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‘Por eso el Metal’: Reseña de la novela ‘La Armada Invencible’ de Antonio Ortuño

Antonio Ortuño, autor de La Armada Invencible.
Antonio Ortuño, autor de La Armada Invencible.
(Alvaro Moreno.)
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En 1558, el monarca español Felipe II –llamado El Imprudente por su negligencia sistemática, por el empleo de una política de doble engaño, y por haberse negado al Papa–, proyecta una flota naval en el Canal de la Mancha, denominada ‘La Gran Armada’ o ‘La Armada Invencible’, para destruir a Isabel I e invadir Inglaterra; pero dicha flota fracasaría en Irlanda, donde más de veinte barcos naufragarían en una situación climática desastrosa, dramática y vergonzosa.

El escritor Antonio Ortuño (Zapopan, 1976), se sirve de este hecho para narrar los anales de una banda de metal contemporánea fundada por el vocalista y guitarra de acompañamiento Alberto Dávila (“un Dios antiguo, un pinché rockstar”), A.KA. “El Barry” y conformada por Yulian Ortega (bajo), el Isaías (batería) y el Mustaine (guitarra solista), una banda de fieles representantes de El Loco, arcano del Tarot, y cuyo objetivo era enfocarse en la grabación de un disco que les abriría “el único camino hacia el triunfo: sonar en el extranjero”.

El nombre repicaba de por sí ya metalero (“tocábamos Heavy Metal y queríamos sonar más densos y estridentes que un tanque de guerra atorado en el lodo”), y sobre todo épico, como el de aquella flota que terminaría por naufragar un 18 de septiembre de 1558. Pero a nuestra Armada, La Tapatía, como acrónimo de La Girona, aún le faltaban mares por recorrer.

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La música Rock, o Metal, para ser más precisos en referencia a esta novela, se proyecta por vías de experiencia y culto; alcanzan el postrer grado de su realización, de su ejecución, en la enajenación del sujeto, o mejor dicho, en la desposesión del Yo personal, para ser hechizado por la electricidad de una guitarra eléctrica conectada a un amplificador ‘Marshall’, en mejores palabras, en las de Antonio Ortuño: “la música siempre es más, siempre es otra cosa. Si te infecta no vuelve a soltarte”.

“En este oficio, el bien y el mal no significan nada. Son palabras y las hay mejores. Y las hay mejores”.

— Antonio Ortuño

El rockero, el verdadero, se siente inmerso en la realidad que descubre en los acordes del bajo ‘Rickenbaker’ de Lemmy Kilmister, naufraga en ellos, como dijo Albert Béguin: “se derrumban las fronteras entre un mundo exterior y un mundo interior”. El músico, el escucha, la fan, el rockero –mediante un ahondamiento activo y un proceso destructor de lo cursi de la nueva música con discurso: “nena-culo-amor”– llega a un trance en que todas sus potencias eléctricas quedan suspendidas y el alma –si es que existe una– se enfrenta a la realidad del toquín o el concierto, para alcanzar a través de él, la contemplación.

La nueva novela de Antonio Ortuño –el último de los fieles del Rock– es un homenaje a todo ello, y al poder redentor de la guitarra eléctrica.

La estructura novelística de ‘La Armada Invencible’ contrapuntea entre el narrador testigo –Yulian– y una entrevista expositiva estenográfica (pregunta/respuesta) de segunda persona a primera persona en un estilo directo como capitulación, con breves paréntesis narrativos en los que se relata el origen y la relación mística de Beatles/Osbourne/Metallica/Megadeth.

Surge, de entre sus páginas, un Prince bailarín prodigio de la guitarra, que practica el rock como si éste fuera un arte marcial –y en el fondo lo es–, a través de analepsis en donde el narrador recuerda sus primeros flirteos con los pasos de baile del Glam Rock, la cadera vibrante de Elvis y la inverosímil de Mick Jagger versus los riffs del Trash Metal de Dave Mustaine y compañía. De estas entelequias surge un cameo literario de ‘Transmetal’, la banda Death Metal de Yurécuaro, Michoacán, para recordarnos que el ruido y la oscuridad existen y resisten, y que “por más que seamos satánicos, la Virgen siempre será la Virgen”.

Portada de La Armada Invencible
(Alvaro Moreno)

Se narra la lozanía (“la sensación bendita de la juventud”) sobajada por novias indiferentes, la adquisición de los primeros instrumentos de palo, los primeros solos de guitarra que aprendimos a tocar, la hermandad, la hormona y el hacha de la muerte; posteriormente, la crisis de la mediana edad como punto de inflexión (“los treinta no son ni siquiera el comienzo de lo peor”), una suerte de colina en la que Sísifo suda como un animal mal parido, cargando a cuestas una resaca interminable de insignificancia social.

La prosa es desvergonzada y vetusta a la vez, como si Juan Rulfo escribiera la historia de un chiflado, violador y traficante de mujeres Miguel Páramo, convertido a rockstar sincrónico, que vaga fantasmal, por las noches del alma en los caminos de la Media Luna, en una Harley Davidson a manera de aquel caballo Colorado, que siempre se sintió culpable por la muerte de su amo: “me sentí, de nuevo, derrotado. Por el destino, por los elementos, por las fuerzas enteras de la naturaleza. Puta vida de mierda, chingada y repuerca madre, eso pensé. Y aún lo pienso”.

Ahora bien, en lo que a Metal se refiere, todo propósito de narrativa se frustra ante el hecho impenetrable de su sonido, y sin embargo Antonio Ortuño lo logra, suena por momentos a ‘Saxon’, a ‘Manowar’, a ‘Accept’, a ‘Mercyful Fate’. Nada puede decirse de la experiencia sonora y ejecutiva del Rock Duro en sí, de su eufonía irrepresentable, imposible llevar la narrativa al terreno de lo que es ya absoluta participación fruitiva de la electricidad; imposible explicar aquello que pertenece a la pura inefabilidad de la guitarra, la batería y el bajo. Por eso mismo, no queda otro camino que recurrir al testimonio escrito de Antonio Ortuño –también baterista consumado de ‘Los Magones’–. Estos testimonios náufragos, que nos permiten alcanzar el sentido del sonido más impresentable.

La Armada Invencible es una novela divertida como pocas. Una novela que invita –e incita– a escribir, a cuestionarnos: ¿por qué diablos no la escribí yo?, pero en el fondo, sabemos que la respuesta es simple: sólo este autor posee ese callo dejado por las baquetas, esos oídos añejados con metal clásico y esa

sagacidad en la prosa, ese gusto tácito por los covers bien ejecutados que nos devuelven al sitio primero donde aprendimos a amar u odiar a la vida: “covers […] ¿nunca has oído uno? Covers, fusiles, versiones. Es lo único que nos queda en el mundo. Nuestras bandas están muertas o en retirada. La música de la radio, de los clubes, del mundo entero es una mierda. Nomás nos quedan nuestras viejas y pinches canciones”. Canciones que, durante toda la novela, fungen como el soundtrack de un grupo de parias, marginados de todos lados, como aquella tropa de la imprudencia, olvidada en los mares espesos de una Irlanda megalítica y remota. Pero que hicieron tanto ruido como para ser recordados en los libros de historia o en los salones de la fama del Rock and Roll de nuestra puñetera mente.

También en ‘La Armada Invencible’, se da la doble apariencia del Rock. Su doble presencia está fundida en su ausencia en la radio y los medios tradicionales y lo que de él subsiste es “el sueño puro de una medianoche desaparecida en sí misma”, como escribiría Mallarme. Su unidad sólo es percibida en la escucha infinita, en ese infinito forjado definitivamente por miles de Barrys en el mundo, como condición de una supervivencia en el tiempo. El Rock se evoca así mismo en ‘La Armada Invencible’, evoca su sombra desaparecida entre los jóvenes, y se hace evidente en un acto de creación misma.

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