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Las familias que se enfrentan al coronavirus obtienen fuerza de las guerras a las que sobrevivieron y otros desastres

Family Hardships
La familia de Haris Tarin huyó de Afganistán en la década de 1980 después de que Rusia invadiera. Su madre, que vive con el trauma de su fuga, ha estado llena de ansiedad estas últimas semanas, llamándolo a él y a sus otros hijos.
(Irfan Khan / Los Angeles Times)
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El teléfono suena cada pocas horas.

¿Estás bien, hijo mío? ¿Estás usando una mascarilla? Por favor no salgas. Por favor no toques nada.

Desde su casa en Washington, D.C., Haris Tarin, de 41 años, hace todo lo posible para responder a las llamadas de su madre. En estos días, él sabe cuánto la calma escuchar las voces de sus hijos, repartidos en tres estados.

“Ella ha pasado por mucho, teme constantemente lo peor que pudiera pasar, perder todo”, dijo Tarin. “La entiendo. He heredado la misma ansiedad”.

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Para las familias que han sobrevivido dificultades incalculables (guerra, persecución, desastres naturales), la pandemia de coronavirus ha provocado una mezcla de emociones y métodos para afrontarlo. Hay un trauma persistente, un instinto para proteger a los tuyos, para enfocarte en las necesidades más urgentes de la vida. En algunos casos, los ancianos que vivieron los peores momentos, muchos de ellos inmigrantes, se han convertido en la mayor fuente de fortaleza.

La madre de Tarin, Latifa Tarin, no se demora en conferencias o consejos. Cuando llama desde Phoenix, quiere saber si su hijo, un asesor de políticas del gobierno federal, tiene suficiente dinero en su cuenta bancaria. “Voy a enviarte algo”, dice ella.

“No es necesario”, le responde Tarin. “Estamos bien”.

Cuando vivían en Afganistán, en el tiempo en que la vida era buena, la madre de seis hijos manejaba cada detalle de su hogar mientras su esposo diplomático viajaba.

Después de que los rusos invadieron el país en 1979, los Tarin, como millones de familias, perdieron todo. Latifa decidió seguir adelante, pasando de contrabando a tres de sus hijos a Pakistán para reunirse con su esposo. Durante tres semanas, la familia montó en camello y burro por las montañas escarpadas mientras los helicópteros retumbaban en el cielo, amenazando con bombardearlos.

Tarin tenía 6 años. Estaba tan aterrorizado que a veces vomitaba de los nervios. Observaba con asombro cómo su madre, de apenas 5 pies de altura, regañaba a los contrabandistas armados si trataban de sabotear la comida, todo pagado por adelantado por Latifa.

“Si ella necesitaba gritar, les gritaba”, relató. “Ella hizo todo lo posible para mantenernos a salvo”.

Hoy, mientras el número de muertos de COVID-19 aumenta día a día, son Tarin y sus hermanos quienes hacen todo lo posible para proteger a Latifa. Su madre vive en un departamento anexo a la casa de su segundo hijo mayor. Ella solía ver a varios de sus hijos y nietos a diario. Ahora, ella ve sus caras sólo en fotografías que decoran sus paredes.

“¿Están mejorando las cosas por ahí?”, pregunta a menudo por teléfono su madre.

“No”, le responde Tarin. “La gente sigue muriendo”.

Recientemente, Latifa perdió a un amigo de la familia por el virus, y conoce a otros 10 que también se enfermaron. No hace mucho, ella le reveló a Tarin que su bisabuelo y tío abuelo murieron en la pandemia de gripe española de 1918.

“Me di cuenta de que en su mente todavía estaba tratando de reconstruir todo”, dijo Tarin.

A muchos afganos les gusta llamarse resistentes, admitió. Se espera que sean duros, que avancen.

“Pero hay un trauma y dolor que viene con eso”.

A Mariya Parodi, quien vive en la ciudad de Nueva York, le gusta buscar significado en la historia de su familia.

Un día, cuando tenga sus propios hijos, se pregunta cómo les explicará esta pandemia, junto con todas las otras pruebas que han sufrido sus parientes.

Su bisabuela, Etya, perdió a sus 10 hermanos durante el Holocausto. Su abuela, Fanya, sobrevivió al asedio de Leningrado. Su madre, Rimma, vivió la caída de la Unión Soviética.

A los 9 años, Parodi llegó a Estados Unidos como refugiado, parte de una generación más actual que busca un nuevo comienzo. Hoy tiene 32 años y vive en Queens, a sólo 20 minutos de su madre y su abuela.

“Hablamos todos los días y nos cuidamos unos a otros”, dijo Parodi, quien trabaja para Amnistía Internacional.

Cuando comenzó el brote, se preocupó por su abuela, que vive sola en su departamento. A los 84 años, Fanya es una mujer alegre, constantemente enfocada en lo positivo. Aún así, esos primeros días en el teléfono, Parodi dijo que hubo un breve momento, cuando se dio cuenta de que su abuela estaba luchando por entender las cosas.

“¿Cómo es que sobreviví a la guerra, pero estoy viviendo esto ahora?”, le dijo ella. Durante el asedio, hace unos 80 años, la familia de Fanya compartió un pequeño departamento con otras cinco familias. La comida era escasa. Los incendios por las bombas alemanas pintaban el cielo de un rosa eterno. En el invierno, las tuberías se congelaron y las familias se vieron obligadas a quemar sus muebles y libros para mantenerse calientes.

“Siempre hubo ese miedo constante”, relató Parodi.

Hace unos días, la familia se enfrentó a otro susto cuando la madre de Parodi, Rimma, comenzó a experimentar los síntomas de COVID-19. La secretaria, que trabaja en un centro de salud, tenía fatiga, dolor en el pecho y estaba luchando por respirar. Cuando una ambulancia la llevó rápidamente a la sala de emergencias, Parodi imaginó lo peor.

Ella no pudo decirle a su abuela. “Me preocupaba cómo podría tomarlo”, dijo.

Pero Fanya se enteró de igual manera. Y cuando lo hizo, Parodi se sorprendió por su respuesta. “Estaba totalmente tranquila”, aseguró. “Ella me dijo que teníamos que esperar y que todo iba a estar bien”.

Al día siguiente, se sintieron aliviados al escuchar que Rimma fue dada de alta del hospital. Estaba en casa descansando y tomando su medicación.

Hugo Torres ya ha aprendido que la vida puede cambiar en un instante.

Era un niño, de sólo 7 años, cuando ocurrió el terremoto de 1985 en la Ciudad de México, matando a unas 10.000 personas y dejando a decenas de miles de heridos o sin hogar.

La mañana del terremoto de magnitud 8, la madre de Torres, María Luisa, se apresuraba por llevar a los niños a la escuela. Cuando el suelo comenzó a sacudirse, su madre y su hermana menor fueron arrojadas al suelo. “Estábamos tan conmocionados, aterrorizados”, relató Torres.

Momentos después, supieron que habían sido afortunados. La ciudad fue devastada. Su casita de ladrillo estaba casi intacta. Pero durante los siguientes cinco meses, la familia se quedaría sin electricidad ni agua corriente. Lucharon por encontrar las necesidades más básicas.

María Luisa tuvo que estar parada en las filas de comida durante horas. Ella dejó a su hijo cuidando a sus hermanas, de 5 y 3 años.

Hugo Torres
Hugo Torres mira a través de un álbum familiar en Monrovia. Torres tenía 9 años cuando su familia pasó por el terremoto de la Ciudad de México de 1985. Está utilizando las lecciones que aprendió de su madre en aquel tiempo durante la pandemia de coronavirus.
(Dania Maxwell / Los Angeles Times)

“Cada vez que se iba, era una confusión para mí”, reveló Torres, quien ahora tiene 42 años y vive en Monrovia. “Pensaba que la tierra se vendría abajo y se la tragaría”.

Con el tiempo, la responsabilidad que María Luisa puso sobre los hombros de su hijo lo influyó de innumerables maneras. Lo preparó para la incertidumbre de esta pandemia.

“Esto es lo más importante que hemos enfrentado desde entonces”, aseguró Torres, un agente de bienes raíces. “Pero sé cómo abrocharme el cinturón, cómo apretarnos los cinturones y no aumentar la paranoia que hay ahí afuera”.

Su madre, que ahora tiene 63 años, todavía vive en esa humilde casa de ladrillos en la Ciudad de México. Torres se mudó hace unos años para cuidar a su propia madre. Ella ha abastecido sus estantes con mucha comida para resistir el brote.

“Ella es poderosa y bastante ingeniosa”, manifestó Torres. “Sé que va a estar bien”.

Yoshio Nakamura estaba en 11° grado cuando su familia recibió un aviso de que tenían dos semanas para abandonar todo lo que tenían.

Era 1942, Pearl Harbor acababa de ser atacada y unas 120.000 personas de ascendencia japonesa fueron despojadas de sus tierras y encarceladas en campamentos desolados.

“Fue desmoralizante”, dijo Nakamura, de 94 años. “Que te culpen por algo que no hiciste, sólo por tu aspecto”.

El administrador de la universidad retirado ha estado reflexionando mucho sobre todo lo que su familia sufrió al escuchar las noticias de que los asiáticos en todo el país fueron acosados o rechazados debido a la pandemia del virus. Es doloroso darte cuenta que los asiáticos, una vez más, sufren consecuencias que no merecen.

Refugiado en su casa en Whittier, a veces se siente tan impotente hoy como el día en que el gobierno obligó a su padre inmigrante japonés a entregar su pequeña granja El Monte y abordar un tren con sus hijos a un centro de encarcelamiento en el norte. Soldados armados y torres rodeaban las instalaciones, también alambres de púas.

Finalmente, la familia pasaría varios años en cautiverio. Más tarde fueron reubicados en un campamento más desierto en Arizona.

Buscando demostrar su lealtad a Estados Unidos, Nakamura finalmente se ofreció como voluntario para luchar en la Segunda Guerra Mundial. Se unió al 442º Regimiento de Infantería, una unidad compuesta casi en su totalidad por soldados estadounidenses de segunda generación de ascendencia japonesa. “Pensé que lo peor de mi vida había pasado”.

Muchos días nos llenamos de temor, pero Nakamura aseguró que está agradecido por sus experiencias. En el camino, dijo que encontró maestros, compañeros soldados y mentores que lo cuidaron y lo inspiraron.

“Aprendes a tener un poco más de compasión por los demás”, manifestó. “Apreciar todas las cosas que la gente está dispuesta a hacer para ayudarte”.

Hoy, cuando se siente abrumado por el número de muertos, la escasez de suministros para los hospitales y la información errónea, piensa en todos los trabajadores de la salud arriesgando sus vidas.

Espera que dentro de años, el mundo los recuerde como héroes.

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