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El cáncer me enseñó que envejecer no es algo que hay que temer, sino un privilegio

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En un período de dos semanas, los médicos me dijeron que tenía un pequeño tumor en el seno y que el linfoma de Hodgkin había regresado, por tercera vez. Tenía 36 años. Mientras esperaba los resultados de las pruebas, descubrí que, además de los dos cánceres, había desarrollado algo más: un raro caso de envidia geriátrica.

Empecé a soñar despierta con la perspectiva de envejecer, la visión de una anciana me hacía llorar.

Mi preocupación no estaba totalmente fuera de lugar. Al crecer, estaba muy unida a mi abuela. Era elegante, divertida y genial. Recuerdo haber visto cómo se aplicaba metódicamente el pintalabios cuando salíamos a comer. Ella me enseñaba frases en yiddish: insultos, en su mayoría - pero de vez en cuando palabras de sabiduría, como “Mann tracht, un gott lacht”, o “El hombre hace planes y Dios se ríe”.

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Una vez, cuando era adolescente, me preguntó si sabía algún chiste. Me puse roja y dije: “Conozco uno, pero es para adultos”. Se quitó las gafas de sol para mirarme fijamente. “Tengo más de 18 años, querida”, dijo ella. Comprendí entonces que las personas mayores no son estáticas ni anticuadas, como la mayoría de los niños las ven.

No había pasado mucho tiempo desde aquella época cuando me dio cáncer por primera vez. En lugar de una sesión de orientación universitaria con otros jóvenes de 18 años, me encontré en una sala de tratamiento de quimioterapia donde los otros pacientes tenían cuatro veces mi edad. No era el grupo de compañeros que yo había planeado, pero existía un consuelo al compartir ese tipo de espacio confrontando el dolor y la incertidumbre de la vida.

Tuve la suerte de superarlo, cada una de las veces: a los 18 años, a los 20 y otra vez a los 36. Ahora, que he dejado atrás el cáncer, a medida que se acerca mi cumpleaños número 40, me pregunto por qué otras personas de mi edad están tan obsesionadas con no envejecer. Personalmente yo lo voy a celebrar.

¿Y si en lugar de temer el envejecimiento, continuáramos idealizándolo? Después de todo, cuando éramos niños, nos gustaba hacer cosas de adultos: quedarnos hasta tarde, conducir un coche, enamorarnos. Pero a medida que envejecemos, idealizamos a la juventud y perdemos esa ansia de madurez. Nos fijamos en la decadencia externa en vez de en el crecimiento interno en espíritu y discernimiento.

Hace unos meses, en un vuelo a Los Ángeles, me senté al lado de una mujer de 75 años. Exudaba sofisticación, pero también una tranquila satisfacción. “Estuve concentrada durante mucho tiempo en lo que sería: una esposa, una madre, tener éxito. Pero ahora lo tengo todo”, me dijo. “Esta es la mejor época de la vida. No sé por qué nadie me dijo que sería tan bueno”.

Me alegró que me lo dijera.

Recientemente en una cena para festejar el 40 aniversario de un amigo, el grupo donde estaba - todos amigos de la universidad – discutimos alrededor de la mesa cómo nos imaginábamos a nosotros mismos en el futuro.

“He estado contando los días para que me crezca una larga trenza gris”.

“Voy a ser completamente bohemia hasta que me muera”.

¿Qué clase de anciana quiero ser? Me imagino con una cola de caballo alta, vaqueros y una simple (pero cara) camiseta blanca. Quiero ser una buena amiga y una espléndida compañía, como mi abuela, alguien en quien se pueda confiar.

No sé si voy a lograrlo. El hombre hace planes y Dios se ríe. Pero sé que envejeceré con gratitud.

Rachel Moscovich es escritora y urbanista en Los Ángeles.

Para leer esta nota en inglés, haga clic aquí

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