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Antes vendía fruta en las calles, ahora tiene su propia tienda cruzando la acera

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En una fresca mañana de martes, Elizabeth Alcarraz se paseaba alrededor de las cajas de fresas en los estrechos pasillos de la tienda de frutas que tiene en un viejo centro comercial de West Carson.

Detrás de un estante de vidrio había sandías y pepinos recién cortados, con filas de dulces de tamarindo empaquetados con vivos colores en la parte superior. Una media hora antes de que la tienda de Noemí se abriera a las 8 de la mañana, ella ya había volteado el letrero de “abierto” justo cuando su trabajo de preparación había terminado.

La tienda, que lleva el nombre de su hija menor, también está llena de otros productos: jugos, batidos, elotes y tamales (casi todos los fines de semana), además de bocadillos que Alcarraz ha adaptado y creado.

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Una de sus bebidas más populares es el chamango mexicano. Su versión, una mezcla de mango y hielo, contiene una dulce y sabrosa salsa chamoy, agrega trozos de mango e incluye algunos ingredientes que prefiere mantener en secreto.

Si en años anteriores le hubieran preguntado a la inmigrante peruana si ella creía que tendría su propio negocio, habría dicho “¡Claro!”, a pesar de su historial con empleos de salarios bajos.

Pasó casi 20 años en McDonald’s, haciendo todo tipo de tareas, desde limpiar mesas hasta ser gerente asistente, después tuvo varios años tristes como gerente de una estación de servicio. Pero después de décadas de trabajar para otros, hace cuatro años, decidió dejar ese empleo y vender fruta en un carrito, tan sólo dos años después abrió su tienda al otro lado de la calle.

Hoy en día, a los 56 años de edad todavía le gusta celebrar la libertad que conlleva ser su propio jefe.

“’Nadie me dice no puedes”, hago lo que quiero y nadie me dirá nada”, dijo en español. “Si se me antoja puedo bailar allí, darme vueltas y nadie me molestará”.

Se ha prestado muy poca atención a los desafíos a los que se enfrentan los vendedores que hacen la transición de vender en la calle a tener su propia tienda, en parte porque no es necesariamente una ambición para la mayoría de los propietarios de carros, y pocos logran hacerlo.

Pero las pequeñas empresas ya eran algo familiar para Alcarraz, quien creció ayudando en el supermercado de sus padres en Lima.

Dijo que fue en la tienda donde sus padres le enseñaron a ella y a sus dos hermanas lecciones de vida que aún aprovecha hoy: siempre trabaja duro por tu futuro.

“Todo lo que haces, hazlo siempre lo mejor que puedas”, diría su padre.

Sus padres trabajaron arduamente para mantener la tienda que iniciaron sus abuelos, y todos en la familia ayudaron. Cuando tenía 11 años, Alcarraz pasaba los fines de semana y los veranos acomodando artículos.

Hace treinta años, ella llegó a Estados Unidos después de que su esposo, Leopoldo, perdió su trabajo ensamblando autos en Lima y decidió tratar de encontrar trabajo en Estados Unidos.

Primero su esposo viajó solo a California y pronto lo siguió Alcarraz. Sus dos hijos, Daniel e Ysabel, llegaron más tarde cuando ya eran adolescentes después de que la pareja se estableciera.

Al igual que su familia en Lima, Alcarraz quería comenzar un negocio, pero su sueño tendría que esperar. Se dio cuenta de que era mucho más difícil abrir una tienda aquí que en Perú.

En lugar de eso, encontró trabajo en un McDonald’s en Gardena, donde limpiaba las mesas y ganaba el salario mínimo de $4.25 la hora. Más adelante aprendió cómo preparar comida en la cocina, trabajar en la caja registradora y atender a los clientes en la ventanilla de servicio para llevar. Ella se interesó en aprender la parte administrativa del negocio y aceptó tomar clases, eventualmente aprendió a realizar el papeleo del restaurante.

Alcarraz ascendió de rango para convertirse en gerente asistente, pero le resultó difícil pasar tiempo con sus hijos debido a las horas irregulares de trabajo. Su esposo, que trabajaba en una compañía petrolera, se frustraba porque era difícil para la familia estar juntos los fines de semana.

Al nacer su tercer hijo, Elizabeth Noemi, en 1998, equilibrar su tiempo se hizo más difícil, “llegó un momento en que dije, sabes qué, ‘ya no puedo trabajar’”, “me tengo que ir”, dijo.

Más tarde, trabajó en una estación de servicio Chevron en Inglewood, donde sus tareas como gerente incluían la limpieza, el servicio al cliente y el pedido de productos. Pero se cansó del trabajo, donde por lo regular siempre estaba sola y se fue después de unos años.

Un día, Alcarraz vio a un hombre debajo de un paraguas pintado con los colores del arco iris que vendía fruta picada en el centro de Los Ángeles. Ella le preguntó sobre su trabajo y él le aseguró que ella también podría hacerlo, si ella quería. “¿Está seguro?” preguntó ella, “¿yo? ¿pero cómo?”.

El señor le explicó el proceso de certificación y dónde comprar un carrito, así que ella regresó a casa entusiasmada para contarle a su esposo, quien se había retirado; él se mostró receloso de la idea, pero ella persistió.

Alcarraz invirtió alrededor de $3.000 en un carrito de comida y se convirtió en proveedor con licencia en 2015. Al principio, fue aterrador, porque ella no estaba familiarizada con las estrictas normas de venta ambulante y se le advirtió que había restricciones sobre lo que podía vender.

Alcarraz fue cautelosa, comenzando en un mercado en Long Beach, donde trabajaba sólo tres días a la semana, pero quería más.

Un día, mientras conducía por la avenida Vermont en la comunidad de West Carson, notó que cerca de la intersección de Vermont con la calle West Carson siempre había tráfico, así que por cortesía, le preguntó al gerente del cercano Jack in the Box para asegurarse de que estaba bien si estacionaba su carrito cerca.

Con el visto bueno del gerente, se instaló en la avenida Vermont, cerca de una de las entradas del restaurante de comida rápida, frente a un lavado de autos.

Ella recuerda su primer día, era jueves y ganó $20, ni siquiera lo suficiente para cubrir el costo de las bolsas de hielo y fruta.

“Bueno”, recuerda haber pensado, “mañana será mejor”.

Alcarraz se convirtió en una presencia familiar para quienes trabajaban en el campus de Harbor-UCLA Medical Center y en las tiendas cercanas. En el verano, reclutó a su hija menor, Noemi, para que la ayudara durante la temporada alta.

Eso incluía preparar la fruta y el carrito antes de que saliera el sol, lo que Noemí recordaba eran los estrictos estándares de su madre y esperar largas horas al aire libre bajo la sombra de dos paraguas con los colores del arco iris.

En los días con alta demanda, dijo su hija, tenemos una fila de espera de unas 20 personas mientras debemos apresurarnos a servirlos a todos. Al esposo de Alcarraz le toca ayudar a proveer más fruta y a administrar el dinero.

“Realmente nadie quiere estar ahí atendiendo”, dijo Noemí, ahora de 21 años, “y es agotador hacerlo de nuevo al día siguiente”.

Pero ella ha visto cómo su madre disfruta el trabajo.

Alcarraz aprendió a tomar en cuenta las sugerencias de los clientes, tales como mejores maneras de almacenar o el ofrecer diferentes frutas. “Una vez que pone su mente en algo, se compromete realmente”, dijo su hijo Daniel Alcarraz.

Eso es lo que sucedió cuando tuvo la idea de abrir su propia tienda.

A su familia le preocupaba que la situación resultara difícil, pero estaba cansada de ser interrogada constantemente por los inspectores.

Alcarraz siempre mantuvo su sueño de abrir un negocio, dijo su hija mayor, Ysabel Alcarraz.

Un día, mientras comía en el Jack in the Box, Alcarraz vio un local vacío al otro lado de la calle en la plaza Village Vermont. El letrero de “Se Renta” no estaba encendido pero se veía brillante, como si algo lo hiciera brillar y ella lo tomó como una señal para alquilar el espacio.

El local había servido como oficina y convertirlo en una tienda de jugos era desalentador. Alcarraz tuvo que obtener múltiples permisos y gastar alrededor de $13.000 en renovaciones para cumplir con los requisitos del código, pero recibió ayuda de sus hijos y amigos de Empower Church, a la que asiste regularmente.

El día de la última inspección, por la mañana, ella y su esposo se levantaron temprano, se arrodillaron y oraron a Dios para que se hiciera realidad su sueño.

Durante la inspección, su esposo esperó afuera con el carrito de frutas. Cuando todo terminó, ella fue a decirle las novedades.

“No lo vas a creer”, comenzó Alcarraz, “¿lo hemos hecho?”, preguntó él, “lo logramos”, dijo ella.

La organización Economic Roudtable estima que la venta ambulante, incluidos alimentos y otros artículos, es una industria de $504 millones en el condado de LA tan sólo en 2015. Pero no es común que muchos de los empresarios inmigrantes intenten abrir sus propias tiendas.

Victor Narro, director de proyectos en el Centro Laboral de UCLA, dijo que los proveedores tienen un “espíritu empresarial”, pero eligen expandirse de otras maneras, como operar camiones de comida, que requieren menos capital.

Sin embargo, si tienen más acceso a los recursos de los gobiernos locales, los proveedores tienen más posibilidades de iniciar un negocio tradicional.

“Simplemente creo que ese tipo de oportunidad debería de estar disponible”, dijo Narro.

Para Alcarraz, el día finalmente llegó en abril de 2017. Abrió su tienda en la Suite 102, entre una farmacia y una tienda de Metro PCS, en 21720 S. Vermont Ave. Estaba aturdida por las filas de gente que había en la entrada de su tienda, había personas que durante mucho tiempo habían sido sus clientes cuando tenía su carrito.

La tienda funciona los siete días de la semana y cierra temprano los viernes para tener tiempo de ir a la iglesia, pero espera contratar a alguien y así poder también asistir a los servicios dominicales. Ahora sólo tiene un empleado que ayuda a tiempo parcial.

El logotipo de su tienda incluye la imagen de su carrito, lo pusieron en la entrada de la plaza con un letrero que le permite a sus clientes más antiguos saber que logró su objetivo: “ahora estamos en la nueva tienda”, se lee. “¡¡Te estamos esperando!!”.

A principios de semana suele ser cuando más trabajo hay. Como vendedora ambulante, podía ganar unos $150 o a veces hasta $400 durante el verano. Los precios son modestos, lo más caro del menú cuesta sólo $12. Ella casi genera lo mismo que cuando tenía su carro, lo suficiente para cubrir el alquiler y las facturas, pero está invirtiendo lo que puede para construir su negocio.

Un martes por la mañana, los clientes entran y salen, algunos por primera vez y otros como su parada rutinaria. Jamaal Waring y su hijo, Legend de 4 años, llegaron a la tienda en su segunda visita.

Waring, de 25 años, ordenó un gran plato de frutas mixtas, un agua fresca de sandía y un vaso de gelatina mexicana para su hijo, el niño recogió la gelatina y la sorbió mientras vagaba por los estantes llenos de dulces y papas fritas.

Waring dijo que la tienda estaba muy cerca su casa y a él no le importa tener que esperar para que le preparen la comida, la fruta fresca vale la pena.

Compartió su bebida de sandía con Legend, que la saboreaba en los pequeños tragos que da un niño.

“¿Me puedes regresar mi bebida?”, Waring le preguntó a su hijo, acercándolo a su pecho.

“No”, declaró el niño, moviendo su cabeza hacia atrás para mirar a su padre, “está sabrosa.”

Para leer esta nota en inglés, haga clic aquí

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