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La guerra civil en El Salvador los destrozó. Su reunión de la escuela secundaria los volvió a unir

Graduating class of 1978 from National Institute of Usulutan
Los ex compañeros de clase Manuel Machado de Covina, California, izquierda; Rogelio Colato de Nueva York; Ricardo Alfredo Bermúdez de North Hills, California; y Elías Aguilar de San Salvador en Usulután, El Salvador, listos para asistir a la reunión de su escuela secundaria en noviembre en la que estuvieron hace 41 años.
(Gary Coronado / Los Angeles Times)
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Giraban alrededor de la pista de baile tan desenvueltos y con tanta energía que parecían unos verdaderos adolescentes. Los compañeros de clase bebieron mojitos en el calor pegajoso de la tarde. Las antiguas llamas se transformaron en sonrisas bajo los árboles adornados con luces. Los estudiosos estaban allí, los atletas, los alborotadores de siempre y los bonachones.

“Qué jóvenes nos vemos todos”, dijo Mauro Adán Arce al micrófono, provocando aplausos y risas en las caras que le sonreían. En un rincón, las letras blancas estilo retro, iluminadas con rojo eran un testimonio de su edad: Clase 1978.

Estaban en una reunión de la escuela secundaria, pero la escuela que todos recuerdan ya no existe. Los alegres ex compañeros estaban en casa, pero esta, tampoco era ya realmente su casa.

Tenían 20 años cuando la guerra civil se desató en El Salvador como un terremoto que destrozó sus vidas.

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El Salvador civil war
Varios hombres transportan el cuerpo de un oficial de la Policía Nacional asesinado en una batalla con rebeldes que dejó docenas de muertos en Berlín, El Salvador, el 1 de febrero de 1983.
(Luis Romero / Associated Press)

Vieron a los escuadrones de la muerte acribillar los cuerpos a balazos, se enfrentaron a la Guardia Nacional con la esperanza de escapar, abandonaron sus sueños y algunos decidieron volver a empezar en Los Ángeles, dejaron atrás a madres que perderían varios hijos por culpa de la inmigración. Más de 75,000 salvadoreños murieron; millones más huyeron.

El Salvador rebels, 1983
Guerrilleros del Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional, o FMLN, en Usulután, El Salvador, en 1983.
(Scott Wallace / Getty Images)

Poco más de la mitad de la clase graduada del Instituto Nacional de Usulután se quedó, construyendo vidas sobre las ruinas de su país. Veinticinco años después, la otra mitad volvió a Usulután para reunirse por primera vez. En noviembre, una segunda celebración los reunió de nuevo a unos 40 de ellos.

Ricardo Alfredo Bermúdez, que se emigró a California en 1980, recordó que se fue cuando el conflicto se intensificó.

“No vivimos la guerra”, dijo.

“Como la vivimos los que nos quedamos”, dijo Ruti Montecino, irrumpiendo en la conversación.

Mayo de 1979

Promoción 78 en la escuela secundaria en el país más pequeño de Centroamérica, llamado cariñosamente “El Pulgarcito de América”.

Los estudiantes faltaron a clase para nadar en el Río Molino, jugaron al fútbol en una humedad del 90% y robaron mangos y sandías del vendedor ambulante que todos llamaban Chepito.

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Iglesia de Santa Catarina en la plaza del centro de Usulután, El Salvador.
(Gary Coronado / Los Angeles Times)

Manuel Machado - conocido por sus travesuras - arrojó bombas fétidas en los salones de clase y mantuvo la puerta cerrada para que nadie pudiera salir. Colgaba cubos de agua sobre las puertas, por donde pasaban los estudiantes; sin embargo, muchas veces los cubos mojaban a los maestros. (Los conserjes tenían que limpiar el auditorio gracias a Machado, a quien a menudo se le asignaba la tarea de hacerlo).

Pero entonces ya había señales de lo que se avecinaba. Una campaña de control de documentos de identidad fue uno de los primeros indicios. Un compañero de clase que dirigió a los estudiantes que protestaban se unió a la guerrilla. Mientras los gritos de tortura se filtraban por las paredes de un edificio del gobierno, los estudiantes eran fotografiados para obtener sus diplomas.

Sin embargo, ese no fue el enfoque del día de la graduación, que ocurrió en 1979, el año después de que terminaron oficialmente. Esa mañana, la clase se acomodó en los bancos para la misa en la iglesia de Santa Catarina. Después, los hombres sudaron en sus trajes mientras caminaban media milla hacia la escuela. Las madres acompañaron a los hijos. Los padres, a las hijas.

Al recibir sus diplomas, los graduados sintieron alivio.

Ese día, en un estado de embriaguez de felicidad, uno perdió su chaqueta. En la fiesta de graduación, donde tocó la banda Espíritu Libre, alguien le confesó su amor a una compañera de clase.

Al amanecer de la noche de graduación, se preguntaron qué estudiarían y dónde.

“Todos pensábamos que íbamos a tener un futuro aquí”, dijo Machado, pensativo mientras miraba a sus compañeros de clase 40 años después. Como muchos de ellos, él también se fue.

Enero de 1980

Para cuando José Alexander Navarrete, de 20 años, llegó a la Universidad de El Salvador, el gobierno dirigido por los militares consideraba el campus como un centro de activismo político de izquierda. Prominentes líderes del movimiento guerrillero enseñaban o estudiaban allí, y los estudiantes podían tomar clases sobre las tácticas de la guerrilla.

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La tarjeta de identificación de la universidad a veces parecía un certificado de defunción.

Navarrete aprendió a cuidarse del Jeep negro Cherokee, el coche favorito de los escuadrones de la muerte. Saliendo del campus una tarde de enero de 1980, se puso tenso cuando una Cherokee disminuyó su velocidad a su lado. Escuchó el chasquido de los rifles de asalto siendo recargados.

El Salvador civil war
Un soldado herido es evacuado durante una operación militar cuando perseguían a las guerrillas del FMLN en Tenancingo, El Salvador, el 27 de septiembre de 1983.
(Robert Nickelsberg / Getty Images)

Siguió caminando, pero el vehículo aceleró. Sus pasajeros dispararon al joven que estaba delante de él. Navarrete mantuvo la mirada hacia adelante mientras pasaba, preocupado de que un informante lo denunciara. Podía oír al hombre ahogarse con su propia sangre.

En marzo, tropas del gobierno respaldadas por carros blindados rodearon el campus. Se produjo un tiroteo entre ellos y los izquierdistas dentro de la universidad.

Poco después, Navarrete se enteró de que él y un primo estaban en una lista negra de los escuadrones de la muerte. En mayo, abordó un avión en San Salvador y se dirigió a Nicaragua, dejando atrás a sus padres y a su novia de tres años.

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A finales de junio, el campus era un campo de batalla. Cientos de soldados en tanques, armados con ametralladoras y rifles automáticos, irrumpieron en la universidad. Mataron a por lo menos 15 estudiantes y cerraron la escuela. Cuatro meses después, unos pistoleros mataron a balazos al rector de la universidad.

Navarrete pasó unos 12 años en Nicaragua, donde estudió para ser técnico de laboratorio. Luego pasó varios años en California.

Cuando regresó a El Salvador en 1996, las pandillas ya estaban tomando el control.

“Terminamos una guerra y empezamos otra”, dijo Navarrete, mientras se sentaba rodeado de compañeros de clase durante su reunión. Antes de comer, inclinaron sus cabezas en silencio y agradecieron a Dios por estar vivos.

National Institute of Usulutan
Miembros de la Clase de 1978 del Instituto Nacional de Usulután asisten a su reunión 41 años después en Usulután, El Salvador, el 23 de noviembre de 2019.
(Gary Coronado / Los Angeles Times)

17 de abril de 1980

“Fijece papá y mamá que aquí no es como lo cuentan, aquí sufre uno, aunque no quiera pero así es la vida”.

Fue una de las primeras cartas que Juan José Ramírez envió a sus padres desde California. Escribió en una hoja de papel de cuaderno. La fecha estaba entintada en cursiva azul en la parte superior de la página.

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Ramírez se fue poco después de graduarse del Instituto Nacional de Usulután. Estaba asistiendo a la universidad en San Salvador, con planes de ser doctor. Pero a medida que la inestabilidad crecía, decidió seguir a su hermano menor, que se había ido en diciembre de 1979, con la esperanza de escapar de un país que se deslizaba hacia el caos.

Juan José Ramirez left Usulutan in 1980 and now lives in Lancaster
Juan José Ramírez dejó Usulután en 1980 y ahora vive en Lancaster. No pudo asistir a la reunión de su clase en la escuela secundaria debido a una lesión.
(Gary Coronado / Los Angeles Times)

El día que llegó a la Ciudad de México, se enteró de que Óscar Romero, el arzobispo del país y el más destacado portavoz de los derechos humanos, recibió un disparo en el corazón mientras oficiaba la misa.

“Cuídense mucho los quiero mucho”, escribió Ramírez el día que llegó a Los Ángeles.

En cinco años, la madre de Ramírez se había despedido de cuatro hijos.

Los hermanos enviaban a casa cheques por 100 dólares. Otros meses, explicaban que necesitaban pagar la renta en su apartamento de Echo Park. A menudo, les decían a sus padres que los amaban.

Cada vez que María Bertha Portillo de Ramírez recibía una carta, cortaba el sobre por un lado y se lo leía en voz alta a su esposo, Juan Ramírez Hernández. A menudo era ella la que respondía, llorando por sus hijos ausentes.

“Gracias a Dios que están vivos”, le consolaba Hernández. “Si estuvieran aquí, estarían muertos”.

La calidad de sus vidas se fue deteriorando desde el comienzo de la guerra civil. La pareja vendía ropa en un mercado de El Tránsito, el pequeño pueblo cerca de Usulután donde vivían. A menudo, los autobuses que tomaban para ir a San Salvador a comprar mercancías se veían obligados a detenerse debido a los tiroteos entre guerrilleros y soldados. Portillo de Ramírez vio varias cabezas esparcidas a lo largo del camino.

En 1981, una explosión destrozó el puente más importante del país, el Puente de Oro. La explosión cortó una ruta directa hacia el lado oriental de El Salvador y permitió que los guerrilleros se afianzaran allí.

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Después de eso, las condiciones de vida empeoraron rápidamente. Portillo de Ramírez y su esposo sabían que debían abandonar su país, cada vez más violento. En 1985, se reunieron con sus hijos en Los Ángeles.

Pero en cuatro meses regresaron a casa, incapaces de empezar de nuevo desde cero. Dos años después, su hijo menor los siguió.

De vuelta en casa, los guerrilleros dispararon contra un transformador en su pueblo, dejando a muchos sin electricidad ni agua durante un mes. La familia apiló ladrillos contra la puerta del garaje, con la esperanza de que la barrera los protegiera de las balas.

En lo peor de la guerra, los tres pasaron una noche atrapados en San Salvador. Se escondieron en una escalera amurallada, escuchando disparos que hacían temblar las ventanas. Nadie durmió.

Hoy, décadas después, Portillo de Ramírez usa un bastón para desplazarse por la casa donde crió a sus hijos. Ahora la casa es mucho más grande gracias al dinero que sus hijos enviaron a casa.

Ella guarda más de 200 cartas -un testamento de esa terrible época- en cajas cubiertas de polvo que alguna vez sostuvieron una plancha y un despertador digital.

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Letters to mom in El Salvador
María Bertha Portillo de Ramírez, de 83 años, tiene más de 200 cartas que sus hijos en Estados Unidos le han enviado a su casa en El Tránsito, El Salvador.
(Gary Coronado / Los Angeles Times)

Entre las posesiones de esta mujer de 83 años se encuentran el diploma de secundaria de Ramírez y una copia de su solicitud para una beca universitaria. Meses después de que se fue a California, su familia se enteró de que la ayuda financiera había sido aprobada.

Hoy vive en el condado de Los Ángeles, donde trabaja en el manejo de desechos. No pudo asistir a la reunión porque se fracturó el pie.

Los sueños de esos años los dejó escritos en pintura blanca en la parte de atrás de la puerta de su dormitorio: Dr. Juan José Ramírez.

22 de noviembre de 1980

Cuando la Guardia Nacional detuvo la miniván en la que viajaba, Ricardo Alfredo Bermúdez se preparó para morir.

Ninguna de las seis personas que iban en el coche -incluyendo un primo y un tío- tenían documentos. Habían dado sus pasaportes a los contrabandistas, porque necesitaban cruzar la frontera de Guatemala.

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Seis guardias exigieron a los pasajeros que les dijeran dónde estaba su unidad. Uno le pegó a Bermúdez en el pecho con la culata de su rifle de asalto; otro golpeó a su primo en las costillas.

“No somos guerrilleros”, dijo Bermúdez. “No somos guerrilleros”.

“Si no tienes documentos, te mataremos”, dijo el guardia.

Bermúdez estaba estudiando ingeniería civil cuando los soldados cerraron la Universidad de El Salvador en San Salvador. Él y los demás estaban tratando de llegar a Estados Unidos.

El joven de 20 años se quedó callado mientras los guardias los colocaban en la parte trasera de una camioneta. Después de una cuadra, la camioneta se detuvo y sus captores exigieron dólares para dejarlos ir. El tío de Bermúdez pagó 100 dólares por su libertad.

Bermúdez tardó 12 días en llegar a la frontera con Estados Unidos. Cruzó a California en el maletero de una camioneta negra y se dirigió al apartamento de una tía en Hollywood. Ese fue su hogar durante los siguientes 10 años.

Cuatro décadas más tarde, la memoria de Bermúdez sigue siendo aguda, ya que recuerda la sensación de la pistola en su pecho y el miedo a la muerte. El residente de North Hills habla muy serio al compartir sus recuerdos, pero pronto se está riendo de nuevo con sus compañeros de clase.

Noviembre de 2019

Un viernes por la noche en Usulután, en un restaurante de comida rápida llamado Pollo Campero, la mesa de 12 vivía en su propio mundo. Los antiguos compañeros de clase, nostálgicos y felices, se burlaban de los amores pasados. Se reían tanto que sus cuerpos temblaban y las lágrimas corrían por sus rostros.

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“Ay dios mío”, dijo Ana María Vanegas, mientras miraba una foto de su 18º cumpleaños en 1977.

“Nos vemos tan hermosos como en la foto”, respondió René Rafael Castillo Pozo, mientras la abrazaba fuerte.

‘Nos vemos tan hermosos como en la foto’.

— René Rafael Castillo Pozo

Se sienten como si fueran estudiantes de nuevo, pero sólo por el entusiasmo, porque todos han cambiado. Su cabello se ha adelgazado y se ha vuelto gris. Llevan gafas de lectura y se quejan de problemas pulmonares. Uno de ellos se lastimó la espalda por todas las travesuras que hizo.

El esposo de Montecino no la dejó acudir a la reunión de los 25 años. (Su divorcio la liberó para asistir esta vez). Ella vivió en Usulután durante años, lavando su ropa y bañándose en el río cuando los combates cortaron la electricidad durante semanas. Un amigo murió durante un tiroteo entre guerrilleros y soldados.

Los cuerpos fueron dejados con los pulgares atados a la espalda.

“No hubo un día sin muerte”, recordó Montecino, quien ahora es maestra. “Tanta gente inocente”.

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Los compañeros de clase de Arce lo apodaron Juan Wright, en honor a uno de los millonarios del país a finales de la década de 1970. Debido a que Arce había cruzado ilegalmente a Estados Unidos durante la guerra, no pudo regresar a ver a su padre antes de que el anciano muriera. Ahora es ciudadano estadounidense y es dueño de una compañía de camiones en Los Ángeles y emplea a casi 100 personas. Él pagó la cuenta de la cena.

Los compañeros de clase pasaron el fin de semana juntos, reuniéndose para la misa en la misma iglesia que habían visitado el día de la graduación. Casi 40 de ellos llenaron las bancas, sudando porque ya no estaban acostumbrados a ese calor tan intenso. El sacerdote felicitó a la clase de 1978.

“Tenía un año”, dijo el joven sacerdote, provocando las risas de los de 59 años. “Cómo han pasado los años”.

Classmates at reunion in Playa El Espino, Usulutan
Genaro Márquez, izquierda, de Los Ángeles, Pedro Márquez Granado de Las Vegas y Dagoberto Lazo de San Miguel, El Salvador, son compañeros de clase que asisten a su 41ª reunión en Playa El Espino, Usulután, el 24 de noviembre.
(Gary Coronado / Los Angeles Times)

En su último día juntos, un domingo, se acostaron en hamacas color arco iris en Playa El Espino, bebieron de cocos y se refrescaron con minutas, postres de hielo raspado en copas de poliestireno. Durante la guerra civil, las guerrillas habían ocupado la playa.

Playa El Espino, Usulutan
Manuel Machado disfruta de un baño al final de la tarde en la Playa El Espino en Usulután.
(Gary Coronado / Los Angeles Times)

Ahora, los ex alumnos bebieron cerveza dorada y disfrutaron de La Sonora Dinamita, la música que ahogaba el ruido de las olas chocando contra la playa. Dos buenos amigos hablaron sobre sus vidas. Otros hablaban de niños que estaban haciendo maestrías y doctorados y mostraban fotos de sus nietos.

Un hombre y una mujer caminaron por la arena gris, buscando conchas marinas. Fueron pareja alguna vez, hace toda una vida. Hoy en día, uno está casado con otra persona. Hicieron un pacto en esa dulce tarde: Si alguno de ellos estaba en una silla de ruedas en la siguiente reunión, el otro lo empujaría.

Mientras el sol se hundía en el océano, cinco hombres patearon un balón de fútbol a través de la arena. Hicieron trucos y formaron un círculo cerrado para no correr más de lo necesario.

Vanegas, que vive en el Valle de San Fernando, se sentó en un banco cercano, riéndose mientras veía jugar a sus antiguos compañeros.

“Recordar es volver a vivir”, dijo.

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