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Después de su primera sobredosis, mi esposo prometió que no volvería a suceder… le creí

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La primera vez que salvé la vida de mi esposo, su rostro estaba completamente de color azul. Lo encontré acurrucado en el suelo, luchando contra su propio cuerpo. Las extremidades y los hombros se contrajeron, resopló desesperadamente mientras sus pulmones jadeaban buscando oxígeno.

Grité su nombre, sacudí su brazo, abofeteé su cara. El sonido burbujeante que emitían sus pulmones se hizo menos frecuente, y él estaba muy, muy azul.

“¿Ha ingerido opioides su marido?”, preguntó el paramédico después de que me apartaron.

Negué con la cabeza, sintiendo mis dientes rechinar. Se sentía como una pregunta al azar. Sabía cómo se veían los consumidores de drogas: despeinadas en las esquinas de las calles, hurgando en los gabinetes de las píldoras. Mi esposo era vicepresidente de una empresa de tecnología. Más temprano esa noche, habíamos estado planeando nuestras próximas vacaciones en Finlandia. No era un adicto. Les dije que tomaba Klonopin para la ansiedad y Adderall para el TDA, pero aparte de eso, éramos una familia de ibuprofeno. Apenas sabía qué era un opioide, y mi esposo ni siquiera tomaría Sudafed por un resfriado.

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A pesar de mi respuesta, los paramédicos le administraron naloxona, que contrarresta la sobredosis de opioides. Lo revivió de una manera que parecía imposible. Acostado en la camilla con su camiseta habitual y pantalones cortos de gimnasio, parecía que estaba listo para ver “Battlestar Galactica”, no como alguien al que estaban llevando al hospital por una sobredosis. Conduciendo muy cerca de la ambulancia, no podía dejar de mirar sus mejillas rosadas a través de las ventanas traseras. Una solución instantánea. Como si el azul nunca hubiera estado presente.

Los opioides, según supe más tarde, hacen que la sangre se precipite a la piel donde se encuentran los receptores de temperatura del cuerpo. Alimentan al cerebro con una abrumadora dosis de información, por lo que el usuario no siente nada. Una dosis demasiado alta disminuye la presión arterial y la respiración a niveles fatales. Por eso mi marido tenía color azul: la droga le había dicho a sus pulmones que dejaran de funcionar. La naloxona se une a los receptores de opioides en el cerebro, los bloquea y detiene el flujo de dopamina. Desde el punto de vista científico, el medicamento es simple y los servicios de emergencia lo han utilizado con mayor frecuencia. El Departamento de Bomberos de Nashville informó recientemente un aumento del 93% a 1.777 dosis, el año pasado.

Más tarde, mi esposo explicó que compró online el medicamento que había tomado, en un laboratorio en China que vende productos sintéticos. Desde 2013, estos opioides sintéticos o “de diseño” han causado más sobredosis que la heroína, la oxicodona o la hidrocodona.

En un estudio reciente, los CDC informaron que las muertes por opioides sintéticos aumentaron casi un 47% a 28.400 muertes en 2017, y el aumento de un mayor control en las fronteras o las redadas de drogas no son la solución. Los medicamentos llegan por correo a cualquiera que pueda hacer una búsqueda en Google.

Yo no sabía nada de esto la noche que lo vi dentro de la ambulancia. No sabía que los usuarios de opioides son los drogadictos que más recaen.

Todo lo que sabía esa noche era lo aliviada que estaba cuando el color volvió a su piel y que haría cualquier cosa por ayudarlo, porque no podía quitarme de la cabeza el color azul que tenía su piel. Parecía como si estuviera bajo el agua.

Más tarde, esa misma noche, trató de explicarme. “¿Sabes que cuando alguien tiene dolor de espalda crónico, un masaje no solucionará el problema, pero lo hará sentir mucho mejor por un tiempo?. Sabes que te va a doler de nuevo, pero el alivio se siente muy bien. Eso es lo que se siente al usar esto. En unos minutos, todo está bien”.

Me contó cómo había encontrado sitios de artículos completos dedicados a compartir consejos para la máxima satisfacción. Encontró laboratorios online que venden versiones sintéticas de todo: éxtasis, anfetaminas, un buffet de opioides. La droga que casi lo había matado era el butirfentanilo, que hervía con una cuchara y vertía en una jeringa antes de inyectarse. Es un análogo del fentanilo, la droga que mató a Prince y Tom Petty. El fentanilo es 80 a 100 veces más potente que la heroína. A fines de 2018, los CDC la nombraron la droga más letal de Estados Unidos.

En los días posteriores a su sobredosis, comencé a desentrañar los comportamientos extraños y que no habían tenido sentido en los últimos meses.

Se quedó dormido a mitad de la cena, cuchara en mano; los dos accidentes automovilísticos en un mes; su repentino desprecio por nuestros perros que normalmente le gustaban. ¿Cómo era posible que viviendo junto a este hombre que era mi mejor amigo y la persona que más quiero, no me había dado cuenta de su adicción?.

Mi esposo nunca fue una persona desaliñada de las que se paran en una esquina. Tenía muchos instrumentos musicales como para tener una banda, corría 5 kilómetros diarios, hacía un increíble pastel relleno cada año para mi cumpleaños. Tenía una maestría en ingeniería de la Universidad de Texas y quería comenzar una organización sin fines de lucro para ayudar a los ex convictos a integrarse en el lugar de trabajo corporativo.

Inventó un dispositivo que alertaba a su perro terrier ciego cuando estaba a punto de chocar con los objetos. Era la persona más inteligente que he conocido, y era adicto.

Me prometió que nunca recaería, pero se negó a ir a un hospital de rehabilitación por temor a que sus compañeros de trabajo supieran su secreto. La experiencia cercana a la muerte también lo había asustado, dijo, y lo tendría bajo control. Comenzó la terapia y los antidepresivos.

Comencé a vigilarlo constantemente, y asumí que eso sería suficiente. No entendí entonces cómo su cerebro constantemente pedía la droga. No sabía cuánta ayuda necesitábamos. Cuando mi esposo me dijo que nunca más lo encontraría inconsciente, lo decía en serio y le creía.

Dos semanas después, recogió un pequeño paquete enviado desde China en la oficina de correos. Pocas horas después de su cita con un especialista en adicciones, se inyectó butirfentanilo. No estaba azul cuando lo encontré, su piel tenía un color amarillo, excepto por el parche en su antebrazo donde había clavado la aguja.

Estaba frío, y tenía 36 años.

Lauren Mauldin es una candidata para el programa de MFA en UC Riverside y editora de la revista The Plaid Horse.

Para leer esta nota en inglés, haga clic aquí

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