio en el que la acompañaba a Santa Verónica, un fraccionamiento rural en el que vendía terrenos. Y antes de empezar a subir La Rumorosa, una peligrosa carretera llena de curvas, se orilló en la carretera, me vio a los ojos y me dijo: “Es tiempo de que manejes”.

Y así, de la noche a la mañana tuve mi graduación como conductor.

Tenía 15 años y conduje muerto de miedo. No pude decirle que esa fue una de las experiencias más importantes de mi vida, porque me hizo sentir adulto, porque creyó en mí, cuando ni yo mismo creía en mis posibilidades.

No tuve tiempo de decirle que esa anécdota se la conté una y mil veces a mis hijos y a todo aquél que quisiera escucharme. No le dije que me sentí orgulloso de ella, de su entereza y de su confianza de creer en mí.

Y de pronto en mis recuerdos me convertí en adulto y reviví esos momentos en los que decidí viajar a la Ciudad de México para estudiar mi carrera en la UNAM. En esas ocasiones mi madre cada vez que me iba enfermaba de muerte. Siempre creí que lo hacía de manera inconsciente para que no me fuera, para no quedarse sola.

Y entonces, mientras volaba hacia el encuentro de su muerte, supe que en ese tiempo fui innecesariamente e inmaduramente duro con ella. Porque, aunque fuera cierto que se enfermaba para tratar de retrasar mi partida, tal vez debí quedarme uno, dos o tres días para consolarla y acompañarla en esa soledad permanente que fue el signo de su vida a lo largo de los años.

Y pasó el tiempo y mantuvimos una relación estrecha. Me convertí en adulto y mi madre siguió cargando su soledad. Y para llenar nuestras ausencias combinaba su trabajo de enfermera del área de emergencias, con la pintura y una intensa vida social. De esa época es el apodo que le puse de la “chulis”.

Ahora sé que habría dado algunos años de mi vida para decirle que admiraba esa fuerza que no la derrumbaba. Me habría gustado decirle que muchas veces la comparé a una palma en medio de una tormenta que, aunque se doblaba por los embates de la soledad, nunca se dobló.

La vida nos fue llevando en su torrente y aprendimos a querernos desde la distancia. En estos últimos años, cuando el Alzheimer se llevó sus recuerdos, me conformaba con cantarle canciones al oído, las mismas que ella nos cantaba cinco décadas antes para dormirnos...

La mar estaba serena, serena estaba la mar, con E
Le mer estebe serene, serene estebe le mer, con I...

Cuando llegué a Chapala era cierto, le quedaban apenas unas horas de vida. Pedimos que nos dejaran verla, y nos dijeron que no. Que tendríamos que despedirnos de ella a través de una cámara. Mis hermanos y yo dijimos que no, e hicimos todo para sacarla y llevarla a casa.

Apenas unos minutos antes, cuando la enfermera nos dijo que había llegado el momento, la tomamos de la mano, y le dijimos en el oído que no podríamos haber podido tener una mejor madre. Que agradecíamos cada minuto que nos había dado.

Se que nos escuchó porque una lágrima corrió por su cara en el momento justo en el que partía.

Alejandro Maciel

Recuerdo, entre otras cosas, las manos de mi madre

Elena Sanchez, madre de Lourdes y Justo.
Elena Sánchez, madre de Lourdes y Justo.
(Familia Sánchez.)

Recuerdo esa luz del mediodía fuera del Santuario de la Guadalupe, sería nuestra última visita. Ya estaba débil.

Mi madre, si supiera, es un referente al mundo de lo sagrado. Tengo el recuerdo de infancia de su armario, era un mueble alto, forrado de seda gris. De él emanaba un aroma de rosa –el perfume Joy de Jean Patou. Me pegaba a la seda en aquel calor habanero.

Era una textura fresca, tenía el olor que me remitía a todo lo ausente en el exterior, en aquel mundo hostil y chabacano. ¿Recordaría ella nuestras visitas de lunes a aquella pequeña capilla escondida en un rincón de Centro Habana? Rogábamos que se nos concediera el permiso de salida. Corrían tiempos difíciles para nuestra familia. Recuerdo sus manos al colocar un pasador en el manto de la Dolorosa. Solitos estábamos, era enemiga de ostentar su fe.

En su pelo rubio brillaba el sol de Castilla en aquellas tardes de excursión a Toledo y a Aranjuez. ¡Cuántas veces en muestras de arte he contemplado ese cuadro del Apóstol San Pedro por el Greco que tanto la conmovía!

Las lágrimas de arrepentimiento y el rostro de entrega habían tocado su sensibilidad. Recuerdo, viviendo en España, cuando fuimos en familia a Asturias, tierra de su madre, mi abuela. Asturias es imponente en su verdor y lo agreste de sus paisajes.

El asturiano es generoso, siempre tiene un puesto en la mesa. El asturiano es un pueblo de mineros y agricultores, oprimido. Por allí han pasado, por pasar, desde peregrinos hasta el hambre y el dolor. En las noches se siente, recuerdo de chico, el aullar de los lobos y el silbido del viento frío. En mi madre y en mi Abuela Carmen vivía el espíritu de Pelayo y de Covadonga, mujeres que supieron combatir con valor. Cada una en su tiempo tuvo que reinventarse fuera de su país para salir adelante. Cada una supo salir airosa y exitosa.

Recuerdo su alegría. Recuerdo la luz dorada de tarde de domingo con la casa abarrotada de amistades. La merienda se volvía cena, películas, videos de pianistas, diapositivas de viajes, cartas colectivas que se llevarían al periódico, estrategias político-culturales.

Mi madre no era muy ducha en materia culinaria –ni mi padre, ni mi hermana, ni yo- pero era eso precisamente lo que hacía la algarabía encantadora. Llegaban también “los del Norte”, mis compañeros de universidad. Llegaban de Massachusetts, California, Rhode Island y New York. Les hablaba en inglés escondida de nosotros, decía tener miedo de cometer errores. Recuerdo su grupo de oración. Les llamé el cónclave de la OEA, representaba a toda Hispanoamérica. Se fue con su grupo rezando junto a ella. Se fue con otro hijo de asturianos a su lado, un hermano para nosotros, “su hijo cura”, Omar.

Recuerdo sus manos, eran las manos que daban, sin ser vistas, “sobrecitos” con un aguinaldo o una ayuda, o administrando pastillas para todo tipo de dolencias, con el termómetro cuando teníamos fiebre, regalando estampitas, con el rosario de mi bisabuela, en la misa durante el Padre Nuestro, con su suero en momentos que quisiera olvidar.

Yo, prefiero recordar sus manos en el brazo de mi padre. Aquella mañana entraban juntos, andábamos de peregrinos, yo por mi cuenta. Cruzaron el Pórtico de la Gloria. Allí les vi. Fue nuestro último viaje. Allí, junto a mi padre, en Santiago de Compostela la retiene mi memoria.

Obra maestra

Adalinda Alicea Blanco.
(Mixar Lopez)

Recuerdo bien aquella novela de la hija pródiga de ‘Penguin’ —Amanda Hodgkinson— titulada ‘Britania Road’; una novela que, entre otras nimiedades, versa acerca de la maternidad; en este hit de ‘Amazon’ del 2011, Hodgkinson “teje” la historia de dos personajes; Silvana y Aurek, madre e hijo que se reencuentran ambos milagrosamente en Londres, tras seis años de separación a causa de la Segunda Guerra Mundial; solo que para ellos ya nada es como debería ser, nada es como antes, la inocencia se ha escapado, se ha marchado y la guerra los ha minado, convirtiéndolos en mundos diferentes: dos seres extraños.

Yo no he visto a mi madre desde hace décadas, y realmente no sé si la volveré a ver. Ya entre nosotros pasó una guerra mucho más atroz que la distancia; pues las enfermedades alejan y equiparan a la vez. La enfermedad comienza, generalmente, en esa igualdad completa que es la muerte. Hoy, mi madre está enferma, y esa guerra está ya perdida.

En ‘Los que nos salvaron’, de Jenna Blum, la pequeña Trudy tenía tan solo tres años cuando ella y su madre fueron liberadas de esa misma guerra por el Ejército Americano. Su único recuerdo de ese pasado es una vieja fotografía que muestra a su madre al lado de un oficial nazi; durante toda la novela, Trudy es acosada por fantasmas.

Pienso yo en los míos, que vienen hasta mí con el bramido implacable del mar por las noches, el olor bálsamo de mi madre, su comida preparada en horno de canto, el dolor punzante de los pies descalzos, el sudor, la sal, la pobreza y el amor, siempre su amor; todo el cariño que me fue proferido por ella regresa ahora en forma de fantasmas; memorias, la devoción de mi madre es el dedo en la herida de un Cristo orgulloso de la muerte, pues solamente se puede creer en ella, y en nada más.

Infusión eterna, té portentoso, pomada para el tormento, ojo de tuerto, zapatito de paño, sonrisita de almíbar, estrujón de ángel, mi madre es todas aquellas cosas que tú podrías enumerar en una librera —con lágrimas en los pómulos— para después lanzarla al océano, y endulzar las tristezas todas de los niños ahogados, huérfanos. Imágenes que me recuerdan que mi único tesoro en esta vida es el ser referido como hijo, y que mi mayor temor es dejar de serlo.

Mamá y yo no franqueamos guerras tan “brutales” como las de aquellas novelas edulcoradas; aunque la suya, su guerra y su valentía, fueron más plausibles que la de cualquier personaje soso de ficción. En la guerra de la maternidad ordinaria no existen distinciones, pero sí heridas, daños colaterales, enfermedades y destrucción. El día nuevo de cada madre es un refuego, una beligerancia en sí, y la guerra es el arte de destruir corazones.

En el corazón deteriorado de mi madre aún queda un soplo de vida —por más pequeño que sea—, un hálito disgregado por una enfermedad inhumana e injusta, y por más funesta que esta sea, la mantiene aún en vida. Porque la Muerte sabe —la muy cabrona— que hay muchas maravillas en el universo, pero la Obra Maestra de toda creación, será siempre el núcleo materno.

Mixar López

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