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Los nómadas de California: El incendio de Camp los dejó sin hogar, y siguen luchando por sobrevivir

A woman bathes a young girl in a plastic bin
Inez Salinas baña a su hija de cinco años, River, en el exterior de su pequeña casa, de 20 por ocho pies, en Concow, California. Ambas se las arreglan con un generador y sin agua corriente.
(Gina Ferazzi / Los Angeles Times)
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Los nómadas del condado de Butte deben esconderse o seguir mudándose: buscar un pequeño bosque para estacionar un remolque sin que sea visto, dirigirse hacia la montaña para alternar entre los caminos de entrada en Chico o acampar en tiendas de campaña sobre las colinas de Cascade.

El incendio de Camp desplazó a aproximadamente 50.000 personas en 2018, y muchas todavía siguen en un limbo, sin electricidad y en la informalidad, mientras el cercano incendio de Dixie genera humo y despierta memorias del pasado nuevamente.

Inez Salinas, una madre soltera, está criando a su hija de cinco años, River, en una casa rodante de 160 pies cuadrados. Aunque es dueña de su tierra, no tiene permiso para acampar allí. Incluso si lo hiciera, está al tanto de que debería irse antes de fin de año, a menos que instale un pozo y un tanque séptico, haga planos y solicite un permiso para instalar allí una vivienda permanente. Pero la mujer calcula que eso saldría en unos $40.000, y hasta el día de hoy le cuesta que su generador tenga gasolina para hacer funcionar los dos ventiladores que tiene, en estos días de 95 grados.

Camp fire victim and volunteer firefighter Inez Salinas carries her 5 year old daughter River
Inez Salinas, con su hija River, en el exterior de su casa, dice que el desalojo es una preocupación incesante para ella.
(Gina Ferazzi / Los Angeles Times)
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A Salinas, de 36 años, le atormenta la culpa de sobrevivir a un incendio que mató a 85 personas. Y le tiene pavor a un posible desalojo. Un vecino la ha denunciado varias veces, pero hasta ahora los oficiales se han mostrado comprensivos y la dejaron tranquila, con una advertencia. Ella reza todos los días para que no regresen.

“Tengo una enorme ansiedad”, remarcó Salinas. “Me siento como un fracaso como madre, porque mi hija no tiene las necesidades básicas”.

El incendio de Camp arrasó de manera más notoria la ciudad de Paradise, pero la mitad de las personas que perdieron sus hogares estaban más adentro del bosque, en sitios más pobres y aislados en las colinas, como Concow, Jarbo Gap, Pulga y Yankee Hill. Muchos no tenían seguro contra incendios. A menudo vivían sobre caminos de tierra, en casas construidas sin los permisos adecuados. Algunos no contaban con electricidad ni agua corriente.

Inez Salinas brushes her daughter's hair inside their tiny home.
Inez le cepilla el cabello a su hija. Ambas vivían sin electricidad incluso antes del incendio de Camp, relata la mujer, con el sueño de tener una granja autosuficiente.
(Gina Ferazzi / Los Angeles Times)

En septiembre, el incendio de North Complex destruyó Berry Creek, una comunidad similar al otro lado de North Fork Feather River. En el siniestro murieron 15 residentes del área y miles más se vieron obligados a irse.

Los desastres, alimentados por la sequía y el calor relacionados con el cambio climático, obligaron a las personas de los bosques a instalarse en un mundo moderno, con estrictos códigos de construcción y altos costos, que no pueden afrontar. Los más vulnerables de ellos no encajan bien en los confines de la sociedad de las llanuras. Muchos simplemente se sienten claustrofóbicos en la ciudad. “Aquí somos campesinos”, remarcó Mike Nimz, de 57 años, quien ha vivido “en la montaña” la mayor parte de su vida.

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Mike Nimz stands on a sunny hillside among plants.
Mike Nimz cuida las plantas en su propiedad en Concow, California. El hombre sigue esperando una indemnización sustancial de PG&E, cuya línea de transmisión inició el incendio de Camp.
(Gina Ferazzi / Los Angeles Times)
Mike and Lacey Nimz stand on their California property.
Nimz, quien ahora vive con su esposa, Lacey, y su hija pequeña en un remolque, afirma que los costos de limpiar la propiedad dañada por el fuego son prohibitivos: “Hay que pagar permisos para todo; ya sea si contratas a alguien para que inspeccione tu pozo, o tu fosa séptica”.
(Gina Ferazzi / Los Angeles Times)

Nimz trabaja por su cuenta para salir adelante; tiene una complexión musculosa, barba canosa y una feroz desconfianza en el gobierno, un sentimiento común aquí. Aunque anteriormente ya había pasado por dos incendios, logró recuperarse muy bien. Pero más de dos años y medio después del fuego de Camp, está atrapado, y vive con permisos que pronto vencerán, en un remolque de 20 pies, junto con su esposa y su hija de 15 meses.

Cuando el estado declaró que toda la zona incendiada era un peligro para la salud pública, tuvo que esperar dos años para que los contratistas de FEMA limpiaran su propiedad de tres acres, incluida la demolición de dos cimientos de concreto, lo cual consideró ridículo. Hasta que terminaron, Nimz no pudo mover escombros en su propiedad o vivir a menos de 100 pies de ella. Por ello, tuvo que estacionar su remolque en un lugar vacío y agobiado por el sol junto a la Autopista 70, donde aún permanece.

También ha esperado a que PG&E coloque un poste de energía necesario para el permiso que sacó de acampar en su propiedad, el cual haga funcionar su generador y no tener que gastar $600 al mes en gasolina. La última vez que le prometieron que estaría listo fue en marzo pasado.

Skeletal blackened trees rise among green growth, with a home in the backround.
Árboles quemados donde azotó el incendio de Camp, tres años atrás, en el condado de Butte, en California.
(Gina Ferazzi / Los Angeles Times)
Lacey Nimz, with her young daughter at her side, waters while Mike Nimz bends, inspecting plants.
Lacey Nimz, con su hija y su esposo, Mike, riegan plantas en su propiedad de Concow.
(Gina Ferazzi / Los Angeles Times)

“Eso es un fiasco fenomenal”, destacó. “Tengo que mantener mi aire acondicionado funcionando en estos días de 95 grados, para que mi hija no sufra un derrame cerebral”.

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Su única esperanza es una indemnización sustancial de PG&E, cuya línea de transmisión en mal estado inició el siniestro. La empresa acordó depositar $13.500 millones en un fideicomiso para las víctimas del incendio de Camp y los de North Bay -en 2017- y otro de 2015, ocurrido en el condado de Butte. Pero hasta abril, el fideicomiso informó que había pagado solo $195 millones, aproximadamente el 1.4% de lo prometido. Nimz no conoce a nadie que haya recibido más que pequeños pagos preliminares.

Entonces, espera. Ronda por su propiedad evitando los estrechos confines del remolque, juega con su hija, riega el jardín, muele troncos talados y enrolla interminables cigarrillos de tabaco Bali Shag.

La reconstrucción nunca fue tan lenta.

Mike Nimz, shirtless, walks across his property. A sign on a rock in the foreground says "Go slow for pets."
Mike Nimz atraviesa su propiedad. Residente del área desde hace mucho tiempo, asegura que resistió otros incendios, pero esta vez su familia está sufriendo.
(Gina Ferazzi / Los Angeles Times)

“Salí de Jarbo Gap completamente desnudo, con mi mujer, en 1986, cuando alguien le prendió fuego. Simplemente monté una tienda de campaña en el bosque, levanté un campamento y volví a trabajar. Rentamos un lugar y volvimos al programa; siempre hemos podido hacerlo así; hasta este incendio.

“Ahora, convirtieron el siniestro en un pago por limpieza de $80.000 para una propiedad promedio, y tarifas de permisos para todo, así sea que contrates a alguien para que inspeccione tu pozo, o tu tanque séptico”.

Como muchos en esta zona, él sospecha que el condado busca expulsar a los pobres para apuntalar la base impositiva. “Todos estos veteranos, que han estado aquí 10, 20, 30 años, están pagando impuestos a la propiedad mínimos en comparación con alguien que compró hace apenas un año. Tan pronto como toda esta propiedad cambie de manos, boom. Los funcionarios del condado están ganando más dinero en terrenos baldíos que con un tipo que estuvo aquí durante 20 años. Eso es lo que ha ocurrido con este incendio. Mucha gente dice: ‘Me voy de aquí, al diablo con esto’”.

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A boy leaps across a quickly moving stream bordered by green banks.
Jedediah “JJ” Anderson, de 11 años, cruza un arroyo en el área recreativa de Butte Creek Forks, en Magalia, California, donde él y su familia acamparon durante más de seis meses, después del incendio de Camp.
(Gina Ferazzi / Los Angeles Times)

Los funcionarios del condado aseguran que las regulaciones más estrictas son simplemente para proteger a las personas en futuros incendios, y que están tratando de ser lo más humanos posible. “Entiendo el delicado equilibrio entre la difícil situación de la gente, y también del propietario vecino y que me llama preocupado por el valor de su vivienda”, relató el supervisor del condado de Butte, Doug Teeter, que representa el área de Paradise.

Según él, algunas personas rentan sus propiedades quemadas sin servicios, que se convierten en depósitos de vehículos viejos, electrodomésticos y basura. El funcionario espera que el fondo para víctimas de PG&E se haga realidad y que los damnificados obtengan una vivienda permanente.

La ciudad de Paradise tiene reglas aún más estrictas que el condado, que prohíben que cualquier individuo viva en una casa rodante que no esté conectada a la electricidad, el agua y a un sistema séptico.

A woman reaches for the knob on the door of her trailer home, set on a dirt lot near trees.
Víctima del incendio de Camp, Linda Banks, llega a su casa, un remolque que le permitieron estacionar durante un período prolongado en un campamento en Concow, California.
(Gina Ferazzi / Los Angeles Times)

“En general, realmente queremos que nuestros residentes vuelvan, pero hay estándares de salud y seguridad que debemos cumplir”, destacó Colette Curtis, directora de recuperación y desarrollo económico de la ciudad.

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Según la funcionaria, la ciudad trabaja con la Agencia Federal para el Manejo de Emergencias y otras entidades estatales y federales, para encontrar soluciones para aquellas personas “que no tienen los recursos personales para reconstruir”.

Hay otros dos factores importantes en juego que expulsan a la gente: el seguro contra incendios es muy caro en el área no incorporada, de $8.000 a $10.000 al año para una casa modesta, detallan los residentes, y el costo de los materiales de construcción en todas partes ha aumentado más del 300%. Así, una pieza de madera contrachapada puede costar hasta $75.

Los registros del Departamento de Finanzas de California muestran que la población del condado de Butte no incorporado se redujo de 80.518 residentes antes del incendio de Camp, a 59.414 este año. Paradise pasó de 26.581 a 4.608 en 2020, y la gente retrocedió lentamente en 2021 para llevar la población hasta 6.046. De las 10.707 residencias perdidas en la ciudad, 946 casas y 168 unidades multifamiliares fueron reconstruidas. En las áreas no incorporadas, se destruyeron 3.239 viviendas y se finalizaron 249 nuevas.

Lucas Anderson pins clothes to a line next to a trailer.
Entre los desplazados por el incendio de Camp, Lucas Anderson cuelga la ropa de su familia en una cuerda, cerca de su remolque en Concow.
(Gina Ferazzi / Los Angeles Times)

Por cada persona que huye, hay otra para quien las montañas y los bosques son una parte integral de su vida, que no quieren abandonar; no desean mudarse a Oroville o Sacramento, o Nevada, Texas o Idaho.

Cuando el fuego de Camp estalló en la cresta de Paradise, Jedediah Anderson y su hermano, Lucas, estaban cuesta abajo rumbo a un trabajo de plomería. Jedediah, de 41 años, rentó una casa en Paradise para toda su familia: su esposa, Kayla; sus tres hijos; Lucas y su prometida, Pamela y los dos hijos de ellos, tres perros y un guacamayo de alas verdes que rescataron llamado King.

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Todos salieron de la ciudad vivos de milagro.

 Jedediah Anderson stands with his foot on a log at a wilderness campsite.
Jedediah Anderson y su familia pasaron por un escape angustioso del fuego de Camp. Les tomó muchos meses encontrar una casa que pudieran rentar.
(Gina Ferazzi / Los Angeles Times)

Lucas condujo por los patios delanteros y se abrió paso entre los buzones de correo para sortear el tráfico atascado. El humo era tan denso que no podía ver mucho más allá del cofre. La camioneta de Jedediah se quedó sin gasolina y huyeron a un Walgreens. Finalmente, les enviaron autobuses escolares para evacuarlos. Mientras conducían por la autopista, el fuego ardía por todos lados. La gente gritaba que iban a morir, pero King permanecía inquietantemente alegre. “¿Qué pasa?” gritaba.

A las mujeres, les susurraba: “Ey, nena”.

Cuando llegaron a un lugar a salvo, el seguro de Jedediah les encontró listas de sitios para quedarse, y prometió que pagarían la diferencia por cualquier precio por encima de lo que habían pagado en Paradise durante dos años. Pero las opciones eran escasas: habitaciones de motel o apartamentos demasiado pequeños para una familia de nueve, con perros y un guacamayo al que le gustaba chillar de repente y comer molduras de techo.

Lucas Anderson bends over a bucket in front of a trailer.
Lucas Anderson llena baldes con agua de los tambos en la parte delantera de su remolque, para lavar la ropa.
(Gina Ferazzi / Los Angeles Times)

“Seguían enviándonos opciones que no iban a funcionar para nosotros”, remarcó Kayla, de 30 años. “Se molestaron después de cuatro meses, porque ya pasado ese tiempo lo que querían era que estuvieras en una casa”.

Finalmente encontraron una vivienda grande en Las Molinas, en nueve acres de valle, que se rentaba por $5.000 al mes. Pagaron $1.400 y la aseguradora cubrió el resto. Jedediah y Lucas, de 34 años, continuaron trabajando para una empresa de fontanería todo el tiempo que pudieron, pero la construcción local se desplomó y fueron despedidos; quedaron necesitados de trabajo, principalmente en Grass Valley.

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Después de un año en la casa, la aseguradora terminó de pagar. “No los culpo”, remarcó Jedediah.

The reflection from outdoors fills a trailer as a seated woman works on cloth in her lap.
Linda Banks, de 70 años, hace manualidades dentro de su pequeño remolque.
(Gina Ferazzi / Los Angeles Times)

Pero no pudieron encontrar un solo alquiler en el condado de Butte. Lucas, Pamela y sus dos hijos pequeños estacionaron una vieja casa rodante en la propiedad de un amigo, en Paradise, hasta que la ciudad los echó. Luego aparcaron en el estacionamiento de una iglesia cercana, en Magalia, a cambio de trabajo voluntario.

Jedediah y Kayla compraron una casa rodante por $7.000 a un hombre que prometió que podrían vivir en ella sobre la entrada de su casa, en Magalia. Se mudaron allí y esperaban lo mejor, pero el condado comenzó a amenazar con multar al propietario y poner un gravamen sobre su propiedad. Entonces, condujeron el RV -un gran lastre de metal- para guardarlo en el valle por $65 al mes hasta que pudieran usarlo.

Luego las lluvias cayeron con fuerza. Jedediah decidió comprar un montón de equipo para acampar, en Walmart.

Se adentraron en las colinas y encontraron un escondite en un bosquecillo de árboles cerca de la Autopista 32. No querían ir a un campamento oficial porque tendrían que mudarse cada 14 días y Jedediah no deseaba que los guardabosques estuvieran husmeando. Ocultaron sus tiendas de campaña con lonas grises y se calentaron junto a una fogata por la noche, mientras King deambulaba soltando su repertorio de frases. Tres días a la semana, cargaban el pájaro, los perros y los niños, de 13, 12 y 11 años, en su Chevy Suburban, y conducían media hora hasta un McDonald’s a fin de que sus hijos pudieran usar el wi-fi para sus sesiones escolares remotas.

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Kayla Wilson and son JJ stand at a wilderness campsite.
Kayla Wilson y su hijo JJ visitan el área recreativa de Butte Creek Forks, donde la familia acampó por necesidad.
(Gina Ferazzi / Los Angeles Times)

Lo propusieron como una aventura. El padre de Jedediah había tenido minas en toda California y creció viviendo en remolques y tiendas de campaña en la naturaleza. Había tomado cursos de supervivencia al aire libre y le encantaba recorrer el campo. Pero sabía que Kayla nunca había esperado vivir de esa manera, aunque no se quejaba. Una vez a la semana encontraban una habitación de motel, limpiaban y trataban de mantener a King en silencio. Seguían viendo apartamentos disponibles, pero los perdían continuamente frente a la multitud de otros refugiados de los incendios que también competían por un alojamiento. En cada solicitud y verificación de crédito realizada por un propietario, sus puntajes crediticios disminuían.

La perspectiva de una gran indemnización de PG&E era todo lo que les impedía perder la esperanza.

El 8 de febrero cayó una fuerte nevada y una de sus tiendas se derrumbó. Empacaron y condujeron por debajo de la línea de nieve hasta un campamento adecuado, en el área recreativa de Butte Creek Forks, deseando que los guardabosques se compadecieran. Permanecieron allí hasta el 1º de julio, cuando se mudaron a una vivienda que tenía su antiguo casero en Magalia.

En mayo, a Lucas y su familia les dijeron que no podían quedarse más en la iglesia. Mientras él intentaba decidir cuál sería su próximo movimiento, escuchó que el campamento del lago Concow estaba aceptando silenciosamente refugiados de incendios, en su mayoría de Paradise, donde las reglas para acampar eran las más estrictas. Así, condujo su casa rodante y remolcó la de su madre. Montó una carpa para guardar sus martillos neumáticos, taladros de impacto y amoladoras. Tuvo breves períodos de trabajo que se agotaron, y rápidamente comenzó a quedarse sin dinero.

A little girl plays with an inflatable flamingo inside a bin filled with water.
River Salinas aprovecha al máximo su baño al aire libre en un terreno que su madre compró con su pago de FEMA.
(Gina Ferazzi / Los Angeles Times)
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Él y Pamela bañaban a los niños en una piscina infantil de plástico, lavaban su ropa en baldes y la colgaban en una cuerda. Pero su relación estaba sufriendo con tanto estrés y espacios reducidos, especialmente desde que el incendio de Dixie comenzó a desgastar los nervios de todos.

En una calurosa mañana de finales de julio, el humo era denso y Pamela se había llevado a los niños con su madre, en Downieville. Lucas extrajo gasolina del tanque de la RV para llenar su Chevy Captiva y conducir hasta la oficina de correos, en Paradise, para ver si había llegado el crédito fiscal federal por hijos. No había novedades, y él se maldijo a sí mismo por desperdiciar combustible.

Por la noche, ponía su teléfono contra una lata de café en la ventana trasera de la casa rodante, el único lugar donde podía conseguir señal, para llamar a sus hijos. Luego se sentaba y comía de una lata de la tienda de un Dollar.

Inez Salinas sits on a bed beneath a low, slanting roof, holding River.
Inez Salinas sostiene a su hija River, dentro de su pequeña casa, donde un generador alimenta los ventiladores mientras intentan encontrar alivio del calor.
(Gina Ferazzi / Los Angeles Times)

Carretera arriba, Salinas bañaba a River en un recipiente de plástico. Ella vivía así, sin electricidad, antes del incendio de Camp; junto al papá de River soñaba tener una granja autosuficiente. Pero desde que se separaron, ella ha sido nómada, mudándose entre moteles, la casa de su madre en Sacramento, y una tienda en el campamento de Concow. Cuando recibió un pago de FEMA por $27.000, encontró a alguien que le vendió un terreno por exactamente esa suma.

Cuando va a Sacramento, se pone ansiosa y comienza a sentir pánico entre toda la gente. En cambio, le gusta la soledad de esas colinas, encuentra belleza en las vetas de vegetación, que de a poco van volviendo. Le encanta la fascinación de River por un insecto o un lagarto; ambas nadan en el arroyo.

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Pero siempre siente que el mundo, en cualquier momento, puede volver a quitárselo todo. “La mayoría”, dice, “bueno, casi todas las noches, me voy a la cama llorando”.

Para leer este artículo en inglés, haga clic aquí.

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