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El Capiro: El trabajo más dulce del mundo

Gustavo Martínez es propietario de El Capiro, una fábrica de piloncillo en Los Ángeles.
(Alejandro Maciel/LA Times en Español)
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Desde que se entra a la fábrica un aroma dulce inunda el ambiente. Es uno de esos olores que están inscritos en el ADN, un aroma que recuerda tradiciones, el lugar de origen, la niñez. Es la fábrica de piloncillo “El Capiro”, que se encuentra en la ciudad de Los Angeles y que desde hace 30 años, surte de ese dulce tradicional, a decenas de clientes de todo el país.

Conocido como piloncillo, panocha o panela, este dulce en barras es parte fundamental de las tradiciones latinas de fin de año. Lo más probable es que durante estas fiestas, en alguno de los platillos o bebidas tradicionales lo ha encontrado. En los “ponches” o calientitos, en los buñuelos, en la capirotada o en la calabaza del Día de Muertos.

La fábrica es un lugar sencillo y rústico y sin duda eso hace más interesante la historia de tenacidad y perseverancia de Gustavo Martínez, un inmigrante mexicano del estado de Zacatecas, que llegó a Estados Unidos en 1970. “Me vine porque quería ahorrar unos centavitos para comprar algo allá, pero no se me hizo y aquí me quedé”, dice mientras recorre con la mirada, la fábrica que ha levantado con muchísimo esfuerzo y trabajo.

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Los inicios

Después de que su antiguo patrón vendiera en 1986 la fábrica de piloncillo en la que trabajaba desde que llegó a este país, Martínez consideró que había llegado el momento de trabajar por su cuenta. “Después de todo el que no arriesga no gana”.

Y lo arriesgó todo, y en su casa en Duarte, California, acondicionó un pequeño espacio y ahí empezó a producir piloncillo. “Yo lo hacía todo, cocinaba el producto, lo empaquetaba y manejaba hasta Los Ángeles para distribuirlo. De regreso compraba el azúcar que necesitaba para seguir produciendo”, dice Martínez.

Pero el esfuerzo rinde frutos. Desde su domicilio empezó a producir un promedio de 1.000 libras diarias de piloncillo. Esos ingresos le permitieron rentar un local y seguir produciendo. Ahí logró producir 500 libras más.

En 1990 pudo adquirir el local actual que se encuentra en Los Ángeles en los límites con la ciudad de Commerce. Desde aquí produce alrededor de 10.000 libras diarias durante los meses de septiembre, octubre, noviembre y diciembre. “El resto del año producimos alrededor de 6.000 libras diarias”, dice Martínez.

Con ocho empleados, un pequeño almacén, una cocina, dos montacargas y un camión, Martínez se considera un hombre bendecido. “La verdad es que Dios me ha dado más de lo que me merezco”, dice humildemente.

Severo Monge en la cocina de la fábrica de piloncillo El Capiro.
Severo Monge en la cocina de la fábrica de piloncillo El Capiro.
(Alejandro Maciel/LA Times en Español)

Un trabajo rústico

La zona de producción es literalmente como una gran cocina, en la que se encuentran cuatro cazos de metal en los que se mezcla el azúcar, la melaza y los otros ingredientes. Todo esto se calienta a temperaturas muy elevadas. El riesgo de una quemadura es permanente. Pero no es algo que al parecer les preocupa mucho a Manuel Hernández, quien se encarga de que los ingredientes se mezclen bien en la estufa. Mientras tanto, Severo Monge, prepara los moldes. Los moldes son como prensas de madera con huecos cónicos. Monge limpia cuidadosamente el molde y la superficie donde en unos minutos se va a verter el líquido dulce.

La temperatura sigue elevándose y Hernández se encarga de seguir mezclando hasta que llega a un punto cercano a la ebullición.

Manuel Hernandez prepara la mezcla para el piloncillo en la fábrica El Capiro de Los Ángeles.
Manuel Hernandez prepara la mezcla para el piloncillo en la fábrica El Capiro de Los Ángeles.
(Alejandro Maciel/LA Times en Español)

Entonces llega el momento para empezar el llenado de los moldes.

Hernández cuidadosamente empieza a verter el dulce y pregunto en cuanto tiempo estarán las barras tal y como las conocemos. “En unos 15 minutos se seca y entonces se empieza el retirado y almacenamiento de las barras de piloncillo listas para ser empacadas”, dice.

“En los meses buenos, que van de septiembre a enero, producimos unas 500 cajas de 21 libras cada una de piloncillo”, dice Martínez. “Nuestro producto es muy reconocido y por eso vendemos en todo el país”, dice orgulloso.

Severo Monge prepara los moldes de madera para la producción de piloncillo.
(Alejandro Maciel/LA Times en Español)

Una vez que el piloncillo se encuentra listo para el empacado, otras empleadas se encargan de empacarlos cuidadosamente. Se hacen las cajas y se apilan para ser llevadas a un pequeño almacén que se encuentra a un costado del terreno.

Ahí Flor Martínez, que lleva más de 17 años trabajando en la fábrica, se asegura de que se llene la documentación para el envío de las cajas, “y si es necesario, yo misma cargo los camiones con el montacargas”, dice esta mujer originaria de Guanajuato.

Virginia Veloz, mueve el piloncillo hasta el área de empaquetado.
Virginia Veloz, mueve el piloncillo hasta el área de empaquetado.
(Alejandro Maciel/LA Times en Español)

Por supuesto el objetivo es seguir creciendo, pero para eso se necesitan más recursos. Pero Gustavo Martínez no se queja “La verdad es que he recibido muchas más bendiciones de las que merezco”, dice mientras se sube al montacargas y continúa con su labor.

Claro, como en toda fábrica, hay peligros. Pero no son necesariamente los que uno pensaría, como una quemadura, que, si ocurren, pero nunca han sido graves, dice Martínez.

“El problema son las abejas, que con el dulce, se acercan y en cualquier momento te pueden picar”, dice con una sonrisa Martínez, quien termina así un día más en uno de los trabajos más dulces del mundo.

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